El cuerpo de la soledad
El maniquí (Vaxdockan, 1962) es una excelente obra de Arne Mattsson (1919-1995), cineasta sueco de una extensa, pero ignorada y poco atendida, filmografía constituida por 62 obras realizadas entre 1944 y 1989.
Mattsson inició su carrera como director dos años antes que Ingmar Bergman, pero quedó difuminado por su figura, entonces y después, como otros tantos cineastas que debutaron durante aquella década en la dirección, caso de Erik Faustman, Hasse Ekman, el documentalista Arne Sucksdorff (que ganaría el Oscar en 1947 por Symphony of Life), o que reactivaron su carrera, como Per Lindberg, Olof Molander o Alf Sjoberg, quien realizó su ópera primera en 1929, pero no reincidiría en la dirección hasta 1944, con Tormento, precisamente con un argumento de Bergman, quien también ejerció de asistente de dirección. Bergman, años después, declararía que se sintió entonces parte de una nueva ola del cine sueco. Entre las primeras obras de Mattsson predominaron las comedias. Su primer resonante éxito fue Un solo verano de felicidad (Hon dansade en sommar, 1951), un relato de amor adolescente que obtuvo el Oso de Oro en Berlín, y causó controversia por sus desnudos (hoy en día sería por el hecho de que ella tiene 17 años). Era una obra que cuestionaba el puritanismo represor, frente a la naturalidad, y el clasismo (de la burguesía urbana con respecto al mundo rural). Posteriormente, sería particularmente celebrado su drama bélico Karlekens bröd (1953), pero su obra se caracterizaría, de modo preponderante, por transitar las sendas turbias del thriller o relato criminal. Según Frederick Gustaffson, en “The man from the third row: Hasse Ekman, Swedish cinema and the long shadow of Ingmar Bergman”: “Mattsson fue sobre todo un cineasta eminentemente visual que usaba la cámara y la puesta en escena para crear impactantes y simbólicas composiciones con elaborados movimientos de cámara y expresiva iluminación”.
Arne Mattsson inició su carrera como director dos años antes que IngmarBergman, pero quedó difuminado por su figura, entonces y después,como otros tantos cineastas que debutaron durante aquella década en la dirección |
UNA RELACIÓN IMAGINARIA
“Entre las muñecas utilizadas para mantenerse en la soledad y profundizar en ella hasta la locura y la muerte, como las novias del Nataniel de Hoffmann y el Michel de García Berlanga”, como apunta Pilar Pedraza en “Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial” (Valdemar), habría que destacar el maniquí que sirve como pantalla de los anhelos y miedos afectivos o amorosos de Lundgren (Per Jacobsson) en El maniquí. En el plano inicial, de grisácea luz, como una difusa espesura, la cámara encuadra un edificio, una figura cerrada, y se desplaza hacia los indiferenciados transeúntes mientras la voz de Lundgren especifica el número de habitantes de la ciudad y remarca su aislamiento. Lundgren no se siente ni presencia, se siente un vacío. Ni se contabiliza entre la población. Anhela sentirse querido, anhela que alguien se preocupe por él. Se siente solo. Expresa cómo le repele la forma de conducirse de los que lo rodean, como si pisaran a los demás, pero reconoce su envidia, porque supone que a muchos de ellos les espera alguien. Se siente carente, no es nadie porque está sin nadie. En la habitación de la pensión en la que vive observa las manchas del techo e imagina los rasgos de una mujer. Es vigilante nocturno, alguien que vigila espacios vacíos, un fantasma que se desplaza fuera de los escenarios cuando los actores ya se han retirado. Se siente desvinculado, una figura aprisionada, un ser humano de cemento. Una figura marginal que se siente espectador de la vida de los demás. Su relación fetichista con el maniquí que roba contrarresta esas carencias, ya que implica la creación y configuración de su propio escenario, su realidad imaginaria. La despierta, o dota de vida, como a una bella durmiente, con un beso. A partir de ese momento, en su imaginación, es un cuerpo que interacciona con él. Imaginar que el maniquí es un cuerpo vivo (Gio Petré) hace de su soledad un refugio, dota de ilusión de plenitud a su aislamiento. Cubre un vacío o evita que se haga dolorosamente patente, como la contención de una fuga que incrementaba progresivamente la brecha. No difiere del juego de niños que contrarresta el miedo a las tinieblas de la soledad, como se insinúa con la canción que canta una niña durante los títulos de crédito, mientras juega con una pelota que rebota en un dibujo en la pared.
La relación que proyecta en su imaginación con ese maniquí pasa por diversas fases, como suele ocurrir en las relaciones sentimentales. En principio proyecta, modela, en el comportamiento de ella una actitud complaciente, atenta, servicial, alguien que le refrenda en todo. Si él dice que físicamente parece un gorrión o una urraca ella replica que “parece lo que tiene que parecer”. Ella solo aspira a quererle, a escuchar cómo piensa y saber cómo es. Con ella, Lundgren siente que el mundo gira alrededor de él, que él es el mundo, que alguien le considera el centro de su vida. Posteriormente, se sucederán los diversos miedos. El miedo a la asfixia afectiva: ella no quiere siquiera que acuda al trabajo para estar en todo momento a su lado. Sentir que eres tan importante para alguien puede transformarse en una trampa de arena, el abrazo que era refugio en un cepo mortífero que ahoga. La demanda de atenciones, de permanente expresión de afecto, abruma y atosiga. El miedo al abandono: ella quiere salir de los límites de esa habitación, pero él no soporta que los demás tengan constancia de su presencia, que otros puedan sentirse atraídos y quieran, por tanto, seducirla. No deja de revelar su miedo a perderla, pero lo demuestra con una conducta territorial de carcelero. Es su posesión preciada, en su particular vitrina, no compartida. El miedo a la decepción: ella le reprocha que es un farsante. Refleja el temor a que se le descubra, cuando se comienza a conocerle, como alguien carente de interés que nada tiene que aportar sino su soledad y vacío. La ilusión se torna pesadilla, lo real muestra sus fauces siniestras y amargas tras las expectativas y anticipaciones de la fantasía.
Alrededor de este juego de sombras, de las turbulencias de la imaginación que grita carencia y soledad, las variantes o los reflejos de relaciones de otros personajes que habitan esa casa: la actitud resentida con respecto al otro género (el vecino que reprocha la frialdad y rigidez de las mujeres porque considera que su interés primordial es el material; según él solo valoran la posición y posesiones del hombre); la doblez de la conveniencia: la pareja que oculta su relación a los otros vecinos; las quemaduras de lo no explicitado o no revelado, cuyo emblema es la quemadura en la mejilla de la casera, Krasberg (Elsa Krawitz), mirada interrogante e incógnita, porque entre sombras quedan difuminadas sus motivaciones e intereses, quizá atraída por Lundgren, así como su pasado, el origen de esa quemadura: ante el espejo expresa cómo hay muchos que se sienten solos aunque estén con alguien, y cómo sería necesario que se supiera convivir con la propia soledad y aceptar la infelicidad. Es lo que no consigue Lundgren, ya que padece una quemadura que no es visible, y que se va extendiendo como las tinieblas, las sombras, que van dominando las habitaciones, los encuadres. Y el naufragio acaece, porque él no puede vivir sin ella, y ella no puede morir sin él.
Alexander Zárate
Suecia, 1962. T.O: “Vaxdockan”. Director: Arne Mattson. Productor: Lorens Marsmedt. Guión: Lars Forssel, Eva Seeberg Fotografía: Ake Dahlqvist, en blanco y negro. Música: Ulrik Neumann. Intérpretes: Per Oscarsson, Gio Petré, Tor Isedal, Elsa Prawitz, Bengt Eklund, Marie-Louise Nordgren.