La profesora de piano

en Análisis/En Primer Plano por

La amarga sombra del resentimiento

Oh Boy (2012), la anterior, y primera obra del cineasta alemán Jan Ole Gerster, era una lúcida reflexión sobre el parasitismo. Su protagonista era un joven de veintitrés años que vivía a costa de la asignación de su padre, haciéndole creer que seguía asistiendo a la universidad, cuando su vida, a la deriva, se definía por la práctica del no hacer nada, un epicureísmo de bajo rango, más bien melancólico, que reflejaba la carencia de propósito y la desorientación. La profesora de piano (Lara, 2019) es otra lúcida reflexión, pero sobre otra vertiente caracterizadora de nuestra sociedad, la virulencia. Su espécimen protagonista no es alguien que no sabe qué hacer con su vida sino alguien que cruza el umbral de la ancianidad con la sensación de que su vida ha sido un completo fracaso. Y las sombras de la frustración o el resentimiento pueden ser tan alargadas como un filo. Ese filo, si se realiza una labor que implica instrucción o crítica, valoración o dictamen, puede deleitarse en los tajos compensatorios, en la descarga de la bilis retenida, vomitada sobre la pantalla que representan los otros, sean hijos, alumnos o aquellos que sí lograron materializar sus aspiraciones creativas. La no consecución de las aspiraciones como pianista de Lara (Corinna Haurfuch) generó un hueco en su interior. Ese hueco es un vacío que es sinónimo de herida interior que nunca se cauterizó. Lara quedó suspendida en vida como quien siente que queda arrinconada en un segundo plano. Para ella, ser instructora se equipara a ser degradada de rango. Por eso, como forma de desquite, con la amarga descarga en la descalificación o el cuestionamiento inclemente de alumnos o artistas consagrados (a los que no duda en calificar de mediocres), ha intentado minar la seguridad de otros como manera de lograr una provisional satisfacción, la cual, de todas maneras, nunca ha podido ser saciada. Simplemente, escupe su bilis cual acto reflejo (como si la regurgitara).


“La profesora de piano” es, como “Oh Boy”, otra lúcida reflexión, pero

sobre otra vertiente caracterizadora de nuestra sociedad, la virulencia



Esas sombras explora, con agudeza y contundencia dramática, La profesora de piano. De hecho, se inicia con una figura en sombras, Lara, una sombra que despierta un día más para percatarse de que sigue siendo una mísera (y miserable) sombra. Una sombra que decide celebrar su onomástica, su sesenta cumpleaños, con un suicidio, un intento que será interrumpido por una llamada. Necesitan un testigo para el registro de la casa de un vecino. La narración se constituye, a su vez, en el registro inclemente de las fragilidades, oquedades y miserias de esa sombra. La exploración del viscoso rastro del por qué se convirtió en una sombra de lo que quiso ser, una sombra emponzoñada que, como profesora de piano y como madre, descargó su amargura (representada en el hueco en su sala, donde tiempo atrás debió estar colocado un piano) sobre Viktor (Tom Schilling), su hijo, pianista y compositor consagrado, y sus alumnos.

Pese al tiempo transcurrido, décadas, desde que sus ilusiones quedaran truncadas, su rabia no ha decrecido. Es capaz de romper el arco del violín de quien ha contrariado su ego, o la ha dejado (con lúcido tino) en evidencia. Lo rompe porque necesita sentir que ella controla (dictamina) la realidad; ella detenta la batuta. Pero su cultivo de la apariencia corácea que transmite la idea de que nada le importa o afecta no se corresponde con su acusada susceptibilidad. Encaja con una sonrisa, que parece más bien la hoja de un cuchillo, la revelación de que muchos la odiaban cuando ejercía de profesora. Su inclemencia es tan desproporcionada como su susceptibilidad. Su suficiencia es equiparable a la fragilidad de su ego. Necesita que sea ratificada su voluntad, y descarga como ácido la rabia de que no sea así.



La inseguridad de su hijo Viktor es la brecha en la que introducir la carga explosiva que haga tambalear el propósito que ella no comparte (y que agudiza aún más si cabe su sentimiento de fracaso). No considera que sus méritos como compositor sean equiparables a sus cualidades como pianista, por lo que Lara no dudará en infligir daño, minar su seguridad, pocas horas antes de que vaya a dar el primer concierto de su primera composición. No importa lo que el hijo sienta sino lo que ella siente. Al fin y al cabo, arrastra como una herida nunca cerrada la amargura de no disponer de talento como pianista, motivo por el que se dedicó a la enseñanza. Un convencimiento que quizá careciera de fundamento porque hizo caso del dictamen de alguien que pudo no exponer lo que realmente pensaba de su potencial. Un instructor puede no decir necesariamente lo que piensa cuando el propósito quizá sea poner a prueba al alumno (como quizá, para su perplejidad, fuera su caso). Quizá sí disponía de talento pero no del carácter adecuado para perseverar y superar cualquier inseguridad. Esa falta de carácter determinó que, como instructora, simplemente descargara la bilis de su frustración o resentimiento. Y en eso se puede convertir la cadena de profesores y alumnos. Una sucesión de amarguras que únicamente cambian de rasgos.

Alexander Zárate


Alemania, 2019. T.O.: “Lara”. Director: Jan-Ole Gerster. Productores: Marcos Kantis, Martin Lehwald y Michal Pokorny. Guión: Blaz Kutin. Fotografía: Frank Griebe, en color. Música: Arash Safaian. Intérpretes: Corinna Harfouch, Tom Schilling, Rainer Bock, Volkmart Kleinert, André Jung, Gudrun Ritter.