LILITH

en Clásicos/El film reencontrado por

La mariposa y la tela de araña

Seberg: Más allá del cine (2019), de Benedict Andrews, recientemente estrenada, se centra en el inclemente acoso y derribo de la vigilancia del FBI que abocó a Jean Seberg a un desequilibrio emocional del que no se recuperaría. Precisamente, encarnó a un personaje inestable emocionalmente, una esquizofrénica, internada en un sanatorio mental, en su más memorable interpretación, en la obra que calificaría como la cima de su carrera, Lilith (id, 1964), de Robert Rossen, quien adaptó la homónima novela de J.R Salamanca. Una obra tan singular, y única, entonces y aún hoy, como su mismo personaje.


En el plano general introductorio de Lilith se ve la figura de espaldas de un hombre, Bruce (Warren Beatty), que camina por un sendero flanqueado por unas tupidas hileras de árboles. Una figura minimizada, como un punto en una espesura que es, a la vez, vacío. Llega a un lugar que parece una especie de vergel, o remanso, aunque el edificio en cuestión sea un sanatorio psiquiátrico al que viene a ofrecerse como celador. El último plano de la película es un primer plano de su rostro, congelado, después que diga a los responsables del sanatorio: “Ayúdenme”. ¿Qué ha ocurrido entre una secuencia y otra, o qué se ha desvelado, qué ha afrontado este personaje para que suplique ayuda? Bruce es alguien que acude a ese lugar porque quiere hacer algo provechoso en su vida, ayudar, ser útil. Eso es lo que (se) dice. Pero pronto apreciaremos que, en buena medida, aunque no lo asuma, quisiera ayudarse a sí mismo. Acaba de regresar de la guerra, y arrastra aún consigo el caos que ha mirado demasiado de frente. Su interior está quebrado. Secuencias más adelante, el director de la institución, el doctor Lavrier (James Paterson), apuntará que quizá los pacientes, por su sensibilidad especial, han mirado demasiado de cerca la naturaleza de lo real, han visto demasiado con su percepción aguda; es su excelencia la que les ha abocado a esa rotura emocional, a la inestabilidad. Incluso, por esa cualidad distintiva y noble, los califica como héroes. Bruce parece haber enfocado demasiado de cerca en la vertiente más descarnada de la realidad, pero no parece haberla encajado, ni asumido cómo le ha afectado. Aún se desplaza, vacilante, en una realidad indefinida. Como dirá una paciente: “¿Qué tiene de maravilloso la realidad?”. Otro, ya en las secuencias finales, le preguntará a Bruce si no cree que la locura está relacionada con la infelicidad, y él replicará que quizás más bien lo contrario. Resulta significativo que a Bruce nos lo presenten en un espacio intermedio o de tránsito (una carretera), después en un escenario anómalo, el sanatorio y, por último, en el escenario de la normalidad.



Su desubicación se evidencia en que el primer contacto que vemos que realiza en el escenario de la normalidad es a través de un reflejo (en un escaparate). Bruce se reencuentra con la que fue su novia antes de ir a la guerra, Laura (Jessica Walter). El diálogo asienta el extrañamiento, la normalidad que parece haber perdido pie, o que no tiene centro: ella le reconoce que no sabía cuáles eran sus sentimientos o expectativas románticas con ella, y se casó con otro, y él sólo es capaz de responder: “Ah, ¿no?”. Cuando ella se marcha, Bruce se vuelve hacia el escaparate, y evoca (proyecta) el reflejo de Laura, pero es su imagen años atrás (la realidad parece haberse convertido en un desestabilizado espacio de reflejos). En la siguiente secuencia Bruce come con su abuela; el tic tac del reloj resuena con fuerza, amplificado (como si hiciera más patente el vacío); Bruce, nervioso tras haber dicho a su abuela que no es vergonzoso trabajar en un sanatorio (su susceptibilidad parece más la de quien se siente paciente), deja de comer y sube a su habitación, donde contempla la fotografía de su madre, muerta, y en la televisión imágenes de la guerra, hasta que musita: “ella muere, todos mueren algún día”. Pero no puede contestar con precisión cuando la doctora Brice (Kim Hunter) le pregunta por qué quiere realizar la terea de celador. Ser celador no es ser paciente. Como celador no es alguien herido por la vivencia del caos de la guerra. Celar significa cuidar, pero también disfrazar o encubrir. El sanatorio representa el caos que pudiera vigilar, como si así pudiera contenerlo, y que intentará contrarrestar con la luz de la ilusión, en concreta, romántica, como si de este modo pudiera superar, o cauterizar, esa doliente huella (la consciencia de la inexorabilidad de la muerte o condición finita de la vida). En ese otro espacio, la figura fundamental, su reflejo a la par que contrapunto, o desafío, será Lilith (Jean Seberg). Durante la primera visita hemos entrevisto su presencia, sin aún ver su rostro, mirando a través de la verja de su habitación (¿o al encuadrarse a Bruce refleja el cautiverio emocional de éste?). La segunda aparición será del mismo modo, pero ahora la vemos, y oímos, tocando la flauta (cual sirena), música que tiene embelesado a otro de los pacientes, Stephen (Peter Fonda). Su figura aún no se distingue, ya que está encuadrada en plano general. Según el ángulo es una verja y es música. En los títulos de crédito se sucedían las figuras de una mariposa y de una tela de araña (cuya configuración se asemeja a la de la verja), por la cual, cuando se quiebra, escapa la mariposa. Los colores de sus alas, difusos, se transforman en los brillos del flujo del agua. ¿Qué es lo que no fluye en Bruce? ¿Quién es la mariposa y quién teje la tela de araña? O más bien, ¿no es lo que se dirime, realmente, en la quebrada mente de Bruce, mente a la deriva, aún incapaz de afrontar su herida emocional, o evidenciarla a los demás, y a sí mismo?


Las dos últimas obras de Robert Rossen, El buscavidas y Lilith, se centran

en el doloroso proceso de conocimiento de sus protagonistas masculinos




PERDERSE EN UNO MISMO

Las dos últimas obras de Robert Rossen, El buscavidas (The Hustler, 1961) y Lilith, se centran en el doloroso proceso de conocimiento de sus protagonistas masculinos. Sus contrapuntos femeninos, y en particular su trágico desenlace, evidencian la dificultad para asumir, respectivamente, su cojera emocional (la priorización de la vanidad) y su tortuosa desubicación (el desvalimiento ante la inexorable fragilidad de la existencia). En El buscavidas, para el jugador de billar Eddie Felson (Paul Newman), es crucial la lucida figura de Sarah (Piper Laurie), coja, quien sabe lo que es el dolor o la cojera emocional por ser consciente de las siniestras y quebradizas hechuras de la vida. Frente a la arrogancia corácea de Eddie, su sensibilidad especial, y percepción aguda, es extremadamente vulnerable, por lo que vive apartada del mundo, en un estado fronterizo. El primer contacto de Bruce con Lilith acontece en un entorno natural. En esa excursión Lilith queda bien definida, asociada con el agua: primero, los reflejos que ven desde un puente, o encuadrados desde los mismos caminando por la orilla, después, el agua fluyendo, la naturalidad expandida, sin corsés; y, por último, los torrentes (a la par que una súbita tormenta), la emoción impetuosa, desbocada (Lilith colocará en un trance de peligro a Stephen, quien está a punto de precipitarse en las turbulentas aguas porque ella le ha pedido que recobre un pincel que ha tirado: sus emociones son un pincel desbocado o torrencial). Secuencias después, dentro del agua, ante la mirada de Bruce, ella besará su reflejo, rodeada de una liviana niebla: el reflejo desaparece al besarlo, “el amor lo destruye”, dice; la niebla de la percepción que crea reflejos, y destruye a quien los representa. Lilith representa para Bruce el rapto del éxtasis y la inocencia. Es tanto la naturalidad de las emociones sin límites (los que impone la sociedad), la lucidez perspicaz (define a Bruce en escuetas palabras al poco de conocerle: “tú te sientes fuera de lugar. Los aventureros se sienten fuera de lugar. Son tímidos. No son atrevidos como la gente piensa que son. Van dando traspiés, rompiendo cosas, siendo regañados. Siempre buscan un lugar al que sientan pertenecer. Tienen esa mirada tortuosa de no conseguir encajar con nada”), como la emocionalidad más turbia y descontrolada. Bruce se sentirá ese caballero protector que puede ayudarla a superar su trastorno, rescatarla de su pesar o dolor no resuelto, a la par que se verá cautivado por su canto. Cuando hagan el amor por primera vez, en el bosque, sobre sus cuerpos se superponen imágenes del agua, y aún más, figuras y reflejos se confunden en varios planos, como la asimetría que define la interrelación entre emociones y reflejos. Imágenes de entresueños (obra del gran Eugen Schüfftan), como si uno se deslizara en una realidad paralela en la que se pierde pie.



Dos secuencias se convierten en sendos reflejos de la desubicación emocional que Bruce aún no ha asumido. Aquella en la que asiste con Lilith a la representación de una justa medieval, en la que él participa a caballo, enganchando con su lanza tres aretes, convirtiéndose en el caballero ganador del lance para su dama. Pero será testigo de una acción turbadora que le costará asimilar: Lilith conversa con dos niños a los que ha preguntado si le venden el hielo.  Juega con el mismo de un modo más que insinuante, deja que le toque un niño los labios, y acaba besándole con un gesto que tiene mucho de voraz sensualidad. No hay límites en Lilith para la expresión del deseo. En la otra secuencia, Bruce se confronta con la turbiedad de los límites de la normalidad. Vaga por las calles, bajo la lluvia. Su presencia es advertida por Laura, sentada en el porche de su casa (como quien busca aire). La conversación entre su marido, Norman (Gene Hackman) y Bruce, mientras esperan que Laura traiga el café, apuntala la consciencia de que la normalidad es más turbadora que lo calificado como anómalo (la convencional mentalidad de Norman: sus grotescos chistes; los gestos en los incómodos silencios; las tensiones larvadas que se perciben en el matrimonio y, después de que Norman se haya ido, el directo ofrecimiento sexual de Laura). Bruce se encuentra desajustado, cautivo en una celda anímica, entre dos mundos igual de desapacibles aun en distintos términos. Su frágil aparente equilibrio comienza a agrietarse, de modo irreversible, cuando sorprende a Lilith en un apartado granero tras haber hecho el amor con otra paciente, Yvonne (Anne Meacham). Su reacción primero será la despechada, pero después la besa con voracidad. Bruce es incapaz de saber relacionarse con alguien como Lilith, ya que no saber comprenderla es no saber ayudarla ni apoyarla. Más bien demanda que se convierta en un reflejo complaciente, y no logra encajar que no lo sea (Bruce introducirá la muñeca de Lilith en las aguas de su pequeño acuario), lo que la abocará a un irremediable trastorno; la destruye como quien borra con furia lo que no quiere que sea, que no es sino lo que no logra asumir en sí mismo, su desequilibrio. Bruce comprenderá demasiado tarde que quien realmente necesita ayuda es él. El caos no estaba únicamente fuera, y no era algo que fuera a dominar, ayudando a su encarnación, Lilith, rescatándola, sino que estaba ya en él, como un dolor sordo, el de su desvalimiento emocional. Por no saber percibirlo había abocado a Lilith al otro extremo, al completo extravío de la mirada perdida. Había confundido los reflejos, y al besarlo, lo había matado

Alexander Zárate


USA, 1964. T.O: “Lilith”. Director y productor: Robert Rossen. Guión: Robert Rossen, según la novela de J.R. Salamanca. Fotografía: Eugen Schufftan, en blanco y negro. Música: Kenyon Hopkins. Intérpretes: Warren Beatty, Jean Seberg, Peter Fonda, Kim Hunter, Jessica Walter, Gene Hackman, Anne Meacham.