El columpio de los sueños
Divisa edita en Blu-ray El jeque blanco (Lo sceicco bianco, 1952), la primera obra en solitario de Federico Fellini, tras dirigir con Alberto Lattuada Luces de variedad (1950).
Carlo Ponti encargó a Fellini y Tullio Pinelli que desarrollaran un tratamiento, de veinte páginas, escrito por Michelangelo Antonioni, quien ya había realizado un cortometraje, La amorosa mentira (L’amorosa menzogna, 1949), centrado en las estrellas de las fotonovelas (fumeti). El argumento de Michelangelo Antonioni, de cariz más dramático, se centraba en un hombre que dejaba a su novia en casa para perseguir a la estrella de una fotonovela. Fellini y Pinelli se inclinaban por un enfoque más humorístico y por Roma como escenario dramático. Antonioni y Alberto Lattuada desecharon la posibilidad de dirigir la película. Fellini buscó algún productor que se interesara por el proyecto y le permitiera dirigirlo, y lo encontró en Luigi Rovere. Con la colaboración de Ennio Flaiano, Fellini y Pinelli desarrollarían el guión. Tanto Pinelli como Flaiano serían recurrentes colaboradores del cineasta de Rimini hasta Julieta de los espíritus (Giulietta degli spiriti, 1965), con la que El jeque blanco conecta mediante la metafórica figura del columpio. Pinelli volvería a colaborar con Fellini en Ginger y Fred (1985) y La voz de la luna (1990).
¿Qué tienen en común El jeque blanco y el Papa? Aparte de compartir el blanco como vestuario, ambos son imagen, símbolo, representación y pantalla. Símbolos respectivos del ideal platónico romántico y de la corrección sin mácula (u observación de las sacras apariencias). En El jeque blanco, el primero es el héroe de una fotonovela, depositario de unos sueños, de una ilusión romántica, que contrarresta la vida anodina cotidiana de sus admiradoras. Es el caso de Wanda (Brunella Bovo), una chica de provincias que le había escrito tres fervorosas cartas firmadas como Bambola Passionata (muñeca apasionada). La narración se inicia con su llegada a Roma, destino de su viaje de luna de miel, con su marido Ivan (Leopoldo Trieste), quien, para su planificada estancia, tiene prevista una audiencia con el Papa, gracias a la intermediación de su tío. Pero Wanda tiene también algo previsto que no ha compartido con su marido, hacer llegar a su ídolo romántico un dibujo que ha hecho de su personaje de fantasía. Es otro tipo de audiencia. O quizá no. Aún es virgen, aún vive la fantasía. O quizá siente que su vida marital no se corresponde de ningún modo con sus anhelos. Su marido es el epítome de funcionario vital, un celador que la recrimina que suba sola con el botones a su habitación del hotel. El dibujo representa la brecha en una realidad en la que su marido parece su particular carcelero asignado. Insatisfecha con su entorno, en el que no encuentra estímulo alguno o sintonía con nadie, reflejaba, a través de sus cartas, su ilusión de ser otra y vivir un sueño. Claro que, como ella misma comprobará, los sueños pueden convertirse en pozos oscuros.
Un columpio une “El jeque blanco” y “Julieta de los espíritus”.El columpio de la imaginación sobre el frustrante ras del suelo.Dos mujeres, su realidad insuficiente y sus sueños |
Fernando (Alberto Sordi), el actor que interpreta al citado jeque blanco, evidenciará la escasa correspondencia entre su imagen en la pantalla gráfica y su vulgar y patética condición real, frente a la ilusa espectadora, Wanda, que le tenía idealizado como icono romántico. Ni ella es una muñeca ni él un jeque. Incluso, no difiere de su marido en patetismo No deja de ser irónico cómo se encuentran. Wanda camina extraviada por el bosque, alrededor del lugar de la sesión de fotos, angustiada porque necesita encontrar el modo de volver a Roma ya que no ha dicho a su marido que se iba (él piensa que solo va a tomarse un baño mientras él descansa en su habitación durante hora y media). La cámara se desplaza con ella y a su espalda advertimos, al fondo del encuadre, cómo Fernando se columpia entre dos árboles. Seducida por Fernando, como si la realidad se desprendiera de centro de gravedad, Wanda se integra en ese mundo de ensueño, participa de esa ilusión, como si fuera un personaje, incluso con frase, de ese otro mundo exótico. Por unas horas, logra ser otra, de nombre Fátima. Por unas horas, actúa de acuerdo a la frase de un personaje de la fotonovela, que previamente le recuerda la guionista: “debe refugiarse dentro de sí misma”. Wanda se olvida del mundo alrededor, y queda suspendida en el columpio de la fantasía.
Un columpio une El jeque blanco y Julieta de los espíritus. El columpio de la imaginación sobre el frustrante ras del suelo. Dos mujeres, su realidad insuficiente y sus sueños. La proyección del sueño, la realidad que se quisiera realizar o el sueño de lo que no se ha logrado ser. La pantalla del ideal del otro, el ideal romántico, en este caso masculino, y el reflejo anhelado de una misma, de cómo quisiera ser. En El jeque blanco, la pérdida de gravedad de la percepción que confunde el ideal con un cuerpo desajustado, el abismo entre el sueño y lo real. Y en Julieta de los espíritus, la elección del sueño, de la imaginación, como fuga de una realidad en la que no se siente figura visible, cuerpo ajustado, idóneo. Suzy (Sandra Milo) es la imagen deseada de Giulietta (Giuletta Masina), es su doble, la luz que complementa a la sombra, o que la convertiría en realización. La figura menuda de Giuletta contrasta con la exuberancia de formas de Suzy; una tímida y afable contención, reverencial y resignada a una posición, con un carácter que parece un universo en expansión, pura determinación; en su casa Suzy parece rodeada de los más diversos personajes, como si fuera un sol sobre el que giraran numerosos satélites, mientras Giulietta se siente una mujer invisible, al margen, una sombra difusa, sobre todo para quien es su sol, su marido, Giorgio. Suzy es la mujer del columpio que centra los focos en la pista de circo, mientras la luz de Giulietta se reduce a la forma de lámpara de uno de sus sombreros. En El jeque blanco, cuando el cuerpo que desea y el objeto de la ilusión se encuentran, Wanda es una figura desorientada, extraviada en un espacio que desconoce, como ignora que es un cuerpo en fuga, aunque quiera regresar como sea junto a su marido. Esa aparición en segundo término de encuadre se acompasa a la idea de que fuera una imagen invocada, la insatisfacción que no afronta, de la que huye. En Julieta de los espíritus, la visita de Giulietta a su vecina, Suzy implica cruzar un umbral a una habitación de realidad en la que ya será difícil separar los tabiques que distinguen la realidad de la imaginación. Cuando cruza aquella verja, Giulietta porta un gato, como Alicia jugaba con uno cuando se quedó dormida antes de seguir al conejo blanco hacia un mundo donde todo parecía alterado o invertido. Wanda también cruza un umbral, aunque su estancia en ese otro mundo sea pasajera, como si un desgarrón evidenciara que era un mero telón de fondo.
DECEPCIONES Y VÍA CRUCIS
En el cine de Fellini la presencia del agua se revela como símbolo recurrente de cómo el ser humano no sabe fluir con sus emociones, más bien tendente al atrancamiento o al fingimiento. Ivan se percibe de la ausencia de Wanda por el desbordamiento del agua de la bañera (una fuga de agua que se corresponde con una fuga emocional, aunque no sea planificada; refleja una insatisfacción sentimental, una emoción retenida). En el mar, en un bote con Fernando, será cuando para Wanda la ilusión se trocará en decepción. El haz del proyector se desvanece, la imagen deja paso a lo real y se revela, tras el personaje de fantasía o pantalla de ilusión, el hombre ordinario, patético e, incluso, mezquino. El hombre a ras de suelo que antes trabajaba en una carnicería, el cínico que es capaz de decir cualquier mentira, como justificar su maniobra de seducción con la infelicidad de su matrimonio, achacando incluso a su esposa su desgracia (quien truncó con filtros mágicos el amor que sintió por otra mujer). Ficciones que urde para conseguir lo único que le interesa, una dosis de satisfacción corporal (carne para el carnicero).
En paralelo al pasajero rapto de la realidad de Wanda, su marido, tan preocupado, hasta la agonía, por la cuestión de la imagen, de las apariencias correctas, del honor de la familia (del nombre), urde una sucesión de relatos que justifiquen la ausencia de su esposa, ya que no puede compartir con su tío y su familia la vergüenza de que Wanda haya desaparecido. Mientras ella vive una fantasía él sufre un vía crucis. Ivan debe inventar a la carrera (como el desfile de los bersaglieri, al son de sus trompetas, con los que se cruza al inicio de su vía crucis; momento, además, en el que descubre la carta de respuesta del jeque blanco en la que expresa sus deseos de conocer a Wanda). Urde mentiras sobre el precario estado de salud de Wanda, o interpreta falsas conversaciones telefónicas, con el camarero del hotel como perplejo interlocutor. A la vez, se agudiza su tortura por las incógnitas: qué ha sido de Wanda, quién será el jeque blanco, si es su amante, si se ha fugado con él. Como irónicos fustazos de su vía crucis, de la ofuscación de sus celos, se cruza con un grupo de músicos que canta en un bar sobre Otelo, o asiste, con su familia, a la representación de la ópera “Don Giovanni”.
Fellíni ya dejaba patente su admirable talento para combinar tonos, el cómico y el dramático, el farsesco y el grave, el excéntrico y el tierno, incluso en una misma secuencia, como cuando Wanda se lanza al Tíber, con la pretensión de suicidarse, y casi no hay agua (en mordaz correspondencia simbólica, una vez más, tanto con la decepción con el actor en el bote, como el detalle de la desbordada bañera del hotel, en la que Wanda no se ha bañado, como ella y su marido no se han bañado sexualmente aún juntos; ambos son aún vírgenes). O la secuencia en la que Ivan llora en la plaza, y aparecen dos prostitutas (una de ellas, Cabiria, encarnada por Giulietta Masina; inspiración cinco años después para Las noches de Cabiria), con añadida representación improvisada de un lanzafuegos (¿no estaba Ivan, de un modo figurado, tragándose llamaradas por su preocupación, ahora trocada en lágrimas?).
Al final, a la carrera, marido y esposa, reconciliados, orgullosos de su pureza, se dirigen, junto a la familia del tío, hacia la audiencia con el Papa, en busca de su bendición (de una pantalla en la que engañarse, consolarse) aunque, probablemente, no dejarán de acompañarles las sombras (de la decepción, de los celos), como se refleja en ciertos detalles, unos más sutiles (cómo a ella le cuesta colocarse el velo) y otros más manifiestos (la expresión conturbada de Ivan cuando Wanda le dice que él es su jeque blanco). Ambos se acompasan, al paso, a la insatisfactoria ficción de la prosaica realidad. En cambio, Julieta de los espíritus concluirá con la elección del universo de la imaginación como refugio y como columpio que pueda propulsar. Giulietta danza con sus fantasmas porque con ellos podrá emerger a la realidad, a la que ella quiera y pueda construir, liberándose de esa verja de vida restringida como mueble y sombra ausente entre reflejos. Aunque la realidad sea su propia imaginación.
Alexander Zárate
Italia, 1952. T.O: “Lo sceicco bianco”. Director: Federico Fellini. Productor: Luigi Rovere. Guión: Federico Fellini, Tullio Pinelli y Ennio Flaiano, según argumento de Michelangelo Antonioni, Federico Fellini y Tullio Pinelli Fotografía: Arturo Gallea, en blanco y negro. Música: Nino Rota. Intérpretes: Alberto Sordi, Leopoldo Trieste, Brunella Bova, Giuletta Masina, Lilia Landi, Ernesto Almirante, Fanny Marchò. EDITADA POR DIVIDA HOME VIDEO