Se cumplen sesenta años del estreno de dos grandes obras de Mikio Naruse, Hijas, esposas y una madre y Cuando una mujer sube la escalera. Ambas enfocan en una cuestión que vertebraba, de modo predominante, su cine: la circunstancia de las mujeres en la patriarcal sociedad japonesa, sus restricciones y dificultades, relegadas de modo predominante a la condición de esposas o chicas de compañía, limitaciones amplificadas cuando se convertían en viudas, como exploran desde diferentes ángulos ambas obras.
Sus títulos, de modo explícito o alegórico, concentran las funciones o posiciones con las que forcejeaban, o a las que se resignaban. Varías de las obras posteriores reflejan también en sus títulos esa cuestión conflictiva vertebradora de su cine: Como esposa, como mujer (Tsuma to shite onna to shite, 1961), El lugar de la mujer (Onna no za, 1962) o La vida de una mujer (Onna no rekishi, 1963), como también títulos previos, Madre (Okasan, 1952), Esposa (Tsuma, 1953) o Una mujer indomable (Arakure, 1957), adaptación de una novela de Shosei Tokuda, en la que Naruse encontró la base que buscaba para realizar una película sobre una mujer de firme voluntad que no dejara de resistirse a la doma y los constreñimientos que la tradición japonesa ejercía sobre la mujer. Dadas las restricciones de acceso y oportunidades en el escenario laboral, la consecución de la independencia económica para la mujer resultaba más ardua. Se veían confinadas primordialmente a los ámbitos domésticos o recreativos. Hijas, esposas y una madre y Cuando una mujer sube la escalera se centran, respectivamente, en cada uno de esos ámbitos.
La construcción del texto, como del subtexto, de las obras de Naruse se configuraban en forma de círculos concéntricos. La reflexión sobre la circunstancia de la mujer en la sociedad implicaba una reflexión sobre la misma familia, y la sociedad en un sentido amplio (como sus narraciones se despliegan, o escancian, de modo gradual como una línea de puntos que perfila un dibujo preciso). La atención a la circunstancia de la mujer se puede equiparar a la atención a la fisura que trasluce y constata los desajustes o las inconsistencias de un sistema. El estado de viudez de la mujer ponía en evidencia de modo más acentuado los despropósitos. En Tormento (Midareru, 1964), por ejemplo, la viuda atiende el comercio minorista que es propiedad de la familia del marido, pero su futuro queda expuesto a la intemperie cuando el hermano menor de su marido piensa en vender el terreno para que se construya un supermercado. La equiparación resulta sangrantemente elocuente.
“Hijas, esposas y una madre”
“Los vínculos familiares son lo más importante, pero los parientes somos unos extraños”, dice uno de los cinco hijos (tres hermanas y dos hermanos) que, junto a la madre, Aki (Aiki Mimasu), conforman el protagonismo coral, como flores de un racimo (como suele ser tónica frecuente en el cine de Naruse), de Hijas, esposas y una madre (Musuma tsuma haha, 1960), una obra que, como indica el título, sobre todo se centra en las consecuencias que deparan sobre las mujeres unas enquistadas tradiciones.
En la proyección de una película familiar, las imágenes se aceleran cuando se ve a Kazuko (Hideko Takamine), esposa del hijo mayor, Yuichiro (Masayuki Mori), realizar sus tareas domésticas, lo que crea un efecto cómico, cual escena de un slapstick, que suscita la risa de los familiares, y el agobio de ella. En otras escenas rodadas, en una excursión al campo, las parejas realizan escenificaciones amorosas cual juego de niños, o se manipula las apariencias, con el montaje, como si se ideara un melodrama (como apunta un personaje). Representaciones, distorsiones patéticas o maliciosas, de y sobre la vida doméstica y las relaciones sentimentales, ambas superficies capciosas, como la misma luminosidad y el vibrante cromatismo en Cinemascope. Ambas unas pantallas que ocultan amarguras, decepciones y relaciones cuyas sonrisas aparentes pueden convertirse fácilmente en un gesto indiferente o en una petición interesada.
“Hijas, esposas y una madre” es una obra que, como indica el título,sobre todo se centra en las consecuencias quedeparan sobre las mujeres unas enquistadas tradiciones |
El efecto cómico de esas imágenes aceleradas pone de manifiesto la vertiente grotesca de una vida insatisfactoria, relegada a una función impuesta que no deja de ser una ficción inconsistente, ridícula. Kazuko reconoce que no sabría qué hacer si se separara, no tendría a dónde ir. El desvalimiento se amplía con la consciencia de que lo que no se quiere ser parece la única opción para sentir la seguridad de la previsión. Más allá de una vida que no quiere, no hay sino el desamparo. Es una prisionera. Los contornos de su realidad, cual barrotes, son los de su hogar. Irónicamente, el desarrollo del relato evidenciará qué frágiles son los contornos que se creían firmes y seguros. Los hombres, por su parte, se ajustan a un molde sin tanta gravedad, dada su posición de privilegio. Yuichiro responde al prototipo de hombre que hay noches que llega tarde porque disfruta de ciertos placeres, con otras compañías, en ciertos locales. Reiji (Akira Takarada), el hermano pequeño, fotógrafo, también comienza a realizar sus devaneos con modelos, de lo que no deja de percatarse su esposa.
Sanae (Setsuko Hara) ha abandonado su casa tras discutir con su esposo, pero la muerte de este le coloca en una situación que suele ser delicada en el cuadriculado escenario de roles de la sociedad japonesa. Las viudas, como las madres, son componentes que se pueden convertir en perturbaciones, en apósitos incómodos, porque hay que mantenerlas. Integrarse en el ámbito laboral resulta complicado. Sus opciones podrían ser sirvienta o dependienta, que ya indican cuál sería su posición y función. Sirve y depende de. Pero Sanae, por el momento, aún dispone de cierto dinero, gracias al seguro de su esposo muerto. Y no quiere convertirse en carga ni apósito, por lo que decide formalizar su estancia a través del pago de un alquiler, como así hará en el hogar que su madre comparte con Yuichiro, Kazuko y el hijo de estos. Sanae, aún más, decide no compartir habitación con la madre, sino ocupar la que era habitación de la sirvienta. Es consciente de con qué posición se equipara su circunstancia de viuda (y que solo un niño, como su sobrino, es capaz de explicitar).
La ironía es que Sanae se convertirá en la solución conveniente para las precariedades de otros, ya que le pedirán dinero prestado en varias ocasiones. Primero, Yauchiro le solicita la mitad de su dinero, por las contrariedades de unas malas inversiones en la empresa de un tío de Kazuko. Después, la segunda hija, Kaoru (Mitsuko Kosaburo), otra suma para poder alquilar un apartamento con su marido y, de ese modo, librarse de la presencia de su suegra. Y, por último, cuando se revele que Yuichiro hipotecó la casa (cuya tercera parte correspondía a la madre, y el resto a los cinco hermanos), que tendrán que abandonar en un mes, Sanae será la única capaz de sacrificarse por su madre cuando, para sus hermanos, se convierta en una figura a sortear. Sanae será capaz de aceptar una propuesta de matrimonio que no desea, porque de ese modo podría acoger con ella a su madre. Aún es más doliente ese sacrificio (elocuente que la actriz sea alguien que parece que tiene incorporada la sonrisa como rasgo expresivo) porque implica truncar la posibilidad de un amor con Shingo (Tatsuya Nakadai), ya que es diez años más joven que ella (y se supone que la sociedad demanda que él busque una mujer que asegure poder darle hijos, y ella ya tiene 36 años). Ambos habían contemplado juntos la estatua de una figura pensante. Ambos acaban convertidos en figuras de piedras por el peso de unas tradiciones que no son sino ideas rígidas, lastres que propician el desperdicio de sus vidas. Sanae es otra de tantas mujeres que quedan atrapadas en sus papeles de esposas o madres, en unas perchas que sangran, aunque forcejeen para liberarse. Sanae había vuelto a sentirse viva al conocer a Shingo, como si se diera a luz a sí misma. Pero bajo la superficie de la luz de una pantalla de vida habitan muchas sombras. Aunque alguna despierte, como Kazuko, y abra una pequeña hendidura en la piedra.
“Cuando una mujer sube la escalera”
El alto de una escalera, paradójicamente, puede ser un callejón sin salida o limbo, ese otro espacio de confinamiento, más allá del ámbito doméstico, en que resistía, y se debatía, la mujer japonesa con la esperanza de encontrar una hendidura en la piedra de un rígido entramado social. “No sientes muchas ganas de subir las escaleras, pero cuando llegas arriba piensas que todo puede ir bien”, dice Keiko (Hideko Takamine), la protagonista de Cuando una mujer sube la escalera (Onna ga kaidan wo agaru toki, 1960). Es una empinada escalera que hace sentir que se cruza una distancia hacia otro mundo. Arriba es donde trabaja, en un club, en el distrito de Ginza, como mama-san (patrona) de chicas de compañía. Ella misma lo es, pero se resiste a ser una más, a ser una chica de tercera categoría, como describe en un momento dado: están las que al acabar la jornada de trabajo se marchan en autobús, las que se marchan andando o las que, como ella, por necesidad económica, deben convertirse en señoritas de compañía de empresarios u hombres ricos para, quizá de ese modo, poder encontrar marido y ascender en la escala social. Esos clubes, durante el día, son como chicas sin maquillar, como también apunta al inicio (sus escuetos comentarios en voice over jalonan la narración). Se podría decir que la describe a ella por oposición, por su trabajo nocturno, por tener que gastar considerables sumas en perfume, en cuidar su aspecto (es una máscara, una actriz, una representación, como esa oscura figura que se insinúa en lo alto de la escalera; una variante de la tradicional geisha; un reflejo en el que no quiere verse).
“No sientes muchas ganas de subir las escaleras, pero cuando llegas arribapiensas que todo puede ir bien”, dice Keiko (Hideko Takamine),la protagonista de “Cuando una mujer sube la escalera” |
Ella se resiste a ser una más, a tener que elegir un marido porque, viuda, prometió ante la tumba de su marido que no tendría relaciones con otro hombre pero, realmente, ante todo, porque no quiere perder esa dignidad que, piensa, toda mujer debe procurar mantener, es decir, no coquetear con muchos hombres, sino esperar a ese hombre especial del que poder enamorarse; una amiga pregunta que cómo puede resistir, aunque sea por aburrimiento; pero Keiko prefiere recurrir a una copita de alcohol antes de dormir, pese a que tampoco sea suficiente, a veces, para contrarrestar la soledad. Esa ansia de independencia, de mantenerse firme en su propósito de lograr materializar lo que ella anhela, y ser fiel a cómo siente y piensa (a no tener que subordinarse a lo que las circunstancias le han determinado, no solo la viudez, sino su condición de mujer en una sociedad configurada para el hombre), se refleja en su propósito de independizarse laboralmente. Quiere ser ella su propia empresaria, por lo que decide montar su propio bar, para lo que busca el apoyo de inversores entre los antiguos clientes, los cuales siguen aspirando a conseguirla, como amante o como esposa.
Los hombres no dejan de decepcionarla. Aquel que, en principio, parece más honesto que el resto (aunque resulte el menos atractivo físicamente) y al que, al fin, llega a aceptar (por necesidad económica, ya que, por añadidura, ha caído enferma) su reiterada propuesta de matrimonio, se revela que realmente estaba casado, y con hijos. Como le confiesa su resignada esposa, que vive en un arrabal que supura intemperie anímica, había convertido las propuestas de matrimonio en una ritualización que le hiciera sentirse valorado (engañar reproduciendo un autoengaño). Aquel al que ella amaba, pese a que le corresponda, no se ve con la suficiente fuerza de carácter para abandonar a su esposa e hijos. Keiko lucha, y seguirá luchando, como ella misma expresa, como un árbol milenario frente al viento frío del norte, frente a las adversidades y contrariedades, y las inconsecuencias de los que la rodean y quieren convertir en materialización (pasajera o duradera) de la pantalla de sus deseos. Seguirá resistiendo en ese escenario que siempre está en lo alto de la empinada escalera, ese escenario en el que su rostro se transfigura, convertido en una voluntariosa sonrisa, para satisfacer a los clientes, para sentir que todo puede ir bien.
Alexander Zárate
HIJAS, ESPOSA Y UNA MADRE
Japón, 1960. T.O: “Musume tsuma haha”. Director: Mikio Naruse. Productor: Sanezumi Fujimoto. Guión: Toshiro Ido y Zenzo Matsuyama Fotografía: Jun Yasumoto, en color. Intérpretes: Setsuko Hara, Hideko Takamine, Masayuki Mori, Reiko Dan, Tatsuya Nakadai, Akira Takarada.
CUANDO UNA MUJER SUBE LA ESCALERA
Japón, 1960. T.O: “Onna ga kaidan wo agaru toki”. Director: Mikio Naruse. Productor: Ryuzo Kikushima. Guión: Ryuzo Kikushima Fotografía: Masao Tamai, en blanco y negro. Intérpretes: Hideko Takamine, Masayuki Mori, Reiko Dan, Tatsuya Nakadai, Daisuke Kato, Ganjiro Nakamura.