EL PUEBLO DE LOS MALDITOS (1960) Wolf Rilla |
AUNQUE EL SUBGÉNERO (MÁS BIEN TROPO, dada su versatilidad) de «niños asesinos» merecería por su importancia capítulo propio en la historia del cine de terror, las contribuciones de mayor arraigo en la cultura popular se dan a partir de los años 70 hasta nuestros días, con notables excepciones como La mala semilla (The Bad Seed, Mervyn LeRoy, 1956) o la que nos ocupa, El pueblo de los malditos (VIllage of the Damned, Wolf Rilla, 1960). No es este el lugar donde desgranar apuntes sociológicos al respecto: baste señalar que la temática ni había sido codificada en la explosión de horrores de bajo presupuesto de los años 50, ni parecía encajar en el terror de prestigio que caracterizaría la primera mitad de los 60, concebido para atrapar buenas críticas y recaudación equiparables a las de otros géneros. Pese a que la imagen instalada entre nosotros de El pueblo de los malditos es de cine «de serie B» –no es casual que su parodia en Los Simpson se titule The Bloodening–, calibraremos mejor su osadía al ubicarla, como corresponde, en tanto muestra temprana de ese otro terror destinado a un público amplio.
Adaptación de la novela «The Midwich Cuckoos» (1957) del por entonces ya reputado John Wyndham («El día de los trífidos»), la película cuenta cómo la vida en un pueblecito inglés se ve trastocada por un extraño fenómeno, a raíz del cual todos sus habitantes pierden el conocimiento durante unas horas y, como no tardan en descubrir, las mujeres en edad fértil quedan embarazadas (sic). Aun saludables en apariencia, sus hijos destacan por inquietantes rasgos físicos (el más llamativo, la palidez de sus cabellos), psicológicos (gran inteligencia calculadora) y antinaturales (se coordinan sin necesidad de hablar entre ellos). A sus andanzas, además, les acompañan toda clase de accidentes y sucesos inexplicables que van enrareciendo el ambiente de la aldea.
La producción de la película acarreó una doble ironía. Una es que, después de que la MGM trasladara el rodaje a su filial británica, a fin de eludir las presiones de grupos católicos contra un film de concepciones inmaculadas y vírgenes dando a luz, lo que peor haya envejecido de su metraje sea precisamente la superficialidad con que aborda sus personajes femeninos y su traumática maternidad. No es, por tanto, un trabajo que contribuyera a la posterior iconicidad de Barbara Shelley, cuyo personaje queda a la sombra de su marido interpretado por un George Sanders veinticinco años mayor que ella, más creíble como profesor que como (improbable) padre y cónyuge. La otra contradicción, más estimulante, radica en la austera puesta en escena del alemán Wolf Rilla –el documento de un pueblo abatido por el pesimismo endémico de la Guerra Fría– y su contraste con la imagen de la película legada a la memoria popular, la de los niños de peinados extravagantes y fiero brillo en los ojos –efecto especial inexistente en un primer corte que aún circularía durante décadas en emisiones de televisión del Reino Unido–.
Esta exposición frontal de lo fantástico frente a la endeblez de los lazos familiares y comunitarios sobrevuela logros puntuales más recordados, tales como un brutal suicidio con escopeta –Rilla combina diestramente el plano detalle con el fuera de campo– o el tenso clímax donde el protagonista trata de impedir que los niños le lean la mente, notablemente editado en comparación con otras secuencias. Reforzadas por el mencionado efecto de fulgor de los ojos –una ingeniosa rotoscopia que sobreimprime el negativo del iris real sobre el fotograma–, las estampas estáticas de los niños terminan de romper la escasa organicidad narrativa de un montaje atropellado, y con ella toda noción de un sujeto social cohesionado que les haga frente, lo cual sería la antítesis de ese pueblo expuesto en los primeros compases como un colectivo deprimido y abandonado a su suerte por las autoridades.
El pueblo de los malditos se ha leído a menudo como un reflejo del miedo de la época a las jóvenes generaciones, agrupadas en violentas tribus en rebelión contra sus mayores. Sin embargo, el talante especulativo de los diálogos que acontecen en banales interiores suburbiales, aun disimulado con notas de grandilocuencia, delata una desconfianza en las propias fuerzas para doblegar los avatares de la naturaleza y el progreso, representados estos por los vertiginosos travellings, las vistas cenitales o los planos oblicuos en los que se quiebra la planificación visual en presencia de los niños. ¿Quiénes son los malditos del título? O, en otras palabras, ¿qué generación es capaz de habitar un mundo sin mártires?
Calificación: ***
Reino Unido, 1960. T.O.: «Village of the Damned». Director: Wolf Rilla. Productor: Ronald Kinnoch. Guion: Stirling Silliphant, Ronald Kinnoch y Wolf Rilla, a partir de una novela de John Wyndham. Fotografía: Geoffrey Faithfull, en blanco y negro. Música: Ron Goodwin. Intérpretes: George Sanders, Barbara Shelley, Martin Stephens, Michael Gwynn, Laurence Naismith.
EL PUEBLO DE LOS MALDITOS (1995) John Carpenter |
SI LA COSA (THE THING, JOHN CARPENTER, 1982) destaca en las antologías del fantástico como ejemplo de remake llamado a desplazar a su referente, la picota en los anales carpenterianos suele reservarse a El pueblo de los malditos (Village of the Damned, 1995) justo por lo contrario, por no ser digno de medirse con su modelo de 1960. A diferencia del clásico popular de Wolf Rilla, el film de Carpenter cosechó un fracaso de taquilla y malas críticas que apenas han remontado desde entonces –en contraste con su otro estreno de aquel año, En la boca del miedo (In the Mouth of Madness), cuya modesta recaudación se vería compensada por su estatus posterior de obra de culto–. El propio Carpenter tampoco se prodigaría a la hora de defender su trabajo, excusándolo como el resultado de una obligación contraída con la Universal, como si nunca hubiera pretendido honrar el impacto que aquella película de la MGM rodada en suelo inglés le provocara en su infancia. Y, sin embargo, una comparación equilibrada entre ambas obras arroja una luz más favorable sobre la obra del neoyorquino de lo que se suele reconocer.
Acaso el mayor lastre del remake, irónicamente, sea la excesiva literalidad con que el guion de David Himmelstein, aun sin perder de vista la novela de John Wyndham, traspone muchas de las ideas del libreto pergeñado 35 años antes por Stirling Silliphant, Ronald Kinnoch y el mismo Rilla; confluencia textual finalmente retocada por Carpenter, quien no logra evitar cierto mecanicismo en su desarrollo. Imágenes memorables en la película de 1960, como el muro mental que el protagonista erige contra la invasión telepática de los niños, pierden peso específico en la de 1995; por el contrario, el talento para la comedia negra del director de Están vivos (They Live, 1988) reluce en las escabrosas escenas de accidentes y «suicidios», aderezadas con los creativos efectos de maquillaje de Greg Nicotero y su equipo. Una explicitud de la que participa la trama, pues Carpenter renuncia a la ambigüedad que caracterizaba su referente: no hay duda de que la amenaza es alienígena, como evidencia el diseño de la criatura mortinata. Aunque el original sugería también esta posibilidad, el remake disipa aquella aura de misterio cósmico, filosófico, para reubicar el conflicto en un maniqueísmo propio del fantástico comercial de los 80 y principios de los 90.
Semejante franqueza expositiva ha sido siempre la bestia negra del género para determinada crítica, pero no se puede evaluar el cine de Carpenter sin contemplar el cuadro completo. Porque esta dicotomía del Bien contra el Mal habilita a su vez un discurso sobre la humanidad como aquello capaz de cuestionarla, y que encarna David, el niño que se aparta del resto tras perder a su compañera –el remake rehúye el concepto de mente colmena, paradigmático de la Guerra Fría–. Además, las fuerzas del Bien –que por antonomasia no podían estar mejor representadas por Christopher Reeve, si comparamos la elección con la de George Sanders en 1960 por mero prestigio– se ven asimismo problematizadas por el punto de vista de las mujeres, despreciado en la versión de Rilla y abordado aquí por Carpenter con inteligencia: consciente de la mentalidad más liberal del público contemporáneo, convierte en algo perturbador la decisión unánime de las gestantes de no abortar, materializada en visiones oníricas que confluyen en un parto simultáneo de pesadilla.
Al cabo, cierto optimismo antropológico preside las formas de la película, acaso su logro más ignorado en comparación con su predecesora. ¿Qué expresan la cálida fotografía en 35mm de Gary B. Kibbe, las calculadas entradas y salidas de los personajes de elegantes planos en scope, la cohesión que la banda sonora impone al montaje –tan precario en el original–? Todo apela a un sentir colectivo más antiguo que los miedos generacionales del film de 1960. Carpenter rechaza aquel pueblo inglés temeroso, carcomido por dentro, y propone para el fin de siglo el ideal fordiano de comunidad: inclusivo, receloso de instituciones externas –la religión, el ejército– y con principios éticos en perpetua revisión. Semejante apuesta sufre hasta su último encuadre una tensión permanente con su condición de terror comercial, finalmente virado al fantástico para resolver complicaciones tonales, como ya hiciera Los hijos de los malditos (Children of the Damned, Anton Leader, 1964), secuela de la versión de Rilla que presentaba un pacifismo problemático, y de la que la de Carpenter podría considerarse remake en espíritu. En todo caso ambas yacen enterradas por la cultura popular, siempre implacable con el mundo de los adultos.
Álvaro Peña
Calificación: ***
USA, 1995. T.O.: «Village of the Damned». Director: John Carpenter. Productores: Sandy King y Michael Preger. Guion: David Himmelstein y John Carpenter (sin acreditar), a partir del guion de Stirling Silliphant, Ronald Kinnoch y Wolf Rilla, y de la novela de John Wyndham. Fotografía: Gary B. Kibbe, en color. Música: John Carpenter y Dave Davies. Intérpretes: Christopher Reeve, Kirstie Alley, Linda Kozlowski, Karen Kahn, Mark Hamill, Michael Paré, Meredith Salenger, Thomas Dekker, Lindsey Haun.