XAVIER DOLAN: Soñarnos

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Con motivo del estreno en España, largo tiempo postergado, de Matthias & Maxime, ofrecemos a nuestros lectores una aproximación a su autor, el cineasta canadiense Xavier Dolan, una de las voces más singulares del cine contemporáneo.


Aún recuerdo el acontecimiento que supuso el estreno del videoclip de Estranged, de Guns ´n´ Roses, allá por finales de 1993. Creo que su estreno fue en Canal+ (la Neo-Geo de los canales televisivos), ya que era donde se emitía “Los 40 Principales” y el único canal donde se podían ver videos de actualidad, y para Estranged habían planificado un estreno a lo grande que fueron anunciando con semanas de antelación visto el éxito del anterior November Rain. Fue durante aquella época en que, gracias a un amigo con televisión por satélite, pude descubrir las imágenes que la música norteamericana exportaba al mundo, anterior a mi cinefilia, y que nos bombardeó meses más tarde con las interminables imágenes del ya difunto Kurt Cobain tocando la guitarra en aquel Unplugged in New York. Aquella época donde las guitarras tenían un peso primordial dejó un reguero de imágenes en mi memoria a través de todos aquellos videoclips que podías ver varias veces en pocas horas en la MTV, bien sea el Basket Case de GreenDay, el Self Steem de Offspring, el Black Hole Sun de SoundGarden o el Smells like teen spirit de Nirvana, aunque probablemente el Livin´on the Edge de Aerosmith fuera el de mayor calado en mi yo adolescente por su sucesión de ideas visuales y la presencia del ídolo del momento Edward Furlong. Esa educación visual de ideas tan primarias en formato breve caló más rápido que el cine en un adolescente, como lo hacen los anuncios y como funcionan los mensajes en las redes sociales hoy día, sin requerir el tiempo y la atención que requiere una película, diferenciando claramente consumo de experiencia, de ahí los sonados estrenos entonces y ahora de videoclips mastodónticos pensados como un evento que aporte algo más que el mero visionado, sea con las habituales cuentas atrás o el propio estreno del tráiler de Tenet en Fortnite. Y no son pocos los directores que han pasado por el mundo del videoclip, donde encontramos a David Fincher habiendo dirigido el tercer video más caro de la historia, el célebre Express Yourself de Madonna, en una lista donde el antes comentado Estranged aparece en el quinto lugar con un presupuesto de 5 millones de dólares de la época, presupuestos difíciles de encontrar a estas alturas en la industria de la música.
Ese sense of wonder no era exclusivo de la música, sino que el cine seguía esos derroteros, condicionando de una manera u otra a toda una generación que hoy día apela a la nostalgia como fórmula comercial pero, sobre todo, sofisticando el videoclip como vehículo expresivo con cabida dentro del cine, como una suerte de intimidad compartida donde la música y nosotros soñamos y bailamos con la cámara, porque ese poder es el que nos hechizó del videoclip: soñarnos en un mundo aún por descubrir. Luego ya llegarían Deseando amar y Cantando bajo la lluvia a nuestra formación, pero habiéndose instaurado esa idea de formato musical que libera de las formas al metraje, de voz en off musicada no solo capaz de servir como transición sino como motor de una historia, o del clímax coral que suponía el Save Me en Magnolia, y empezamos a soñarnos en videoclips: si al mundo le pedíamos ser un melodrama con final feliz, nuestra presentación sería un video musical.



Xavier Dolan (actor desde los 4 años) afirma que escribió su primer film, Yo maté a mi madre, para asegurarse un trabajo, y así fue en sus primeros cuatro largometrajes con tres personajes protagonistas, asegurándose de narrar lo que quería narrar desde todos los ámbitos creativos incluyendo el estilismo, una omnipresencia que supone el primer gran escollo en su carrera y la principal fuente de críticas: el ego. Y si bien sus dos primeros papeles protagonistas podían hacer presagiar esa tendencia, no fue hasta su cuarto film, donde ejerce de protagonista absoluto, que comenzaron a utilizar ese egocentrismo contra sus films, llevándole a desaparecer del reparto de sus films hasta la reciente Matthias & Maxime, su vuelta a la zona de confort. En cambio, hemos podido verle como actor en pequeñas apariciones en Malos tiempos en el Royale e It: Capítulo 2, siguiendo su carrera como intérprete más allá de la figura de enfant terrible del cine, aunque nos cueste recordarlo en un film tan célebre como Martyrs. Y nadie pone en duda que su talento como cineasta es sobradamente superior a sus dotes como actor, pero las obras inmortales rinden tributo a sus personajes y no a los creadores (¿alguien recuerda el nombre del director de Smells Like Teen Spirit?) y resulta incontestable la seguridad con la que los nativos digitales asumen el protagonismo delante de las cámaras, sabiéndose protagonistas sin complejos, a medio camino entre MTV y Kardashian, acentuando esa omnipresencia que tanto molesta a sus detractores y que se extiende en estilo, tono y temática a lo largo de su filmografía, creando un universo perfectamente reconocible sin haber cumplido aun la treintena, y de vuelta de la fama a los 31 años con su octavo film.

Y si tuviéramos que elegir las mejores escenas de la filmografía de Dolan probablemente la mayoría de ellas serían musicadas, y un buen puñado de estas tendrían como protagonista al joven canadiense, en un mundo donde manejamos nuestra propia imagen a nuestro antojo a través de las redes sociales, siendo capaz de incorporar a su cine esos fragmentos que tan bien funcionan emancipándolos de la historia, conectando ese relato postadolescente con unas formas que entendemos como propias de nuestra generación en una constante recodificación de códigos para hablarnos universalmente del amor. Ese acercamiento musical al conflicto suma la enorme intensidad de sus personajes, la enorme cantidad de escenas gritadas (verbal y musicalmente) y la visceralidad de las propias historias, algo que le acerca al cine de Pedro Almodóvar y Wong Kar-wai, sumando pinceladas de Fassbinder y Sirk para un joven que se reconoce fan de Harry Potter, que admite sus propias contradicciones y titubea en las entrevistas pero se muestra excesivo en sus creaciones, desbordado, hambriento, con ocho films en diez años a sus espaldas, quemando las naves como si no hubiera futuro de manera tan kamikaze como sus protagonistas. Porque todos sus films son el final del camino, la certificación de un imposible y tremendamente pesimistas en una luminosa oscuridad que ha ido mutando en sus últimos títulos (menos coloridos pero más esperanzadores) tras una década que se antoja como un binge watching donde en hemos podido ver de manera acelerada la evolución del autor canadiense, casi omnipresente en la actualidad cinematográfica de los últimos años, apasionadamente reivindicado por sus seguidores y constantemente atizado por sus detractores, resultando en el perfecto personaje a medio camino entre la provocación y lo inofensivo, fugado de Twitter tras algún enfrentamiento con la prensa y en cuyo Instagram apunta “Actor, director, Slytherin”, y seguramente uno de los directores contemporáneos que mejor ha entendido cómo funcionan las redes sociales, cómo alimentar el debate con la prensa (“Si el tío que le da 5 estrellas a “Creed” y 4,5 a “Fast & Furious” dice que Marion Cotillard aburre en mi película, quizás sí es el fin del mundo, y te preguntas qué hace este tío en Cannes”), y cómo levantar fragmentos cinematográficos tan potentes que nacen siendo pasto de viralización. En pleno rebrote del eterno debate sobre separar obra de autor, Xavier Dolan representa la imposibilidad de separar ambas cosas con una filmografía autobiográfica con cuatro papeles protagonistas, un exceso para aquellos que nos cuesta qué decir en Twitter o qué story subir a Instagram por carecer de la seguridad (¿o soberbia?) suficiente para pensar que puede ser de interés al resto. Las redes sociales, ese lugar donde podemos ser lo que queremos ser.


En pleno rebrote del eterno debate sobre separar obra de autor,

Xavier Dolan representa la imposibilidad de separar ambas cosas

con una filmografía autobiográfica con cuatro papeles protagonistas



El amor nace de una madre

Con 17 años escribe, con 19 dirige y con 20 recoge tres premios en Cannes por Yo maté a mi madre, su sonado debut, una obra autobiográfica que narra la tormentosa relación de una madre y un hijo. En ella ya se puede observar una de las constantes de su cine: posar la mirada en el conflicto, en la incomodidad del momento previo a que todo salte por los aires. La historia de Hubert sobre sus ansias de emancipación se solapa con la relación con otro chico y la aceptación de dicha relación por parte de su madre y su entorno en una Quebec a la que Dolan se refiere como demasiado apegada a la doctrina católica por parte de la clase acomodada. No en vano el acercamiento de Dolan suele ser prácticamente caricaturesco, llegando a retratar a la madre (interpretada por Anne Dorval) como una virgen con lágrimas de sangre frente a la relación homosexual de su hijo, y contextualizando cada ambiente a través de las características más estrambóticas de cada uno, como las palomas y los cuadros de corte religioso del internado al que es enviado el protagonista. Es obvio que al espectador se nos posiciona con el protagonista, pero sorprende el acercamiento hacia una madre que en manos de cualquier otro director podría haber resultado despiada y, sin embargo, recibe el mismo trato visual que el personaje de Hubert, como si ambos lucharan la misma batalla pero desde su propio sistema de valores, de ahí que los planos donde los protagonistas aparecen relegados a una esquina inferior tengan su réplica exacta en el otro personaje, o como el recurso de rehuir el plano-contraplano en una conversación para presentar un frontal conjunto y luego tomar a cada uno de los protagonistas en solitario, en su propio monólogo, sea un recurso que utiliza para todos los personajes y que se repite hasta en cuatro ocasiones, dejando espacio suficiente a los protagonistas para que expresen sus emociones y que esconde una quinta ocasión que se repite durante el film y donde el protagonista habla a su cámara y, por ende, a nosotros.


Yo maté a mi madre

Abundan los planos frontales en el film, de esos que dejan el rostro del personaje justo en el centro, aislado del resto de personajes y contextualizado por completo en una comprensible inseguridad para un debutante que busca reforzar las ideas constantemente y que pierde el tono del film por momentos (algo que pulió en Mommy), de ahí que la simple tarea de ir a la compra sea explicada con un pequeño montaje de imágenes de producto para comprender las bolsas que lleva inmediatamente después el protagonista y, de paso, flirtear con esos montajes musicales tan celebrados donde el proceso de prepararle un sabroso desayuno a su madre se convierte en un pequeño clip musical que, por otro lado, alivia la tensión constante que presenta un film que a ratos explota. Y, sin embargo, pese a las vicisitudes de la trama y las amarguras que vendrían en la filmografía de Dolan, el film cierra con cierta esperanza dentro de la derrota, la aceptación de quienes son los demás como vehículo para aceptarnos a nosotros, revisando en el camino los planos detalle de la decoración y estilismo hortera que gusta a su madre y que la cámara da un trato neutral frente al odio visceral que muestra Hubert, sincerado en la polaridad del blanco y negro con el que graba sus confesiones en una videocámara. De hecho dos fragmentos reflejan la manera de abordar Dolan el conflicto generacional de una madre conservadora y un hijo homosexual: el primero sucede en ese montaje en paralelo entre el descubrimiento de las cintas con las confesiones sobre ella mientras a Hubert le dan una paliza en el internado, al que le sigue la desolación de la madre junto a su mejor amiga y el posterior arranque de rabia ante la llamada del director del internado anunciado la fuga de su hijo, culpándola de su educación y provocando la mayor de las iras en ella por juzgarla quien tenía la responsabilidad de velar por su hijo; la segunda viene cuando Hubert se entera de que pasará un curso más en el internado, y en otro montaje musical destroza la habitación de su madre: Dolan nos muestra a la madre como una Virgen llorando lágrimas de sangre e inmediatamente el protagonista se calma y vuelve a ordenar dicha habitación, como si el conflicto resultara inevitable pero no así siempre sus consecuencias, certificado en ese abrazo final que cierra Yo maté a mi madre.

El año siguiente repetiría en Cannes con Los amores imaginarios y repetiría el premio Regards Jeunes, pero recibiendo una acogida más tibia que en su debut, con un film que nos presenta a dos amigos enfrentados por el amor y la atención de un tercero. La historia de Marie y Francis recurre al uso intensivo del color para retratarlos, tanto en el contexto que les rodea (mucho más apoyado en el estilismo) como en las cuatro escenas donde se les muestra con sus amantes y una luz monocroma (azul, verde, roja y amarilla) sirve de única iluminación, puliendo una manera más sutil de retratar a los personajes que no la mostrada en su anterior film. De hecho Los amores imaginarios recurre mucho más a planos detalles de las manos de sus personajes y a esos montaje musicales de nucas filmadas caminando por la calle, intentando no meramente explicar qué siente sino hacernos partícipes de ello, con el principal obstáculo de presentarnos a los protagonistas ya en pleno conflicto, sin una presentación previa, para describirlos en base a dicho conflicto y frente al resto de personajes fuera de su núcleo, dibujándolos como estrellas del cine entre la multitud que puebla cada fiesta que acontece en la película. Esa búsqueda de cierta sutileza se ve reforzada con el chelo solitario que acompaña las escenas con los amantes, con un instrumento cuya fisicidad forma parte de su sonoridad y que, en una pieza para únicamente chelo, revela la soledad de los personajes aferrados al sexo esporádico y que sacrifican su amistad por la atención de un tercero.


Los amores imaginarios

El film vuelve a recurrir a la entrevista frente una cámara para presentarnos esta vez una serie de testimonios que hablan de fracasos de pareja, relatos que van salpicando el metraje para contextualizar el absurdo de la idealización romántica y el amor a una idea del amor, con la correspondiente referencia a “Alicia en el País de las Maravillas” en forma de conejo blanco y que precisamente acaba por no llevar a ningún sitio, al escapársele al protagonista precisamente por culpa del tercero en discordia. Dichas entrevistas añaden una vis cómica a los personajes que, sofisticados en varios momentos musicales con sus mejores galas, resultan en dos ingenuos atrapados en un juego de coqueteos que les despierta del tedio en el que viven, víctimas de una sociedad conservadora donde Marie representa la parte más tradicional de esta y Francis la parte más progresista, derrotados por la mera belleza de un apuesto joven rubio y de cuyo periplo por el desamor no sacan ni una sola conclusión. Ahí arranca cierto pesimismo del primer cine de Dolan, cerrando el film con el rechazo absoluto de los protagonistas hacia el Adonis que les ha herido para caer inmediatamente en el redil de uno nuevo (interpretado fugazmente por Louis Garrel). Quizás sea ese tono cómico o la menor ambición en la temática la que permite que en este caso Dolan comience a sentirse más libre con la cámara, aun recurriendo a planos frontales para separar a los personajes, pero otra tantas dejando que la cámara baile por la estancia de manera menos temerosa que en Yo maté a mi madre.

Y seguramente la menor urgencia al rodar su tercer film, Lawrence Anyways, ayudara a una más concienzuda planificación, así como una seguridad en los movimientos de cámara que, quizás por lo precipitado de rodar dos films casi seguidos, no habíamos visto al principio de su carrera. Lo cierto es que con este su tercer largometraje Xavier Dolan consiguió la repercusión internacional que antes no había tenido, tanto por la calidad del film como por la potente historia que narra, en la que una pareja, hechos el uno para el otro, deben afrontar la transexualidad de uno de ellos. Sus 168 minutos de duración y el retrato de 10 años de relación de la pareja ya mostraban la ambición de Dolan al poner en imágenes una historia que le habían contado en un coche un miembro del equipo de rodaje de Yo maté a mi madre y, consciente de no abarcar lo que supone tal salto en una persona, centró su tercer film en la relación entre dos personas que se aman, universalizando el motivo por el que una pareja sufre altibajos en una relación, normalizando el drama propio a cambio de sexo para ofrecer un fascinante estudio de personajes puestos a pruebas por ser meramente quienes son.


“Lawrence Anyways” hace gala de una más concienzuda planificación,

así como una seguridad en los movimientos de cámara,

que no habíamos visto al principio de su carrera


Lawrence Anyways

Lo primero que sorprende del tercer largometraje del joven canadiense es su relación de aspecto (1.33:1) sensiblemente más estrecha que el 1.85:1 de sus dos anteriores films. Dicha elección no responde meramente a la supuesta sensación asfixiante que conlleva un estrechamiento del fotograma sino también una focalización en los personajes y un mayor estilismo en los planos de cuerpo entero de los protagonistas, que los hay, y muchos, en Lawrence Anyways. Cierto es que inevitablemente el plano se estrecha sobre unos personajes que, además, Dolan muestra casi exclusivamente en interiores, pero la cámara parece buscar constantemente el retrato individual e inevitablemente la relación de aspecto nos ayuda a centrar la mirada en la reacción de los personajes, algo que resume perfectamente la primera secuencia del film, donde vemos a Lawrence (ya vestido de mujer) saliendo a hacer unas compras y recibiendo la mirada incrédula de toda la gente con las que se cruza, ayudando ese 1.33:1 tanto a dar más protagonismo a la silueta de la protagonista como a los rostros de la gente del barrio. Obviamente esa escena inicial es musicada y a cámara lenta. Por otro lado, el mundo que encierra a la pareja protagonista es pequeño, pero poco aire en los planos ayuda también a crear esa sensación de intimidad en una pareja que ha de funcionar con gran química para evitar que el film caiga en el ridículo una vez ya evitados ciertos tics excesivos en Dolan. De hecho el uso del color se torna mucho más sutil (ese rosa sin sangre) pese a que sea constante en Lawrence Anyways, así como el fondo del plano cobra mucho más protagonismo pese a encontrarnos con una cámara mucho más nerviosa que en sus dos anteriores films, ya que al tener menos espacio en el plano, hay menos elementos que puedan distraer y resulta más fácil ser consciente de qué se esconde tras los personajes, bien sea la lluvia en los cristales del coche o las luces de la discoteca envolviendo su silueta, esa suerte de elementos que forjan un presentimiento, que adelantan la trama y crean esa sensación de destino tan importante en un film que abarca diez años. Especialmente potente resulta la escena en que Fred llama a casa ocultando que está pasando unos días con Lawrence, donde el plano lateral solo muestra la nuca de la protagonista mientras miente, con su rostro completamente absorbido por la oscuridad, sumergida en el espacio negativo mientras la poca luz incide en su pelo y su vestido rojos, como el cable del teléfono de su pareja, al que tampoco vemos la cara.



Es en Lawrence Anyways donde los montajes musicales tan celebrados de Dolan despegan, siendo el arranque del film una declaración de intenciones y dejando para el recuerdo la escena con la ropa lloviéndoles a los personajes en su fuga de reconciliación al ritmo del A New Error de Moderat presagiando, de nuevo, el drama que ha de llegar mientras celebramos la alegría visual que transmiten las imágenes. O la secuencia musicada que retrata la normalidad de su llegada al instituto donde da clases vestida de mujer, en la que Dolan aprovecha para retratar a una generación capaz de entender el salto de su profesor frente a una sociedad no plenamente dispuesta a aceptarlo, ya que mientras sus alumnos obvian el cambio de vestimenta, otro profesor (a la postre, gay) le pregunta si es un disfraz, mostrando la brecha constante que existe entre generaciones en el cine de Dolan, sumado al rol de unas madres que aceptan a sus hijos como son pero conscientes que serán las únicas en hacerlo. En ese sentido Lawrence Anyways emparenta con Yo maté a mi madre en las escenas donde la madre de Lawrence explota contra su padre por no aceptar a su hijo, y la escena del restaurante donde Fred abronca a la camarera por bromear con la condición de Lawrence, dos momentos retratados de manera distinta precisamente por la carga emocional que quiere mostrar Dolan con respecto a los personajes, representando ambos una puerta que en un caso se abre y en otro se cierra.

Dolan seguiría explorando la metáfora y la fuga a la fantasía en Lawrence Anyways, tanto en ciertos pasajes musicales como, por ejemplo, en la escena en que una cascada empapa a Fred tras leer el libro de Lawrence o en la escena en que Fred le confiesa estar enamorada de otro hombre y de la boca de Lawrence brota una mariposa, escena que además remata con un primer plano de Fred con escorzo de Lawrence, ambos mirando y moviéndose en direcciones opuestas, una repetición de cómo Lawrence pide la cuenta vista desde los planos detalle de su dedo, de su mirada, de la camarera, de la lágrima de Fred tras mentirle, de una bola de cristal con una familia feliz paseando y finalmente de una puerta que se cierra, para inmediatamente abrirse la de la madre de Lawrence. Son esas formas que han ido tornándose complejas en el cine de Dolan frente a lo literal de Yo maté a mi madre (esa fantasía donde rompe unos platos), sumando un uso más extenso de picados y contrapicados en Lawrence Anyways frente a la frontalidad mostrada en su dos primeros films, ese “la cámara a la altura de los ojos” que supone una zona de confort para principiantes, o fijar el enfoque en el primer plano mientras Lawrence viene corriendo hacia la puerta que supone el reencuentro con Fred en un film que dibuja infinidad de separaciones a través de dichas puertas, que arranca por el final y acaba por el principio.


Tom en la granja

Dolan tardaría tan solo un año en volver a estrenar y esta vez lo haría en Venecia y no en Cannes con un film que además suponía un cambio de registro importante y el primer guión que no partía de una idea suya sino de la obra teatral de Michel Marc Bouchard y con la que se alzó con el premio FIPRESCI en dicha edición de La Biennale de Venecia. Tom en la granja nos cuenta la llegada de Tom a la granja de su novio para asistir al funeral de este, desconociendo su familia su condición de homosexual, siendo el único amigo en hacer acto de presencia y antes la estupefacción de la madre al ver que la inexistente novia de su hijo no aparece. El violento hermano de la pareja de Tom hará acto de presencia y, conocedor de su relación, forzará a Tom a permanecer en la granja ya que su presencia hace feliz a su madre. De nuevo la temática de la madre aparece en el film para guiar los pasos del resto de personajes, temerosos de hacerla sufrir (pese a mostrar tanto la fragilidad como la entereza de la madre) pero virando a un thriller mucho más seco y desaturado, carente de todo montaje musical ni fugas a la fantasía, árido y amarillento como el pelo de su protagonista. Es en Tom en la granja donde vemos los primeros planos aéreos de la filmografía de Dolan para retratar carreteras sin desvíos, esa polarización del todo o nada que tan a menudo presenta su cine, sumado a la tensión habitual en personajes que pueden explotar en cualquier momento que se repite y se eleva un punto en este caso, reafirmando la condición de excesivo de su director, que reconocía haber visto meramente Vértigo antes de rodar un cuarto film que poco tardaron en emparentar con Hitchcock.

Tom en la granja persiste en alternar los planos generales de situación con primeros planos aún más cerrados y a veces con dos personajes en ellos, creando esa tensión sexual entre protagonista y cuñado y asfixiando poco a poco a un espectador al que la historia le pilla completamente desprevenido. Y pese a significar una vuelta al 1.85:1 en la relación de aspecto, Tom en la granja esconde el primer ensayo para la que sería su escena más famosa hasta la fecha, el cambio de relación de aspecto a ritmo de Wonderwall en Mommy, que en cambio en esta ocasión pasa del 1.85:1 al 2.35:1 asfixiando a su protagonista hasta en tres ocasiones, en cada uno de los tres enfrentamiento que tiene con su cuñado, y que se producen muy lentamente apelando al síndrome de la rana hervida por el que una rana en un cazo expuesta a un aumento de calor muy lento acabará por morir hervida, a la manera en que el protagonista soporta cada vez más y más presión en la granja hasta aceptar ciertos comportamientos como normales o ventajosos para él, siempre esperando no partirle el corazón a su suegra. Un viaje que retrata el ambiente rural como algo brutal y tosco, peligroso, y que respira cuando el protagonista consigue volver a las luces de la ciudad, ampliando esa lucha mostrada entre generaciones al ambiente rural frente al cosmopolita, un discurso universal que acabó de consagrarlo como director al que ya comparaban (por su precocidad) con Welles.

Jean-Luc Godard

24 de mayo de 2014. Xavier Dolan presenta su quinto film (tan solo un años después de Tom en la granja) de nuevo en Cannes, el festival que lo alumbró. Su nueva cinta, Mommy, ha sido ovacionada en pie durante varios minutos y se espera pueda recoger algún premio importante, aunque a competición también estaban los films de Loach, Ceylan y Godard. Finalmente, Winter Sleep se alzó con la Palma de Oro dejando el premio del jurado en un curioso ex aequo entre el director más joven y el más longevo de la edición: Xavier Dolan y Jean-Luc Godard compartiendo galardón. Si ya eran importantes las descalificaciones que había amasado el cine de Dolan, sus casi lágrimas al recoger el premio (con un Godard ausente) desataron ciertas risas y burlas a juego con su vuelta al exceso que supuso Mommy. Probablemente, y con tan solo 25 años, Dolan había alcanzado la cima (hasta el momento), con un film inolvidable, valorado por el gran público y que dejó grabada a fuego en la retina una escena que, desde entonces, hemos visto infinidad de veces circular por las redes sociales. Lo que vino después no fue capaz de igualar el triunfo que supuso Mommy (52 premios internacionales) ni mucho menos el prestigio acumulado hasta entonces, porque probablemente siga siendo el film más compensado y más poderoso de la filmografía del aún joven canadiense.


“Mommy” es un film inolvidable y hasta el momento irrepetible

en la filmografía de Dolan, una cima que pone prácticamente

de acuerdo a fans y detractores, y punto de inflexión en su carrera


El primer impacto del visionado de Mommy viene por esa relación de aspecto cuadrada, 1:1, algo a lo que se había acercado en Lawrence Anyways pero que aquí radicalizaba considerablemente, asfixiando por completo a los personajes que precisamente viven una vida apurada, a punto de explotar. De nuevo una madre a la que se le devuelve la custodia de su hijo con graves problemas de personalidad y una precariedad económica que supondrá que cualquier error tire por la borda la vida de ambos. En esa dualidad entre soñar y el infierno se debate Mommy, que arranca con unas hermosas imágenes de Diane recogiendo manzanas de un árbol en un día hermosamente soleado para inmediatamente ponernos en el punto de vista de un tercer personaje que asiste al accidente de coche que tiene Diane. Ese triángulo protagonista será el que haga frente a los problemas económicos de Diane y Steve hasta que el trastorno del chico haga insostenible la situación y deban entregarlo al estado, en una progresión dramática tan cruel y demoledora como la de Réquiem por un sueño.

Pero si algo recuerdan todos los cinéfilos es ese momento en que todo va bien, hay esperanza, y Steve abre el aspect ratio del film y da aire a sus protagonistas mientras suena Wonderwall, en un juego visual que mientras para algunos no suponía más que artificio para otros resulta en la jugada más inteligente de la filmografía de Dolan. Como antes he mencionado, dicho recurso ya lo había usado en Tom en la granja, sumado a la relación de aspecto tan cerrada en Lawrence Anyways, por lo que en Mommy se convierte en la consecuencia lógica dentro de su lenguaje audiovisual, en un film que, más allá de recurrir constantemente al primer plano (¡qué remedio!) y a apuradísimos escorzos, consigue en tan pocos fotogramas plasmar contexto y movimiento de los personajes dentro del espacio, labor no siempre valorada pero complicadísima de planificar, como si de una de las 5 condiciones de von Trier se tratara. Y pese a ser quizás el momento musical más celebrado del cine de Dolan, me resulta mucho más poderoso el montaje musical con el que Diane sueña con un futuro para su hijo mientras suena la pieza de Ludovico Enaudi que, según Dolan, fue el origen del film. Dicha escena vuelve a recurrir al cambio de aspecto ratio para una sucesión de imágenes de graduación, boda y paternidad de su hijo, una biografía que no ha de suceder mostrada justo antes de entregar a su hijo a las autoridades y que fluye sin buscar ser tan notoria como la del monopatín, trazando la trayectoria emocional que ha de llevar al fin de la película. Y son sin duda esos momentos, junto con ese final a ritmo del Born to die de Lana del Rey, los que consiguen crear un film inolvidable y hasta el momento irrepetible en la filmografía de Dolan, una cima que pone prácticamente de acuerdo a fans y detractores, y punto de inflexión en su carrera.


Mommy

El fin del mundo

Tardaría dos años en volver a Cannes con su nuevo film, Solo el fin del mundo, plagada de estrellas como Vincent Cassel, Marion Cotillard y Léa Seydoux, y con la que se alzó con el gran premio del jurado, alargando esa exitosa relación con el festival y esa, cada vez más nefasta, con la prensa. El sexto film del quebequés parte de la obra teatral de Jean-Luc Lagarce para narrar la vuelta a casa del hijo ausente durante 12 años para anunciar a su familia que una enfermedad va a matarlo, removiendo todas las rencillas familiares en una sucesión de discusiones y gritos que supone ir un paso más allá en lo excesiva que podía resultar Mommy. Sin embargo, Dolan se maneja bien en crear la tensión entre personajes, y no resulta Solo el fin del mundo un film que busque explicarse a través de los gritos, sino que lo hace a través de sus silencios y su subtexto, de sus miradas y planos detalle. Volviendo al 1.85:1 recurre a aún más primeros y primerísimos planos para encerrar a los personajes en sí mismos, recurriendo en varias ocasiones a zoom in y zoom out para retratar cómo un personaje está reaccionando ante las palabras de otros, retratando la mirada y las ganas de tragar saliva en esa tensión constante en un film que ocurre casi en exclusiva dentro de una casa.

La fatalidad del enunciado del film impide esperanza al protagonista, por lo que en esta ocasión sus fugas musicales recurren al flashback para retratar los recuerdos (con su hermano, en su habitación con su novia) y los buenos instantes que ya murieron y que son imposibles de recuperar, disminuyendo la profundidad de campo en los planos para crear esa sensación de asfixia que hace que los 98 minutos del film se antojen eternos y el film resulte tremendamente físicos, con los rostros marcados de unos personajes que sudan, que tienen los ojos inyectados en sangre y los nudillos ensangrentados. Es un film mucho más tenebroso, con muchos más claroscuros y una imagen desaturada que no vira al naranja hasta el clímax final, como si todo lo importante se escondiera en lo que callan, en esa verdad que la cámara muestra tras las palabras mentirosas de los personajes, un film que cierra con una pájaro atrapado en la casa, incapaz de encontrar una ventana, y que acaba muriendo en la puerta del hogar del protagonista, la secuela cruel de Yo maté a mi madre y la precuela estética de su mayor fracaso como director.


The Death & Life of John F. Donovan

Porque, tras dos años de rumores, rodaje y recortes en la sala de montaje llegaría (esta vez al Festival de Toronto) su séptimo film, The Death & Life of John F. Donovan que, fantaseando con la carta que de niño envió a Leonardo DiCaprio tras ver en bucle unas cuantas veces Titanic, nos cuenta la historia de un joven aspirante a actor que se cartea con la estrella del momento (John F. Donovan) hasta su prematura muerte. Y de nuevo la fatalidad se muestra en la historia que narra Dolan, anunciada en la primera escena y que abre la línea temporal actual donde el protagonista cuenta su historia a una periodista, mientras que en la otra vemos narrada la vida del niño en la lucha por ser actor y la de la celebridad cayendo en desgracia, un intento de relato universal que el propio director se encarga de defender dentro del film. Y no es poca la ambición de Dolan para partir de una anécdota e intentar sumergirse en varios temas, desde el bullying a los entresijos de la fama, y menos ambicioso resulta su casting (Kit Harington, Susan Sarandon, Natalie Portman, Thandie Newton, Jessica Chastain, Kathy Bates, Michael Gambon, etc.), pero la excesiva duración, con el consiguiente recorte en sala de montaje (que hizo desaparecer por completo al personaje interpretado por Chastain), junto a la distancia que marcaba con las señas de identidad vistas en su cine, sumando la creciente expectación que había creado el film, acabó por relegarlo a intrascendente, tan contenido como la mirada de Kit Harington, al que nos creemos más cuando calla que cuando habla. De hecho, el film en sus primeros minutos ya muestra elementos extraños dentro del cine de Dolan, como los planos detalle de cómo alguien (que no veremos) prepara un café, y montaje en cámara con planos que entran o salen con un paneo lateral rápido, el que identificamos en el Paul Thomas Anderson de Magnolia. A ellos les sigue un plano general con un primer plano desenfocado añadiendo profundidad y una sucesión de planos con cambio de escala y ángulo para mostrar el diálogo entre hijo y madre (de nuevo tema crucial) y alejados del estilo ya no solo de sus anteriores films sino de su más reciente estreno: Matthias & Maxime.

No es que dicho estilo penalice por sí mismo al film, pero pareciera que semejante elenco para su primer film en inglés requiriera de infinidad de planos por escena ahogando, de paso, cualquier intento de poderosa metáfora musicada para convertir muchas de las canciones en mero acompañamiento a las imágenes. Por supuesto volvemos a ver una madre que se equivoca con el mayor de los amores, gritos entre personas que se quieren, la homosexualidad penalizada por la sociedad, y sofisticadas cámaras lentas a ritmo de Adele (impresionante esa sucesión de flashes a un pensativo Kit Harington que levanta la mirada para mirarnos a nosotros), y desde luego el saturado general de la imagen choca con el neón con el que Dolan baña las imágenes que muestran la vida oculta del actor, pero el eje del relato se convierte en el dolor que siente el infante frente a las involuntarias traiciones de su madre y su ídolo, infantilizando un film que quizás buscaba ser más accesible al público y acaba por no tener ni la garra de Mommy ni el veneno de Solo el fin del mundo, consagrando el mayor fracaso de la carrera del director con dos premios internacionales y una taquilla mundial de apenas 3 millones y medio de dólares para un presupuesto de 35 millones, dejando la sensación que, más allá de la innegable capacidad de Dolan para emocionarnos con una sola escena, el rumbo del film se perdió por el camino.


The Death & Life of John F. Donovan

No resulta por ello extraño que para su octavo film haya vuelto a sus orígenes, a actuar en su propio film, en optar por un pequeño presupuesto, una historia sencilla pero ambiciosa, rodeándose de sus amigos y facturando un film hermoso, con la naturalidad de quien sabe narrar historias con cuatro elementos y no necesita grandes nombres para universalizar su mensaje. Late en Matthias & Maxime el alma de Lawrence Anyways en el cuerpo de Yo maté a mi madre, filmado con la cámara de Tom en la granja y, sin excesivos alardes del ego del que supuestamente hace gala Dolan, nos pide que no le enterremos aún, como Matthias a Maxime.

Nicolás Ruiz