Aproximación a la obra de RICHARD QUINE

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Entre la melancolía y el intimismo

Hace unos meses, insertábamos un entusiasta comentario sobre uno de los grandes melodramas de la década de los sesenta: Un extraño en mi vida (1). Dicha circunstancia, ha motivado explorar un recorrido sobre el conjunto de la obra de su realizador, el norteamericano Richard Quine (1920–1989). Especializado en la comedia romántica, y olvidado durante décadas, evocaremos la andadura de un cineasta muy representativo en las décadas de los cincuenta y sesenta y que, aunque parezca increíble, carece aún de un estudio de su obra en lengua castellana. Es el momento de zanjar dicha incomprensible omisión, homenajeando a un realizador elegante e intimista.


EL HERMANO PEQUEÑO DE LA FAMILIA DONEN

El transcurso de más de seis décadas aún no ha permitido –al menos en nuestro país– un estudio más o menos revelador de las circunstancias que forjaron la aparición de un nuevo periodo dorado para la comedia americana; en mi opinión, el ultimo. Un ámbito que bien podría datarse a partir de 1955, y que tuvo su prolongación, aproximadamente, hasta 1967. Sería una década larga, que permitió la presencia de una serie de factores que, a grandes rasgos, resumiría en la confluencia de la evolución y práctica desaparición del cine musical, sumada a una nueva concepción del melodrama. Unamos a ello, en un segundo término, la presencia de ecos del slapstick silente. A partir de dicha sugestiva coctelera, cabría destacar los últimos –y, por lo general, valiosos– exponentes de viejos maestros del género, como Leo McCarey, Howard Hawks o George Cukor. También, la creciente égida de una figura inclasificable, como fue Frank Tashlin, incluso antes de su unión con Jerry Lewis, quien a partir de 1960 se configurará como el autor cómico más definido del cine USA. En otro punto vector, Billy Wilder consolidará una línea satírica de creciente incidencia. Y, por último, quizá como conjunto más significativo, en la medida de conformar unos orígenes e intereses comunes –procedencia del ámbito del musical, querencia con el melodrama–, deberíamos citar la que unos denominaron “familia Donen” y otros “familia Minnelli”, buscando ligar una serie de profesionales, forjados en sus primeros años al ámbito del cine musical, y que encontraron en el terreno de la comedia romántica un terreno de experimentación, logrando con ello los precisos mimbres para crear una nueva configuración del género. Como no podría ser de otra manera, dicho colectivo estuvo formado por los propios Stanley Donen y Vincente Minnelli. Algunos integraron en ella a Gene Kelly, aunque su aportación a la comedia fuera menguada y de inferior interés. Junto a ellos, aparecieron dos jóvenes figuras de menor experiencia previa, que incluso colaboraron juntos como guionistas, y que muy pronto se erigieron como dos de los más distinguidos representantes de esta vertiente: Blake Edwards y Richard Quine. Creo que ocioso será señalar que la figura de Edwards ha logrado, con el paso de los años, un reconocimiento de su aportación cinematográfica, que es cierto sufrió diversos vaivenes, pero logró de manera sucesiva afrontar casi medio siglo de andadura tras la cámara.



Al contrario que su antiguo colega –que en ninguna entrevista tuvo palabras de recuerdo para el que sería colaborador suyo en no pocas películas–, Richard Quine rozó la gloria, pero nunca la alcanzó. Se extendió en una filmografía de 29 largometrajes, además de realizaciones televisivas, configurando unos modos visuales que, justo es reconocerlo, en su momento albergaron cierta consideración, pero que pocos años después, cayeron en el olvido, acentuándose este, a través de una de las decadencias más sorprendentes del cine norteamericano de su tiempo. Unido a esta circunstancia y, al contrario que el resto de compañeros de generación, su cine jamás mereció reconocimientos oficiales –Quine nunca recibió la más mínima nominación ni galardón alguno en su carrera–. Es cierto que algunos de sus títulos se siguen recordando, pero sigue existiendo una enorme renuencia a la hora de establecer una mirada global sobre su obra, cierto es, desigual, pero que, en sus mejores momentos, revistió una intensidad, romanticismo y delicadeza únicos. El hecho de haber evocado, en nuestro número online del pasado abril la extraordinaria Un extraño en mi vida (Strangers When We Meet, 1960) nos ha despertado la curiosidad. También la posibilidad de una mirada global sobre su carrera, hasta ahora ausente en publicaciones en lengua castellana. Es el momento, si se quiere tardío, para recuperar la actualidad, de uno de los grandes románticos del cine moderno: Richard Quine.

SUS PRIMEROS PASOS Y LA ENTRADA EN COLUMBIA PICTURES

Quine nace el 12 de noviembre de 1920 en Detroit (USA). Ya en plena adolescencia, se inicia como actor en roles secundarios, introduciéndose en los primeros años 40 en películas musicales, participando igualmente en obras del mismo género en Broadway. Entre pequeños papeles, formará parte del elenco de la obra musical “My Sister Eileen”, al tiempo que participa en el de su primera adaptación en la pantalla: Los caprichos de Elena (My Sister Eileen, 1942. Alexander Hall), que casi una década después, retomará para la gran pantalla, ya en calidad de director. Recuerdo, al evocar su andadura como intérprete –de la que siempre abominó–, su presencia como elegante villano en The Clay Pigeon (1949), uno de los discretos y primerizos policiacos de Richard Fleischer, en el seno de la RKO. En ese ámbito fílmico, Quine –junto a William Asher– ya había codirigido su primera película, el ignoto drama deportivo Leather Gloves (1948), que supuso su primer contacto con la Columbia, y en el que participó como actor un jovencísimo Blake Edwards. En este estudio se incorporó como director de diálogos, participando igualmente con pequeños papeles como actor, al tiempo que firmando algunos cortometrajes cómicos.



En 1951, se inicia de lleno su andadura como director, firmando la comedia musical Suny Side of the Street, y caracterizándose buena parte de la misma por la elaboración de sus guiones entre el propio director y su amigo Blake Edwards. Varias de estas películas, de escasas pretensiones, permanecen ocultas para las nuevas generaciones. En cualquier caso, sí me gustaría destacar la espontaneidad que rezumaba la muy simpática Marino al agua (All Ashore, 1953), en contraposición a la posterior e insignificante Sirenas de Bagdad (Siren of Bagdad, 1953), por más que Quine destacara la diversión generada en su rodaje.

Entre 1954 y 1965, se encuentra el periodo dorado de su obra. En esos once años, rueda 16 largometrajes, de los cuales me restan por visionar, la comedia musical So This is Paris (1954) –de la que no faltan buenas referencias–, o la muy posterior Synanon (1965), drama centrado en el universo del alcoholismo, que lleva camino de ser una de las películas más buscadas de los seguidores del cine norteamericano, de la cual no me extrañaría que se haya perdido su negativo original, y de la que los críticos franceses Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon –admiradores de la obra de Quine–, señalaban textualmente que estaba rodada con “una sobriedad rayana en la indigencia”. De ese conjunto, desentona la simplemente simpática La indómita y el millonario (It Happened to Jane, 1959). El resto conforma un bloque compacto, lleno de sensibilidad, que oscila entre lo brillante y lo admirable, situándose en su seno algunas de las mejores comedias y melodramas de su tiempo.

Películas que Richard Quine acertaba a iniciar como pocos, por medio de secuencias pre-genéricos o comienzos, provistos de una elegancia casi mágica. Era su toque de atención, para introducir al espectador en ese enfrentamiento de mundos que definió lo mejor de su producción, delimitada a través de una querencia por la melancolía, el intimismo, y una inclinación muy clara a la estilización, en la que tendría una especial significación su diestro manejo de la cámara. Será un periodo iniciado con Drive a Crooked Road (1954), por la que su director sentía una especial debilidad, alejada esta del ámbito de la comedia. Como lo estaría La casa 322 (Pushover), rodada el mismo año, en la que Quine patentizó su admiración por el Billy Wilder de Perdición (Double Indemnity, 1944), y que supondría, de manera muy especial, el primer contacto del director con la que sería su auténtica musa: la actriz Kim Novak, a la que mimó hasta la veneración, en los cuatro títulos que rodaron juntos, y con la que quiso, infructuosamente, compartir su vida. Tras la citada So This is Paris, Quine rueda dentro de su largo periodo dentro de la Columbia el musical Mi hermana Elena (My Sister Eileen, 1955), todo un éxito personal, y su primer contacto con el actor Jack Lemmon, que rodó para el director un total de seis largometrajes. 1956 sería el año en que el realizador dio vida a dos comedias, al servicio de una de las estrellas del estudio: Judy Holliday. Una de ellas, la exitosa Un Cadillac de oro macizo (The Solid Gold Cadillac), destacable por la presencia de una secuencia final en color. La otra, que gozó de menor éxito, pese a resultar tan atractiva como la primera, sería la intimista Full of Life.


«Mi hermana Elena»

UN RÁPIDO CÉNIT

Con rapidez, se irá consolidando el peso de Quine en la nueva comedia americana, rodando en 1957 la muy divertida sátira Operation Mad Ball y, al año siguiente, un nuevo reencuentro con Kim Novak, en la magnífica, sensible y plenamente musical en su configuración visual Me enamoré de una bruja (Bell Book and Candle, 1958), donde quizá el director brindó una mayor entrega ante el mito y la belleza de la Novak. Tras el desajuste de la menor La indómita y el millonario, el director vuelve a situarse en primera fila, dentro de los renovadores de la comedia romántica, brindando en 1960 su obra cumbre, la ya citada Un extraño en mi vida, maravillosa crónica de la vida en los barrios ociosos de la nueva Norteamérica, por medio de una intensa relación de infidelidad, producida al alimón por el propio director y su estrella masculina, Kirk Douglas, y brindando para Kim Novak otro rol para su inmortalidad cinematográfica. Será su última película en el seno de Columbia, ya que ese mismo año rodará, ya para Paramount, la sensible El mundo de Suzie Wong (The World of Suzie Wong), combinando de nuevo el terreno del melodrama, en este caso interracial, en medio de un subyugante documental sobre la ciudad de Hong Kong.

En 1962, en tierras británicas, firmará otra de las cimas de su filmografía, la divertida y elegante comedia policiaca La misteriosa dama de negro (The Notorious Landlady), recuperando a Jack Lemmon, y formando pareja con Kim Novak, en la que sería la última colaboración entre actriz y cineasta. Con un Quine en alza, se atreve a rodar el guión del especialista George Axelrod –que inicialmente iba a dirigir este último–, filmando la espléndida y generalmente infravalorada Encuentro en Paris (Paris – When It Sizzle). Un argumento pirandelliano que satirizaba con especial inspiración los lugares comunes de la creación cinematográfica, para el que recuperó a William Holden, permitiéndole trabajar con el icono femenino del género en aquellos años: Audrey Hepburn. La película tuvo un rodaje conflictivo, dada la afición a la bebida de Holden, retrasándose en su estreno, para intentar asumir la corriente de éxito de Charada (Charade, 1963. Stanley Donen), y recibiendo desde entonces una fría acogida, que el paso del tiempo pocos hemos intentado diluir. Fue un relativo traspiés, que Quine intentó sobrepasar rodando la delirante La pícara soltera (Sex and the Single Girl, 1964), en la que recuperaría a Tony Curtis, apostando por una vertiente satírica y, de manera más ambiciosa, aglutinar en un solo título las diferentes corrientes que el género atesoraba en aquellos años 60. Al año siguiente, asumiría un nuevo guión de Axelrod, rodando la divertida, satírica y misógina Cómo matar a la propia esposa (How to Murder Your Wife, 1965), última colaboración del director con Jack Lemmon.


«Me enamoré de una bruja»

A partir de ese momento, y coincidiendo con la rápida decadencia de la comedia en las pantallas, la andadura de Quine se diluye. Pese a la destreza y elegancia tras la cámara, no podrá eludir las convenciones marcadas en Intriga en el gran hotel (Hotel, 1967). Ese mismo año, alcanza un –a mi juicio injustificado– fracaso con la comedia negra Oh Dad, Poor Dad, Mamma’s Hung You in the Closet and I’m Feelin’ So Sad, adaptación de la obra de Arthur Kopit, en la que Alexander Mackendrick tuvo que filmar algunas secuencias complementarias. Mucho peor fue rodar en 1969 A Talent for Loving, que ni siquiera tuvo estreno en pantalla grande, pese a su apetitoso reparto, y la presencia entre sus argumentistas de nombres como Richard Condon y Jack Rose, que no dudo en considerar la peor entre las 21 películas suyas que he visto. Tras ese tremendo bache, al año siguiente dirige la apreciable El infierno del whisky (The Moonshine War), adaptación de una novela de Elmore Leonard, descrita en el ámbito de la Gran Depresión, carente sin embargo del toque tan familiar en la obra previa del director.

UNA TRISTE DECADENCIA

A partir de ese momento, Quine apenas cuenta como director cinematográfico. Se limita a dirigir episodios en series televisivas como la mítica Colombo, o en otras de mucha menor entidad, impropias de su experiencia y talento. En 1974 filma el ignoto thriller W, más allá de las palabras (W), estrenado en nuestro país con muchos años de retraso. Y no será hasta 1979 cuando ruede su último largometraje, el simpático aunque nada memorable El estrafalario prisionero de Zenda (The Prisoner of Zenda), al servicio del histrionismo de Peter Sellers, en medio de una producción inglesa, y carente de sus reconocibles rasgos de estilo. Quine aún iniciaría otra de las últimas películas protagonizadas por Sellers, la al parecer poco distinguida El diabólico plan del Dr. Fu Manchú (The Fiendish Plot of dr. Fu Manchu), que culminó el olvidable Piers Haggard, tras la extraña salida de rodaje de nuestro director. Fueron muchos los años en los que se mantuvo en el dique seco, al parecer reclamando nuevas e infructuosas oportunidades de trabajo, que culminaron en su dramático suicidio por arma de fuego, el 10 de junio de 1989, en Los Ángeles, la en esta ocasión cruel meca de Hollywood.


«El estrafalario prisionero de Zenda»

Es cierto, en la figura de Richard Quine se expresó uno de los más dolorosos e injustos hundimientos artísticos de la segunda mitad del siglo XX. Pero ¿y el placer que nos proporcionó en buena parte de su obra? O su reconocida fascinación por la belleza y el carácter femenino, lo que le permitió trabajar con algunas de las actrices más hermosas de su tiempo –Novak, Hepburn, Wood, Lisi–. Quine supo trasladar a lo más valioso de su producción una exquisita sensibilidad, quizá no demasiado apreciada en su tiempo –José María Latorre definió en 1999 en las páginas de esta revista a Quine como un “vistoso adornador de naderías”, aunque creo que, en sus comentarios en años posteriores, modificó bastante dicha postura–. Esa falta de un estudio en las páginas de DIRIGIDO POR… tuvo su contraposición en un claro defensor de su cine: Tomás Fernández Valentí. Qué diferencia con la veneración generalizada que su figura albergó entre los críticos de la revista “Film Ideal”, publicándose en sus páginas una introducción a su obra en el número 138 –15 de febrero de 1964–, destacable, por insertar la traducción de la única entrevista que se conoce al cineasta, realizada por Bertrand Tavernier e Ives Boisset, publicada en “Cahiers du cinéma”. Será precisamente el primero de ellos, junto a Jean-Pierre Coursodon, quienes dedicarán un valioso y revelador recorrido a su obra en el imprescindible doble volumen “50 años de cine norteamericano”.

LLAMADA DE ATENCIÓN A UN CINEASTA OLVIDADO

Poco más queda de la admiración que cosechó entre críticos y aficionados en su tiempo, destacando entre los primeros, la veneración que le brindaron los componentes de la “Cartelera Turia” de Valencia que, justo es reconocer, en cierto modo, modularon mi admiración a la obra de un cineasta, que facilitó el crecimiento de mi cinefilia. Es cierto que el paso de los años ha visto crecer el culto en torno a Un extraño en mi vida, que comentaristas tan destacados como Miguel Marías, Eduardo Torres-Dulce, José Luis Garci o Antonio Giménez Rico no dudan en situar entre las grandes obras de la historia del cine. O la casi numantina adhesión a su cine que siguen manteniendo, veteranos especialistas cinematográficos, como Teo Calderón, o mi querido amigo Rafa Marí. Pero ¿qué pasa en el resto de su obra? ¿Qué hay de la melancolía que desprendió lo mejor de su cine? Del prolongado acto de amor fílmico que desarrolló a través de la figura de Kim Novak. Del diestro manejo con compositores como George Duning, Nelson Riddle o Neal Hefti. Del cromatismo de buena parte de sus películas –aunque se supo manejar con destreza, igualmente, en películas rodadas en blanco y negro–. De la capacidad que albergó, a la hora de dirigir a buena parte de las estrellas del género en su tiempo: Jack Lemmon, Tony Curtis, William Holden, Fred Astaire, Mickey Rooney, Ernie Kovacs, Kim Novak, Judy Holliday, Audrey Hepburn, Virna Lisi. Del esmero, la ironía y el perfecto trazado, que brindaba en sus personajes secundarios. De la exquisitez que mostraba en el manejo de la grúa o la movilidad de la cámara, dotando a su cine de un aura etérea. O de esa ya señalada capacidad, para introducirnos en sus películas, de una manera casi mágica.

He querido seleccionar, para intentar profundizar en la entraña de un realizador provisto de tanto sentido de la comedia o del melodrama, y de su elegancia como hombre de cine, seis de sus títulos, representativos en sí mismos, al tiempo que buscando en algunos de ellos, el hecho de ser comentados por vez primera entre los contenidos de DIRIGIDO POR…


Richard Quine rozó la gloria, pero nunca la alcanzó. Se extendió en una

filmografía de 29 largometrajes, además de realizaciones televisivas,

configurando unos modos visuales que pocos años después cayeron en el olvido



I – ROMANCE ENTRE RUEDAS: “DRIVE A CROOKED ROAD” (1954)

Cuando Richard Quine acomete la realización de Drive a Crooked Road (1954) –su noveno largometraje–, puede decirse que su posición en la Columbia se encuentra consolidada. Cierto es que los mayores éxitos de dicha vinculación con el estudio de Harry Cohn estaban aún por venir, pero no es menos evidente que en el trazado de esta modesta pero estimulante combinación de drama romántico y cine policíaco se encuentra presente la esencia de este singularísimo cineasta. Y es algo que percibiremos ya desde ese plano de acercamiento hacia el trofeo de una carrera automovilística, envuelto en una bella melodía que me resulta bastante familiar –era norma habitual en ciertos estudios reiterar temas compuestos para otros films previos de mayor éxito–. En estos exponentes de su andadura, comprobaremos la presencia como guionista del viejo colega de Quine, Blake Edwards, introduciéndonos desde el primer momento en el devenir de Eddie Shannon (un excelente Mickey Rooney). Eddie es un corredor de coches frustrado, traumatizado por un accidente que le dejó como secuela una ostentosa cicatriz en su rostro, y que se defiende laboralmente trabajando como mecánico. Retraído de carácter, quizá debido a su propia falta de autoestima, se disociará de las burdas maneras machistas de sus compañeros de trabajo definiendo su modo de vida de modo tan rutinario como desprovisto del más mínimo grado de estabilidad. Nuestro director acierta en ese alcance descriptivo, durante un tercio inicial absolutamente modélico, donde se mostrará el inicio de la relación que mantendrá con la joven Barbara Matthews (Diane Foster), en apenas dos planos estratégicamente delimitados –en especial, ese travelling de retroceso que nos muestra en primer plano a Eddie conduciendo el coche y mirando al retrovisor, mientras en el fondo izquierdo, encontraremos a Barbara alejándose del encuadre en movimiento–: un plano extraordinario, a partir del cual se inicia ese tramo del relato, en el que nuestro director ratificará su inigualable gusto por la melancolía –en ello contribuirá el magistral uso de la elipsis–, expresando esa relación imposible entre los dos protagonistas. Incluso en más de una ocasión –la descripción del modo de vida norteamericano, la relación entre los dos protagonistas–, tuve la impresión de que, en este señalado tramo inicial, nos encontrábamos con una especie de borrador de uno de los títulos de cabecera del realizador –Un extraño en mi vida–. Sea o no acertada esa aseveración, resulta indiscutible constatar su sensibilidad, por momentos casi exquisita. La delicadeza, en suma, con la que plantea cinematográficamente ese encuentro del desdichado Eddie con una mujer que le desborda a todos los niveles, y de la que se sentirá abrumado al verse correspondido, siquiera sea por la vía de la simpatía, por parte de ella.



Sin embargo, en el proceso de este cuento de hadas que define en primera instancia Drive a Crooked Road, Quine no deja de plantear indicios, anticipando que algo no encaja. Lo hará a través de sutiles miradas por parte de Barbara. De planos que duran algo más de lo previsible. Dejando la desnudez de una supuesta puesta en escena, todo parece indicarnos que algo se esconde debajo del idílico inicio de romance entre la joven y el acomplejado y tímido corredor/ mecánico. Ya en los instantes de apertura, una aparente situación banal –de la que posteriormente nos olvidaremos– se apresta como pista de cara a lo que finalmente se propone a Eddie: hacerle partícipe como conductor de un vehículo tras cometerse el atraco de un banco, discurriendo por una peligrosa e intransitada carretera, para burlar el previsible arco de vigilancia policial. Todo ello habrá sido planeado por Steve Norris (un impecable en su ambivalencia Kevin McCarthy), el amante de Barbara, y a quien habíamos visto en la primera secuencia de la película, oteando en las carreras posibles candidatos para ocupar ese puesto. Una vez planteada la auténtica circunstancia del acercamiento de Norris –más adelante, Eddie descubrirá la relación amorosa que este mantiene con Barbara–, se negará a participar en el plan, aunque finalmente decidirá con resignación acceder al mismo, por el que recibirá quince mil dólares.

Es evidente que el giro que se plantea en el relato provoca un cierto grado de sorpresa en el espectador, al introducirle en una atmósfera más enrarecida y, al mismo tiempo, veraz, de lo que hasta entonces había planteado esta sencilla pero atractiva película. A partir de ese momento, irán aflorando por un lado los remordimientos en Barbara, al haber empujado a Eddie –un hombre por el que siente lástima y conmiseración: quizá la antesala de un auténtico amor–, y por otro, el inflexible seguimiento del trazado del plan de Steve. Este se desarrollará a la perfección, aunque no pueda laminar el desasosiego que latirá en interior de la pareja protagonista. Y es que, hasta el último momento, ella ha escondido su intención de abandonar definitivamente a Eddie –él descubrirá la huida cuando acude a su apartamento, pese a la prohibición de Norris–. Esta circunstancia, será el inicio de la tragedia, aunque en ella impere el sentimiento de dos seres desprotegidos, cada uno en su dispar circunstancia y ámbito de actuación.

Cierto. No todo resulta perfecto en Drive a Crooked Road. La descripción de los compañeros de trabajo de Eddie resulta chusca, como lo es la del fiel ayudante de Steve. Son, sin embargo, leves objeciones en torno a un relato que no solo funciona con la precisión de un mecanismo de relojería –atención a la descripción del atraco y la huida posterior por la carretera: el primero de ellos desde la tensión exterior de Steve y Eddie, y el tenso viaje, centrado ante todo en el temor plasmado en el rostro de Norris, en su contrapunto con la seguridad en el manejo del vehículo por parte de Shannon–. Ese mismo año, e inmediatamente después, Quine asumió uno de sus títulos iniciales más reconocidos del primer periodo de su carrera –La casa 322–, con el que mantiene no poco parentesco, al tiempo que supuso el encuentro con la que fuera su musa cinematográfica, la actriz Kim Novak.


En el proceso de este cuento de hadas que define en primera instancia “Drive a

Crooked Road”, Quine no deja de plantear indicios, anticipando que algo no encaja



II – EL BOQUETE DE LA DISCORDIA: “FULL OF LIFE” (1956)

Segundo de los títulos que Quine rodó con Judy Holliday, Full of Life vio la luz apenas unos meses después que el mucho más reconocido Un Cadillac de oro macizo. Jamás se estrenó comercialmente en España, aunque sería emitida en TV, e incluso editada digitalmente con el título de Llenos de vida. Es el largometraje número catorce de su realizador, así como uno de los menos conocidos. Incluso, entre los que lo conocen resulta poco apreciado. Su propio realizador –por lo general, muy autocrítico– comentó años después que pretendía formular una parábola sobre la tolerancia religiosa pero la intención le resultó fallida. Confieso que su resultado –fundamentalmente la parte sermoneadora que se incorpora en su tercio final– podría situar esta película como objeto de las iras de los detractores de Quine, sí que es que los tiene, ya que en realidad su cine no cuenta para casi nadie. Por ello, he de decir que, pese a ese relativamente molesto lastre –que, justo es reconocerlo, tiene un cierto peso–, el resultado me parece brillante y representativo de la personalidad cinematográfica de su director.

Cierto es que la película retoma algunas referencias del cine del gran Leo McCarey –desde el admirable Dejad paso al mañana (1937), hasta el díptico que protagonizó Bing Crosby– y que Quine carecía, habitualmente, de la maestría de McCarey, lo que no le impedía ser un realizador de primera fila. Es por ello que Full of Life deja entrever muchas de las virtudes que le definieron como uno de los mejores exponentes de la comedia americana. Desde la importancia y musicalidad concedida a los inicios de sus películas –pocos como él enganchaban al espectador en sus primeros compases; en este caso, descrito en una simple aparición de Emily (Judy Holliday) preparándose ansiosa un sándwich–, hasta la excelente compenetración que manifestó en la mayor parte de ellas con el compositor George Duning –otro gran menospreciado en la banda sonora–, pasando por la constante oscilación entre comedia y melodrama que permite alternar detalles divertidos e irónicos en secuencias sentimentales –el ejemplo más patente serán los momentos en los que la madre del protagonista se desvanece en su casa–, o viceversa. Todo ello derivará en una extraña melancolía en su tono, descrito en el gran adjetivo definitorio de su producción: la elegancia de su puesta en escena.



La película narra la sencilla historia de la pareja formada por Emily y Nick Rocco (Richard Conte). Se trata de un matrimonio americano medio, ejerciendo él como escritor, y dedicándose ella a las labores del hogar. Emily está embarazada, rodeándole las típicas y divertidas excentricidades propias de dicha condición (ello permite a la Holliday una deliciosa performance, que cabe situar entre las mejores de su carrera). Un día, la protagonista se hundirá dentro de un agujero que se ha producido en la cocina de su vivienda –impagable momento que nos es mostrado en un ingenioso off–. El elevado coste de la reparación motivará que tengan que recurrir al padre del esposo. Se trata de Victorio (el entrañable y eterno histrión italiano Salvatore Baccalloni), viejo cantero que vive junto a su esposa en una casa de campo. Los Rocco viajarán hasta allí, logrando convencer a este para que se responsabilice de la reparación, trasladándolo hasta su domicilio. Este se sentirá allí a sus anchas, demorando la obra, mientras intenta que los jóvenes recuperen un sentimiento religioso y contraigan matrimonio católico.

A partir de esa premisa, la película propondrá un relativo enfrentamiento generacional y de alguna manera se alía con la “reaccionaria simpatía” de los valores familiares representados por el padre y, en segundo término, la sufrida madre. Ni que decir tiene que ese lastre pesa un poco en la película –en la que incluso tenemos la molesta visita de un joven sacerdote al domicilio de los Rocco para “convencerles amablemente” de las ventajas del inmovilismo del catolicismo–. Afortunadamente, durante el metraje está tan bien llevado el tono intimista, y sobriamente encauzada la modulación entre melodrama y comedia, que ese lunar molesta menos de lo que podría parecer en un primer momento.

Y es que en Full of Life hay muchísimos motivos de regocijo. Desde ese adelanto del “musical sin danza” que ejemplifican todas sus secuencias y al que tanto recurrirían algunas de las mejores comedias de años posteriores, hasta la sinceridad que ofrecen las interpretaciones de los actores, el uso de los tiempos muertos o confesionales, la disposición de los intérpretes en los encuadres, o ese “hablar en voz baja” de sentimientos y emociones. Todo ello, nos adelantará buena parte del estilo visual y narrativo que Quine configuró en su trayectoria posterior –en el que el uso de las grúas y panorámicas quedarían como uno de los rasgos más definitorios–. También surgirán numerosos momentos divertidos, como las ocurrencias en los viajes de ida y, sobre todo, la vuelta en tren, los ingeniosos gags que ironizan con la sorpresa de las monjas ante la pareja, con la esposa a punto de dar a luz, o ese ramo de flores de recién casada que entrega Emily ante dos expectantes enfermeras. Al mismo tiempo, ya aparecerá ese cuidado de Quine en la pintura de personajes secundarios femeninos, ejemplificados en esta ocasión con la sirvienta de los Rocco.

III – EL BAILE DE LA GUERRA: “OPERATION MAD BALL” (1957)

La segunda mitad de la década de los cincuenta posibilitó en la comedia americana una serie de exponentes que cuestionaban tanto la heroicidad de los soldados norteamericanos en la II Guerra Mundial como la vertiente cinematográfica en que se expresaron tantos relatos insertos en dichas características. Frutos destacados de este enunciado fueron Bésalas por mí (Kiss Them for Me, 1957. Stanley Donen), los poco recordados films protagonizados por Jerry Lewis El recluta (The Sad Sack, 1957. George Marshall) y Adiós mi luna de miel (Don’t Give Up the Ship, 1959. Norman Taurog), o Vaya marineros (Don’t Go Near the Water, 1957. Charles Walters). Otro ejemplo perfectamente representativo de esa tendencia es el propuesto por Richard Quine en Operation Mad Ball (1957). Se trata de una estupenda comedia de carácter coral, a la que de alguna manera habría que emparentar con la posterior Operación Pacífico (Operation Petticoat, 1959. Blake Edwards), con la que guarda numerosos elementos de contacto, y que pese al enorme éxito que logró en su país en el momento de su estreno, no llegó jamás a las pantallas españolas, aunque fue editada digitalmente años atrás, bajo el título Operación gran baile. Por ello, sería entre nosotros uno de los títulos menos conocidos –y reconocidos también– del periodo más inspirado en la filmografía del realizador. Quizá sería pertinente señalar que esta es una de las colaboraciones como guionista de Edwards antes de que ambos se situaran como dos de los más valiosos vértices del género en la primera mitad de la década de los sesenta. Por desgracia, ese señalado desconocimiento para el público español le ha hecho permanecer poco menos que oculta.


Pese al enorme éxito que logró en su país en el momento de su estreno,

“Operation Mad Ball” no llegó jamás a las pantallas españolas,

aunque fue editada digitalmente años atrás, bajo el título “Operación gran baile”



Estamos situados en un lugar de la Francia ya liberada por el ejército americano. Allí se encuentra un destacamento comandado por el coronel Rousch (Arthur O’Connell), y dirigido directamente por el capitán Locke (Ernie Kovacs). Entre sus soldados está Hogan (Jack Lemmon), un oficial cuya influencia y poder se encuentra por encima de todo, decidiendo organizar una fiesta en un salón destrozado por los bombardeos de la guerra. Todo ello, en una iniciativa lúdica que llegará a desafiar la prohibición de Locke de unificar el cuerpo de soldados con el de enfermeras. A partir de esta sencilla premisa argumental, y con la presencia de un impagable reparto –del que es inevitable destacar el continuo duelo entre Ernie Kovacs y Lemmon, la veteranía del gran Arthur O’Connell o el timming que despliega Mickey Rooney–, se ofrece una autentica partitura de picarescas, dobles juegos, mentiras, falsos heroísmos, muertos que no están muertos, frustraciones sexuales y obsoletas normas militares. Pero, por encima de todo, se intentará plasmar el deseo y la necesidad de todo ser humano –sobre todo aquellos que han estado luchando y, en el fondo, se sienten ociosos tras cumplir sus cometidos–, de poder divertirse, al tiempo que desarrollar una nada desdeñable visión paródica del absurdo de la actividad bélica en cualquiera de sus planteamientos.

En Operation Mad Ball, todo en apariencia tiene la imagen de un film bélico convencional –en un primer instante, su fotografía en sombrío blanco y negro nos lo anuncia–, pero ya en su pre-genérico –donde Locke descubre a una pareja de soldados besándose–, revela sus auténticas intenciones. Esa es quizá su principal cualidad –como posteriormente sabría aplicar, esta vez en color y para la Universal, Blake Edwards en su inmediatamente posterior Operación Pacífico–: realizar un film inscrito dentro del género bélico, que en su desarrollo es desmontado para, variando o alterando algunos de sus componentes, conseguir un efecto singularmente divertido. Ni que decir tiene que se nota la mano del Quine sentimental –el feeling de la relación de Hogan con la teniente Bixby (Katrhryn Grant) que, no obstante, ocupa un segundo plano en el tono coral de la narración–, y en el que cabría retener su manejo del plano secuencia –uno de sus más valiosos rasgos como realizador– o la presencia de gags muy divertidos –la horrorosa dentadura que aplican al padre de la francesa que les cede su local para realizar la fiesta; la secuencia entre Hogan, Locke y el falso muerto en el depósito; el plan urdido para que el personaje que encarna Kovacs quede finalmente detenido y pueda desarrollarse la celebración–. Entre este catálogo de aciertos, no sería justo dejar de referir que, pese a encontrarnos en un terreno aparentemente ajeno a sus ambientes habituales –paulatinamente ampliado de registros en el desarrollo posterior de su obra–, Quine demuestra una vez más su facilidad para insertar elementos del denominado “musical sin danza” –el instante, casi coreográfico, en que Lemmon descubre junto a sus soldados, la fórmula para poder escapar de las sospechas de Locke–, cerrando su metraje un gran plano general, festivo pero extraño al definirse en blanco y negro. En él, se describirá esa celebración en la que todos de alguna manera quieren olvidar sus picarescas, encontrar sus relaciones –incluso las de un condescendiente y solitario coronel Rousch–, que puede definirse como una de las más singulares fiestas cinematográficas ofrecidas por el género entre las muchas –y algunas célebres–, que se sucederán a lo largo de este maravilloso periodo para la comedia norteamericana.



IV – ROMANCE EN HONG KONG: “EL MUNDO DE SUZIE WONG” (1960)

Desde la segunda mitad de la década de los 50, en el cine norteamericano cobró fuerza el rodaje de diversos melodramas descritos en ámbitos orientales. Desde La colina del adiós (Love Is a Many–Splendored Thing, 1955. Henry King), hasta Sayonara (ídem, 1957. Joshua Logan), pasando por algunas comedias inscritas en dichas coordenadas. Serían en su momento producciones destacadas en su cromatismo, apostando por una mirada tan sensual, como revestida de exotismo, y ofreciendo por lo general, argumentos que tenían como base central el contraste y oposición de mundos. Acaparadoras de considerable éxito cuando se estrenaron, no es menos cierto que pronto fueron despachadas como productos caducos. El paso del tiempo creo que las ha devuelto a una justa consideración, en la que cabría incluir El mundo de Suzie Wong, que podría considerarse casi como un testamento de dicha vertiente.

Al mismo tiempo, se trata de una película claramente inserta en las coordenadas que hicieron de Richard Quine uno de los más valiosos cultivadores de la comedia romántica de aquellos años. Quizá no nos encontremos ante una de las cimas de su cine –al propio director, por lo general bastante autocrítico con sus películas, no lo satisfizo demasiado su resultado–. Sin embargo, aunque suponga un relato que no escapa a ciertas convenciones a este subgénero, hay suficientes elementos, para destacar esta adaptación de la novela de Richard Mason, llevada a la escena en 1958 por parte de David Merrick, a partir de la adaptación de Paul Osborn, y transformada en guión de la mano de John Patrick. Del mismo modo, nos encontramos ante el primero de los títulos rodados por nuestro director en el seno de la Paramount, tras su larguísima y fructífera implicación con la Columbia, aunque se llevara para sí elementos ya habituales de su equipo, como el compositor George Duning –que le brindaría uno de sus scores más apreciados–. Junto a ello, en su ficha técnica y artística, destacarán técnicos e intérpretes británicos, como el director de fotografía Geoffrey Unsworth –uno de los grandes aliados del director a la hora de captar en su iluminación en color el abigarramiento pictórico de Hong Kong–, o la presencia de solventes intérpretes, como Sylvia Sims y Michael Wilding.



Robert Lomax (William Holden), ejecutivo en crisis, ha decidido arriesgar una vida aburrida y carente de sentido, viajando hasta Hong Kong, e intentando poner en valor su vocación como pintor. A su llegada, y antes de encontrar el misérrimo hotel en el que se alojará, tendrá su primer encuentro con una joven nativa, quien le señalará procede de una rica familia, para casarse con un acomodado muchacho. Pese al deseo del recién llegado de prolongar su contacto, esta desaparecerá, aunque el destino le hará descubrir que se trata de una prostituta –Suzie Wong (Nancy Kwan)–, que tiene su modus operandi, en el tugurio situado justo al lado del hotel. Pese al conflictivo reencuentro, pronto se establecerá una extraña relación entre ambos. Por parte de Suzie, se adivinará una inmediata fascinación hacia Lomax, que inicialmente solo desea que ejerza como modelo suyo. A partir de ese momento, se irá engarzando un singular e intenso romance entre ambos, entorpeciendo el mismo la británica Kay O’Neill (Sylvia Sims), hija del banquero que ha ayudado al protagonista, quien se encaprichará de este desde su primer contacto, llegando a ayudarle con el intento de venta de sus lienzos. También se acercará hasta Suzie el acaudalado Ben Marlow (Michael Wilding), quien en apariencia le señalará estar dispuesto a divorciarse de su esposa, aunque en realidad utilice a la joven como distracción ante la crisis de su matrimonio. Ambas situaciones, irán complicando la relación entre Lomax y Suzie, descubriendo el primero que las huidas de la muchacha ocultan en realidad que tiene un pequeño hijo, al que dedica todos los esfuerzos y el dinero que gana por practicar la prostitución. Poco a poco, irán derribándose los obstáculos, pero un hecho trágico pondrá a prueba la estrecha relación que se ha ido forjando entre ambos, cuando las diferentes barreras y prejuicios establecidas, se vayan disipando.

Son varios los elementos que otorgan el grado de interés a este atractivo melodrama. De entrada, una vez más, la capacidad atractiva de su inicio, unido a la belleza del tema central de su banda sonora, permitirá al realizador brindarnos, mientras se suceden los títulos de crédito, una serie de apuntes, introduciéndonos en la vocación del protagonista –iniciará dibujos de pintorescos personajes, que encuentra en su trasbordo en un viejo buque–, al tiempo que nos mostrará el primer –y esquivo– encuentro con una Suzie, que simulará una distinguida procedencia, poniendo incluso al protagonista en una incómoda situación. Muy pronto, se hará extensiva la mirada de Quine hacia la ciudad de Hong Kong, revestida de fascinación, sin esquivar en ella todo lo que aquel abigarrado lugar tiene de miseria, e incluso de cuestionables comportamientos. La disparidad de cultura, incluso el hacinamiento –algo vigente en unos tiempos en los que la tragedia del Covid-19 ha marcado nuestras vidas–, será descrito por medio de una cámara que discurrirá a lo largo del metraje, contemplando esos sucios mercados callejeros, esas enracimadas e inhumanas viviendas, ubicadas en una angosta montaña, comunicadas por intrincados recovecos, y en una de las cuales se encontrará el hijo oculto de Suzie –descrito en un instante de gran intensidad–. O el episodio de la comida de Robert y Nancy en un cochambroso y concurrido restaurante, situado en otro de los barcos que abarrotan el puerto de Hong Kong. Nuestro realizador, ayudado por la elegancia de su cámara, el cromatismo de la fotografía de Unsworth y, en ocasiones, la capacidad de sugerencia del fondo sonoro de Duning, compone uno de los documentales más hermosos y, al mismo tiempo, aterradores de aquel singular enclave, erigiéndose dicha urbe como el auténtico protagonista de la película. A través de sus calles, viviendas y lugares típicos, se articula ese enfrentamiento de mundos –uno de los temas esenciales del cine del realizador–, instaurándose este con considerable fuerza.


“El mundo de Suzie Wong” es una película claramente inserta en

las coordenadas que hicieron de Richard Quine uno de los más

valiosos cultivadores de la comedia romántica de aquellos años



Todo ello aparece en una película a la que, cierto, le sobran algunos minutos de metraje. A la que se le puede achacar, del mismo modo, cierto coqueteo juguetón en torno a la descripción de los modos de trabajo de Suzie y sus compañeras. Sin embargo, creo que son objeciones menores ante una película que aparece como el inicio de una nueva corriente de la comedia romántica, que en Paramount tendría una expresión más rotunda y acabada al año siguiente, con la extraordinaria Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961. Blake Edwards). Una propuesta, en la que Quine brindará en numerosas ocasiones su destreza para introducir elementos de comedia en un contexto melodramático –ese gato, mascota del hotel en el que Lomax se alojará, al que le da comida su dueño con palillos; o la paliza, modulada con fondo musical, que este, en pijama, propinará al marino que ha agredido a Suzie, logrando al mismo tiempo distender el aura dramática de la secuencia precedente–. O el propio protagonismo de William Holden, cuyo personaje en crisis, no deja de aparecer, casi, como un precedente, del guionista sin inspiración, que protagonizaría la posterior Encuentro en París.

En cualquier caso, lo mejor, lo más perdurable de este sensible melodrama, reside, una vez más, en la eterna delicadeza de la puesta a punto por su realizador, capaz de trascender las convenciones de su base dramática, logrando que esas secuencias intimistas “a dos·, que esos tiempos muertos, adquieran una inusitada intensidad. Serían numerosos los momentos a destacar a este respecto, en medio de una planificación medida y, al mismo tiempo, llena de espontaneidad y musicalidad. Sin embargo, no puedo dejar de resaltar la escena en la que se consumará la pasión de la pareja protagonista, descrita con un pudor, una elegancia, y una sensualidad absolutamente arrebatadora, y que habría que situar como uno de los pasajes más inolvidables del conjunto de su obra.

V – AMOR A LA HORA DEL TÉ: “LA MISTERIOSA DAMA DE NEGRO” (1962)

El placer que produce La misteriosa dama de negro surge del hecho de que las mejores propiedades de Richard Quine como realizador se manifiestan en esa capacidad para la delicadeza, la ensoñación, describiendo sus imágenes las dificultades que genera cualquier relación amorosa. Esa propiedad para alcanzar un delicioso feeling en esta ocasión se plantea en el contexto de un relato de tratamiento policiaco. Un marco especialmente frecuentado en aquellos modos de comedia –ese mismo año Frank Tashlin apostó por esa misma vertiente genérica en la estupenda ¿Qué me importa el dinero? (It’s Only Money, 1962) y, muy pocos meses después, Blake Edwards adoptaría idénticos parámetros en su igualmente magnífica La pantera rosa (The Pink Panther,1964).



Unido a ello, cabe destacar uno de los elementos más frecuentados dentro de la comedia de aquel tiempo, como es la mirada elegida al plantear muchos de sus argumentos en escenarios europeos. Paris siempre se llevó la palma, pero, tras ella, fue Londres el ámbito más reiterado en este contexto. Es precisamente la capital británica –retratada además a través de uno de sus barrios arquetípicos– el marco en el que se desarrollará su argumento, siendo de destacar ya en primer lugar, la percepción de asistir a una magnífica y, sobre todo, muy creíble ambientación british. Los escarceos que la película destina al cine de misterio parecen emanar de cualquier cinta inglesa de la materia, adquiriendo una extraña sensación de autenticidad, y siempre partiendo de la base de asumir los clichés cinematográficos generados en su contexto. Es precisamente en dicho ámbito donde cabe destacar algunas de las mejores virtudes del cine de Quine. Es decir, una mirada quizá externa en torno a los géneros tradicionales –epicentro de la inmediatamente posterior y excelente Encuentro en París–. En ellos incorporó un cariño y una sensibilidad que tienen sus mejores momentos en esos tiempos muertos donde sus personajes conversan, se expresan con los movimientos de sus cuerpos en el encuadre, trasladando al espectador esa sensación de verdad cinematográfica que ha logrado traspasar la barrera del tiempo.

Pese a que siga encontrando opiniones que cuestionan la valía de esta película, lo cierto es que esta me parece un auténtico placer. Uno de los ejemplos más valiosos, divertidos y sensibles de un modo de hacer comedia, que sigue manteniendo absoluta vigencia. Algo que se manifiesta desde los primeros instantes, en los que el realizador pone en práctica su incomparable sensibilidad tras la cámara, con un arrebatador y divertido inicio, arrebatando el inmediato interés del espectador. Desde esos instantes, tendrá un doble aliado en la estupenda fotografía en blanco y negro de Arthur E. Arling, y el magnífico contrapunto musical brindado por George Duning, en la última colaboración del realizador con dicho compositor. Desde ese preludio, en la combinación que en sus primeros instantes se ofrece de ese marco evocador y al mismo tiempo lleno de vecinos chismosos, el director pone en práctica un estupendo guión –firmado por Blake Edwards y el también experto Larry Gelbart–, que supone un asidero más que sólido para esa magnífica combinación de comedia romántica y relato policiaco, tamizada de toques humorísticos de primera ley. No es la primera ocasión en la que se habla –Tomás Fernández Valentí lo destacaba en esta revista allá por 2003– del equilibrio entre ambos factores, planteado en el conjunto de una película que carece de baches de ritmo –quizá la resolución de la intriga contenga una cierta tendencia al artificio–, y de la que destacaré,  ese placer intenso que proporcionan los recovecos establecidos en la relación entre Carly Hardwicke (Kim Novak) y el agente de la embajada norteamericana Bill Gridley (Jack Lemmon). Una exteriorización que, con su mera expresión mostrada en esta película, debería bastar para situar a Quine en el centro de los grandes románticos del cine norteamericano de su tiempo.



Desde el primer momento, utilizando la imagen cinematográfica que el espectador albergaba sobre sus protagonistas –esos planos destacando la espalda de la Novak–, el realizador demostró encontrarse en un estado de especial inspiración, mostrándose implicado en la relación de su pareja, imbricando en ella los elementos de intriga y, sobre todo, introduciendo al irresistible personaje del embajador Ambruster –un memorable Fred Astaire– que, de alguna manera emparenta esta película con la inmediatamente precedente Uno, dos, tres (One, Two, Three, 1961. Billy Wilder), secundando esa tendencia antes señalada en la que unos y otros realizadores, retomaban ideas planteadas previamente en títulos de sus compañeros, y logrando con ello una sensación de asistir a un conjunto de muestras, más unidas de lo que a primera vista podría parecer. A partir de ahí, son diversos los senderos que en La misteriosa dama de negro nos lleva a un absoluto disfrute como espectador, y a la sensación de asistir a un título que debería sobrellevar a estas alturas la condición de –aún no demasiado reconocido– clásico del género.

A partir de dicha circunstancia, destacaremos el excelente aprovechamiento escénico del interior de la casa en la que reside Carly, mostrando momentos tan impecablemente planteados y resueltos, y con tanta magia, como la persecución nocturna de Gridley a un previsiblemente siniestro personaje. Resulta modélica la evolución en el punto de vista de este, con una mirada cercana a la iconografía del cine de terror, hasta comprobar con emoción que se trata de un sacerdote –interpretado por el gran Henry Daniell–. Es en momentos como ese donde uno puede disfrutar y emocionarse con las inflexiones, el cariño hacia sus personajes y el virtuosismo de un realizador que –en esta película lo demuestra plenamente– sabe manejar los resortes del lenguaje cinematográfico, con un estado de inspiración poco frecuente. Es algo que se manifiesta en las secuencias desarrolladas en el interior de la vivienda de Carly, dotadas de un magnífico juego escenográfico. En el equilibrio con que se van insertando los componentes humorísticos. En la presencia de Fred Astaire durante aquellas secuencias en las que se sitúa en segundo plano. En el uso de la elipsis, que nos evita con elegancia un seguimiento cartesiano de su trama, o incluso poder apreciar citas cinematográficas tan evidentes como admirablemente insertadas, que van desde el plano con el sumidero que evoca a Psicosis (Psycho, 1960. Alfred Hitchcock), o incluso ejerciendo como preludio de la ya citada La pantera rosa, mostrando la breve secuencia en la que Jack Lemmon se sitúa encima de una piel de oso ubicada a modo de alfombra, pasando por la excelente evocación del slapstick mudo que propician sus secuencias finales, coreografiadas como un inesperado ballet cómico, y rematadas con una panorámica final que desprecia la conclusión del peligro final del relato, hasta confirmar el hecho de que nos encontramos ante una monumental farsa cinematográfica. Un relato, una búsqueda de dos horas de placer en la que, entre líneas, se habla de la dificultad que existe entre los seres humanos para apostar por sus sentimientos, adquiriendo casi seis décadas después de su estreno ser considerada una de las grandes comedias policíacas de la primera mitad de los sesenta. Como sucedería posteriormente con Charada y La pantera rosa, la fórmula imbricó en este uno de los grandes films de Quine un grado de inspiración pocas veces superado. Su siguiente película –Encuentro en París– ahondaría en esa mirada en su visión cáustica y distanciada del cine de género y las convenciones de Hollywood vigentes hasta aquellos tiempos de transformación, unido a su visión tan evanescente y por momentos intensa de las relaciones humanas.



VI –  SEXO, ENREDOS Y SLAPSTICK: “LA PÍCARA SOLTERA” (1964)

Odio esta película y odio a su director”, señaló poco tiempo después de su rodaje Henry Fonda de esta película. El desaparecido José María Latorre no dudó en 198, en considerarla “una de las comedias más estúpidas y toscas de la época”. Comentaristas como Jorge de Cominges o Edmond Orts, no dejaron de defenderla como una de las grandes comedias de su tiempo. He de reconocer que me adscribo por completo a esta última tendencia, no mayoritaria, a la hora de valorar esta delirante La pícara soltera, a mi juicio la última de las grandes películas firmadas por Richard Quine, por más que me gusten bastante las posteriores Cómo matar a la propia esposa, e incluso la ignota y siempre menospreciada Oh Dad, Poor Dad, Mamma’s Hung You in the Closet and I’m Feelin’ So Sad. En esta ocasión, casi desde sus primeros fotogramas, vivimos el hecho de asistir a una comedia rodada en auténtico estado de gracia, provista de un envidiable ritmo interno, y ante la que intuyo que Quine quiso ensayar, lo que podríamos denominar la “comedia total”, aspecto este que estuvo muy cerca de conseguir.

En la redacción del semanario “Stop” –considerado el más vil del mercado: un planteamiento que casi cuatro décadas después, retomaría Peyton Reed, en la muy agradable Abajo el amor (Down with Love, 2003)–, se felicitan por el éxito logrado, en el denigrante reportaje publicado contra la joven doctora Helen Brown (Nathalie Wood), que acaba de escribir todo el best seller “Sex and the Single Girl”, avalando la liberación de la mujer americana. En medio del consejo de redacción, su joven y arribista editor –Bob Weston (Tony Curtis)– promete profundizar con los instintos más rastreros en la exitosa psicóloga. Para ello, no dudará en asumir los lamentos que exterioriza su maduro vecino –Frank Broderick (Henry Fonda)–, exitoso representante de lencería femenina, y eternamente enfrentado a su celosa e irascible esposa –Sylvia (Lauren Bacall)–. Así pues, trasladando la sintomatología del auténtico Broderick, Weston suplantará su personalidad, relatando a Helen como paciente su problemática. Pero lo que podría suponer el inicio de un ataque periodístico hacia la, en el fondo, insegura psicóloga, pronto se transformará en una atracción mutua. Ese acercamiento, escamoteado tras las máscaras de sus respectivas actuaciones, irá in crescendo, hasta llegar a un clímax en el que los sentimientos compartidos confluirán en una alocada persecución.


“La pícara soltera” es una comedia rodada en auténtico estado de gracia, provista de

un envidiable ritmo interno, y ante la que Quine quiso ensayar, lo que podríamos

denominar la “comedia total”, aspecto este que estuvo muy cerca de conseguir



La pícara soltera, parte del éxito editorial firmado por la periodista de “Cosmopolitan” Helen Gurley Brown, cuyos derechos fueron comprados, articulando el engranaje de esta desinhibida comedia, que tan solo asumió el título de dicha novela, en el material de base planteado por Joseph Heller y David R. Schwartz, a partir de una historia de Joseph Hoffman. Lo cierto es que, con ella, Quine se enfrentó a la que podría considerarse su comedia más ambiciosa. También, una de las más valiosas de su filmografía, apareciendo entre las muestras más rotundas de aquellos años ya seminales para el último gran periodo del género. Como será habitual en su director, el relato se iniciará de manera muy atractiva, musicalizando la llegada de Bob Weston, y los ritos del conjunto de ejecutivos del semanario “Stop”, antes de la llegada de su jefe, encarnado por el impagable Edward Everett Horton. Esa destreza con la cámara se adentrará en el elemento satírico, describiendo los bajos instintos de los responsables de la revista, y dejando las cartas al descubierto en su querencia hacia el cine de un realizador, por el que nuestro director nunca ocultó su admiración: Billy Wilder. Es algo que no solo tiene su referencia concreta, en el divertido –aunque poco verosímil– private joke, comparando a un travestido Curtis con el Jack Lemmon de Con faldas y a loco (Some Like It Hot, 1959. Billy Wilder). No olvidemos que, ese mismo año, Wilder acusaba uno de los mayores fracasos de su carrera, con una de sus más atrevidas realizaciones: Bésame, tonto (Kiss me Stupid, 1964). Esa sintonía, que definió los devaneos en la comedia por cuantos cineastas se especializaron aquel tiempo en este género, es asumido aquí por Quine con una extraña simbiosis de corrientes y estilos, engarzados en esta ocasión con una admirable precisión, dentro de un conjunto que destila en todo momento, esa sensación de felicidad colectiva, de todos cuantos formaron parte de su cuadro técnico y artístico –más allá de las protestas de Fonda quien, por cierto, resulta magnífico, en su rol de veterano marido en crisis–. En La pícara soltera no faltan esas canciones descritas por su director, a modo de número musical, en sendos números interpretados por Fran Jeffries quien, un año después, se convertiría en la tercera de sus cuatro esposas. Números que, en ocasiones, llevarán la presencia de Count Bassie y su orquesta, cantando uno de ellos el tema que da título a la película, de las que fue autor el propio director, y otro, realmente desternillante, describiendo la celebración del décimo aniversario de los Broderick. Es cierto que, en algunos instantes, Quine parece asumir determinados detalles del cine de Jerry Lewis –esos planos en los que los actores congelan sus gestos–, y en otros asume a modo de homenaje, los postulados de la screewall comedy, tamizado por esa mixtura de relaciones equívocas, expresadas en esta ocasión, con mayor franqueza. O, incluso, con hilarantes ocurrencias, con esa inesperada llamada de Helen, superada por los acontecimientos, a su madre, para pedirle consejo.

Al mismo tiempo, observaremos rasgos intrínsecamente ligados al cine de su director. Aspectos como la movilidad y elegancia tras la cámara. La utilización de los objetos –en especial, el mobiliario y los objetos artísticos del despacho de la psicóloga–. El especial cuidado dispuesto en los personajes secundarios –la secretaria de Helen, modificando constantemente su aspecto exterior, tras ir leyendo, en sucesivas ocasiones, el libro de su jefa–. Como no podía ser de otra manera, también estará presente ese intimismo característico de su cine, centrado en la joven pareja protagonista, que tendrá su máxima expresión, en la sincera declaración de amor de Weston hacia la psicóloga –quizá el instante más hermoso del relato–, cuando esta se encuentra totalmente ebria, lo que no evitará que, en un inesperado momento de lucidez, Helen lo expulse de su casa.



En cualquier caso, si por algo destaca especialmente el film de Quine, señalado ya en su intento de formular una comedia “total”, estriba en su querencia por recuperar los elementos habituales en el slapstick. Es cierto que, en títulos precedentes de su filmografía, esta circunstancia estaba ya presente. Sin embargo, esa inclinación se hace patente de manera muy especial en episodios tan divertidos como el intento de suicidio de Weston, falsamente provocado, para llamar la atención de la psicóloga, y que culminará de manera inesperada, exteriorizando esta su histerismo. Lo hará, fundamentalmente, en esa delirante catarsis que planteará la múltiple persecución en la autopista que, si bien retoma algunos elementos, a la descrita en la inmediatamente precedente El mundo está loco, loco, loco, loco (It’s a Mad Mad Mad Mad World, 1963. Stanley Kramer), poco a poco irá cobrando vida propia, erigiéndose como un homenaje al burlesco norteamericano, plasmando al mismo tiempo lo caprichoso de las relaciones humanas, en medio de un nonsense de extraordinaria efectividad.

Todo en La pícara soltera rezuma la extraña felicidad de un modo de entender el género, lamentablemente perdido para siempre. Lo transmite la entrega de unos intérpretes, que se suman con gozo a una farsa tan gratificante. Es elegante como la fotografía en luminoso color del veterano Charles Lang. Fresca, como la banda sonora del entonces emergente Neal Hefti. Chispeante, como contemplar inesperadamente a Mel Ferrer bailando al compás de una música de fondo. Fueron todos ellos, elementos que Richard Quine articuló con mano maestra, cuando ya se situaba a punto de cerrar una década prodigiosa, que lo entronizó como uno de los renovadores de la comedia americana. Y fue muy poco antes de descender por una de las pendientes más tristes e incomprensibles de la historia del cine. Quede esta película, y cuantas le precedieron, llenas de gran interés, para acreditar el buen pulso de un artista sensible quien, en no pocos momentos de su andadura, llegó a rozar la gloria, y que, a un servidor, siendo aún adolescente, le brindó no pocos momentos de placer como espectador. Gracias por ello.

Juan Carlos Vizcaíno Martínez

(1) «Un extraño en mi vida. Pasión e infelicidad en la arquitectura del amor.»  Juan Carlos Vizcaíno Martínez. Abril 2020.