Y SUPO SER MADRE

en Clásicos/En busca del cine perdido por

Henry King (1925)

Cuando Henry King recibe el encargo de parte de Samuel Goldwyn para asumir la primera adaptación cinematográfica de la novela de Olive Higgins Prouty “Stella Dallas”, conviene recordar que disponía ya de un nombre en la industria de Hollywood. Sobre todo, debido al enorme éxito de Tol’able David (1921), que consolidó una andadura, prolongada hasta inicios de los sesenta. Así pues, Y supo ser madre (Stella Dallas, 1925), propone un relato en el que la vertiente melodramática se aúna con una clara pátina de crítica social, que tendría su continuidad en el brillante y conocido remake sonoro, dirigido por King Vidor en 1937. Por vez primera, la gran pantalla será la receptora de esa historia de rechazo hacia la joven Stella (Belle Bennett). Una mujer tan frívola en sus elementos exteriores –sobre todo en la manera en la que utiliza un vestuario llamativo y estridente– como, en última instancia, devota madre. Stella se casará con el joven Stephen Dallas (Ronald Colman), miembro de buena familia, viviendo este la deshonra de tener un padre malversador, que se suicidará en los impactantes primeros instantes de la película. Destacará un contexto demostrativo de su carácter emprendedor en lo laboral; muy pronto se integrará como director de una fábrica, y tiempo después, será enviado a trabajar a Nueva York. Stephen demostrará también ser un hombre elegante y educado, pero, al mismo tiempo, débil de carácter, exteriorizando de manera paulatina su incapacidad para recuperar a Stella en su contexto, dejándose derivar por un sendero de esfuerzo laboral, aunque ello suponga alejarse del universo de su por momentos extravagante esposa. La pareja tendrá una hija, que quedará al mando de su madre, cuando Stephen atienda la oferta laboral que le enviará a la ciudad de la gran manzana. En ello influirá el inocente coqueteo de su esposa con el poco recomendable Ed Munn (Jean Hersholt), tan inofensivo en su actuación, como demasiado dado a la bebida. El tiempo irá pasando, y Stephen se acercará a su antigua prometida –Helen Morrison (Alice Joyce) –, una vez esta haya quedado viuda, viendo en ella esa tranquilidad y delicadeza que siempre habrá encontrado ausente en su esposa. Mientras tanto, Stella se mostrará por completo renuente a concederle el divorcio, al tiempo que protectora en torno a su joven hija. Los años se irán sucediendo, y Laurel Dallas (Lois Moran) se convertirá en una hermosa y distinguida joven, que en algunos momentos demostrará la huella de su padre –su desapego al vestuario recargado, que su madre quiere prolongar en ella–, prefiriendo siempre una mayor sobriedad en esta vertiente.



Pese a ello, Stella no dudará en proporcionar lo mejor para la muchacha, enviándola a un distinguido colegio y, en los periodos vacacionales, acudiendo ambas a instalaciones caracterizadas por acomodados residentes, al objeto de introducir a Laurel en sociedad. Fruto de ello, la joven conocerá y se enamorará del apuesto y distinguido Richard Grosvernor (Douglas Fairbanks Jr.), aunque Stella comprobará con horror que su propia presencia es objeto de mofa por parte de los hospedados. Nuevos detalles irán aumentando la distancia entre madre e hija. En el cumpleaños que se organizará en torno a la segunda, no acudirá ninguno de sus compañeros y, muy poco después, se confirmará la decisión de la puritana responsable del colegio en el que estudia de expulsar a la muchacha. Este cúmulo de circunstancias propiciará que Stella decida trasladar a Laurel al entorno de su padre y la enamorada de este, configurándose una creciente catarsis, en la que su intención de propiciar el divorcio con su esposo irá de la mano con el deseo de Laurel de retornar con su madre. Ello llevará a su progenitora a un sacrificio radical, simulando su intención de casarse con el alcoholizado Munn, fundamentalmente para favorecer con ello que su hija se refugie en el entorno de su padre y su nueva esposa y, sobre todo, pueda casarse con Richard, alcanzando un rango social que, en modo alguno, lograría manteniéndola a su lado.

De entrada, si algo destaca en esta atractiva película es esa capacidad descriptiva, acertando en la variada gama de ambientes que aparecen a lo largo de su metraje. Desde la ligereza romántica de la secuencia inicial, la gravedad del suicidio del padre de Stephen –descrito además de manera elíptica–, lo cierto es que el conjunto de Y supo ser madre oscilará a la hora de describir el contexto obrero y descuidado que representa Stella, en contraposición con las circunstancias que dominan el mundo de Helen Morrison, o esa propia residencia vacacional, con la que la madre intentará introducir en sociedad a su hija, conociendo allí a Richard. En medio de ese contraste, Henry King mostrará soluciones narrativas de gran modernidad, como la utilización de ese diario que se le regala a Laurel en su cumpleaños, sirviendo como hilo conductor de las elipsis que se sucederán en el relato.


De entrada, si algo destaca en esta atractiva película es esa capacidad descriptiva,

acertando en la variada gama de ambientes que aparecen a lo largo de su metraje



Al mismo tiempo, King destacará por la brillantez del juego interpretativo de sus actores, destacando en ello la intensidad que brindará Belle Bennett, capaz en su performance de resultar estridente, frívola, entregada y sensible, casi de un plano a otro, y otorgando la debida profundidad, a un personaje proclive a los peores excesos. Como prolongación a dicho enunciado, pienso que lo mejor de esta notable Y supo ser madre se encuentra en la capacidad de su realizador para profundizar en la intensidad de los resortes del melodrama, especialmente en secuencias dominadas por planos largos, en los que la interacción por lo general de dos actores adquiere una extraordinaria fuerza dramática. Fruto de ello, aparece ese plano largo en el que Stella y Laurel se encuentran junto a la mesa donde se va a celebrar el cumpleaños de la segunda, y en la que, intentando restar importancia a la ausencia de invitados, se hundirán finalmente en una desolación compartida. O el encuentro entre Stella y Helen en la mansión de la segunda, donde, de manera inesperada, se establecerá una extraña complicidad entre ambas. O el instante confesional entre Stephen y su nueva esposa, interpretando esta la decisión de Stella de casarse con Munn, pensando –con gran sentido de la intuición– que ello se ha producido, únicamente por separar a su hija de su entorno vital.

Sin embargo, como buen melodrama que se precie, nada resultará más conmovedor que esa secuencia, casi surrealista ateniéndonos a la realidad, desarrollada en el contexto de la boda de Laurel y Richard. Unas nupcias celebradas en el interior de una lujosa mansión, en medio de una copiosa lluvia, dejándose ciertas ventanas abiertas por orden de Helen, quizá intuyendo que la madre de la muchacha podría contemplar dicha ceremonia. No se ha equivocado. Desde una reja, emocionada, y pese a las advertencias de un policía, Stella Dallas ratificará, orgullosa, cómo su sacrificio –alejar a su hija de su entorno–, ha servido para introducirla en esa sociedad que, de manera cruel, ha decidido excluirla de la misma. Con la serenidad que ya era norma de su estilo, Henry King articulaba un drama intenso, descrito con maneras elegantes, pero al mismo tiempo llenas de fuerza.

Juan Carlos Vizcaíno Martínez


USA, 1925. T.O.: “Stella Dallas”. Director: Henry King. Productor: Samuel Goldwyn. Guión: Frances Marion, basado en la novela de Olive Higgins Prouty. Fotografía: Arthur Edeson, en blanco y negro. Música: Herman Rosen. Intérpretes: Belle Bennett, Ronald Colman, Alice Joyce, Jean Hersholt, Beatrix Pryor, Lois Moran, Douglas Fairbanks Jr., Vera Lewis.