La actual crisis sanitaria arroja el espacio cultural a un pozo sin fondo. Retenidos en un terreno mutable y desprovisto de certezas, los gestores de las incontables actividades perjudicadas intentan a toda costa salvarlas y reinventarlas. A lo largo de las últimas semanas, se sucede la publicación de comunicados oficiales en los que se anuncian suspensiones pasajeras o definitivas y aplazamientos confiados. Así, en apenas tres meses, la pandemia de la COVID-19 acaba, de una u otra forma, con las modernas ediciones de incontables festivales de cine, e incluso sitúa a un gigante todopoderoso como Cannes contra las cuerdas.
El festival de cine de autor de Barcelona, el D’A, es una de las escasas propuestas culturales que resuelve seguir adelante pese a todo. A finales del mes de marzo su director, Carlos R. Ríos, hace pública la decisión de celebrar a través de la plataforma Filmin la décima edición en las fechas previstas, del 30 de abril al 10 de mayo, manteniendo además en la programación buena parte de los títulos seleccionados. De esta manera, el capítulo diez del D’A se convierte en uno de los más singulares y también exitosos de su singladura. En efecto, la valiente y admirable determinación de continuar la marcha con la parcial reinvención en un espacio desconocido, según la creación de un sugestivo clon online, posibilita, más allá de la pura supervivencia, el establecimiento de valiosos e inéditos diálogos con espectadores repartidos en distintas localizaciones y la conquista de importantes cifras en los visionados.

El desarrollo de la edición en un nuevo universo, a partir del modelo propuesto desde hace algunos años por manifestaciones parecidas, como por ejemplo el Atlantida Film Fest, permite la concreción de otro texto acerca de las inevitables transformaciones experimentadas en los últimos tiempos en la gestión y exhibición de material audiovisual y en las charlas entre los múltiples agentes implicados. Obligado por las circunstancias actuales, el D’A explora un futuro plausible y casi inmediato de distribución y diálogo, y entrega en su balance interesantes consideraciones. En resumen, diez jornadas de cine cristalizan en un informe del estado de las cosas, quizá apresurado y zarandeado por la permanente suma de noticias, más necesariamente revelador.
Un año más, el equipo del D’A permanece fiel a sus coordenadas y propone una notable muestra de cine de autor internacional exquisitamente estructurada y conectada en varios bloques. Reuniendo las piezas incluidas en las secciones Talents, Un Impulso Colectivo, o Transicions, podemos encontrar un aluvión de escrituras heterogéneas, sugestivo cine casi invisible, un muestrario de trabajos de conocidos nombres propios, y apreciables exploraciones de la soledad moderna o las metamorfosis del amor. Significativamente, dos de las películas más valiosas del conglomerado se refieren al dialogo interdimensional y a la conjugación del ayer y el mañana: Abou Leila (Amin Sidi-Boumédine, 2019) y My Mexican Bretzel (Nuria Giménez, 2019). La primera, incluida en el apartado a competición y distinguida con el premio de la crítica, nos conduce con las primeras imágenes a un universo crispado y en descomposición, la Argelia de mediados de los años noventa, y a continuación nos suelta en un tablero onírico en el que se articula un notable estudio acerca del ejercicio de la violencia. El film de Nuria Giménez es otro dédalo, un laberinto con la apariencia del diario de una mujer, organizado con cuadros de unas home movies filmadas en aproximadamente dos décadas. En su reconocimiento de la memoria de un personaje fantasmal y acaso ficticio, al menos en su recorrido moderno por la pantalla, la cineasta reflexiona en territorios fronterizos acerca de la emocionante ambigüedad en el medio de la realidad y la ficción, y llega a fijar claras y firmes conexiones con algunos trabajos de Welles o Marker. De igual forma, My Mexican Bretzel (¿quizá el largometraje español más sugestivo de los últimos tiempos?) conforma una suerte de dueto de rompecabezas fílmico con Aznavour by Charles (Le regard de Charles, Marc di Domenico, 2019), un poemario autobiográfico y algo fantasioso del popular cantante.

La cinta islandesa Un blanco, blanco día (Hvítur, Hvítur Dagur, Hlynur Palmason, 2019), un discutible estudio de la pérdida redactado en torno a la relación de un hombre y su nieta, obtiene el principal trofeo de un festival que durante su celebración presenta también las últimas realizaciones de Werner Herzog, Kiyoshi Kurosawa, Jessica Hausner o Christophe Honoré. El director francés, con la ayuda de la actriz Chiara Mastroianni, construye con Habitación 212 (Chambre 212, 2019) su mejor trabajo en años, una característica aproximación a la figura de una mujer y la crisis de su matrimonio en la que con manifiesta habilidad armoniza cierta frivolidad con la amargura existencial. La asociación de temperamentos e inquietudes, tradicionalmente gala, convierte además esta pieza en una particular hermana mayor del mediometraje de Marc Ferrer El corazón rojo (2020), una estupenda prolongación de obras previas en la que de nuevo son invocados los fantasmas de Truffaut y Rivette con conmovedor respeto y afecto. Por su parte, Little Joe (Little Joe, 2019), la última obra de la austriaca, recibe un significado nuevo y extraordinario a consecuencia de la grave situación mundial actual. Volumen cuestionable por su afán de aglutinar con cierta prisa numerosas vías de discusión y especulación sobre la cuestión humana y sus metamorfosis en el siglo XXI, ofrece láminas de inquietante belleza desalentada e individualiza determinados códigos de género y fotografías de cintas del pasado.
Ramón Alfonso