Si dentro de los parámetros de un Hollywood libre, probablemente el más libre que se haya conocido jamás junto al breve espejismo de los años setenta, una pieza como El signo de la cruz aparece como uno de los ejemplos paradigmáticos de dicha condición, probablemente habría que observar con otros ojos la figura de Cecil B. De Mille. Dos décadas después, John Ford acusaría al cineasta de haber convertido el cine en un púlpito. Empero, dicha acusación puede tener una clara justificación ateniéndonos únicamente a la personalidad de De Mille, pero en absoluto encaja en las líneas de su cine. Visceralmente integrado en una doble moral que, sin duda, sería uno de los rasgos más representativos de la idiosincrasia del director, El signo de la cruz no discurre por los derroteros de una pieza religiosa (tampoco lo serían ni las anteriores ni las posteriores) sino, por el contrario, resulta una obra pagana, envuelta en un ambiente que invierte roles en base tanto a la atención prestada por De Mille como a la conexión con el espectador quien, obviamente, se inclina con mayor fascinación hacia el cosmos de erotismo y perversión de Nerón que hacia la progresiva conversión al cristianismo de sus personajes protagonistas. Un aspecto que asienta la tendencia de la película a convertirse en una de las bases de las infraestructuras del Pre-Code y, dentro de las características de film, las del cineasta hacia los diferentes niveles narrativos.
Aquí se halla uno de los elementos más singulares de El signo de la cruz que, en esencia, se puede prolongar al propio estilo de Cecil B. De Mille: la construcción poliédrica de una narrativa que se extiende, por bloques, a más de un personaje diseminando, incluso, la capacidad de acción de sus protagonistas. Salvo en las películas en las que la línea argumental de las mismas depende de las características de un solo personaje (caso, por ejemplo, de Cleopatra, Por el valle de las sombras o Los diez mandamientos, por citar solo tres ejemplos), obras como la presente, Buffalo Bill, Unión Pacifico o El mayor espectáculo del mundo poseerían una estructura en la que el protagonismo de un grupo humano se prioriza a los esquemas individuales. Una perspectiva que convierte el cine de De Mille en amagos de obras colectivas que parecen personalizar y reescribir la tradición de la gran novela americana.
Ante ello, El signo de la cruz se desarrolla a partir de segmentos que, incluso, pueden dar la sensación de parecer inconexos pero que se hallan perfectamente integrados en un conjunto que define, definitivamente, las líneas estilísticas del director dentro del cine sonoro como, en el fondo, Rey de Reyes sería el epítome de las mismas en el bloque silente.

Aún así, más allá de estos aspectos, la película supone un admirable paradigma del portentoso estilo formal de Cecil B. De Mille. Un estilo rocoso, directo y con escasas concesiones hacia ningún elemento que no sea, esencialmente, la limpieza narrativa y la concepción de una puesta en escena de imponente poder expresivo. La única película del cineasta filmada en pantalla ancha sería, precisamente, la pieza póstuma de su filmografía, Los diez mandamientos. Empero, únicamente hace falta observar alguna de las secuencias de masas de El signo de la cruz para comprobar la capacidad de De Mille a la hora de concebir los planos, integrando el mayor número de personajes posible a través de impresionantes composiciones geométricas donde estos se funden con el espacio estableciendo un asombroso diálogo de formas. Un espectáculo construido y modelado desde la necesidad emocional. Desde el íntimo nexo de unión que se establece entre las imágenes y el espectador, dejando completamente de lado cualquier factor psicológico o temático que desvirtúe el poder de las imágenes.
Sobre este aspecto, El signo de la cruz (al igual que una gran parte de la obra de Cecil B. De Mille) se edifica a partir de personajes de una pieza. Poco o nada importa la superficialidad o, en ocasiones, la vertiente arquetípica de los mismos. El signo de la cruz es cine puro. La expresión más diáfana de lo que este arte representa en cuanto a emoción y espectáculo. Una obra, en definitiva, maestra.
Joaquín Vallet Rodrigo
USA, 1932. T.O.: “THE SIGN OF THE CROSS”. DIRECTOR: CECIL B. DE MILLE. INTÉRPRETES: FREDRIC MARCH, ELISSA LANDI, CLAUDETTE COLBERT, CHARLES LAUGHTON, IAN KEITH, ARTHUR HOHL, HARRY BERESFORD. EDITADO POR SONY PICTURES HOME ENTERTAINMENT |