La actual situación de pandemia internacional ha traído consigo la inesperada reconsideración, o revalorización, de la película de Steven Soderbergh Contagio, hasta el punto de convertirse, o casi, en el tutorial de supervivencia casero de estos tiempos.
Una de las numerosísimas consecuencias de la alarma sanitaria vivida a nivel mundial por la pandemia provocada por la espectacular propagación del coronavirus COVID-19 ha sido el revival que han experimentado, a nivel casero y vía visionado en plataformas o descargas en la Internet, numerosas películas de ficción centradas en la temática de los virus incontrolados –recordemos La amenaza de Andrómeda (The Andromeda Strain, 1971, Robert Wise), El puente de Cassandra (The Cassandra Crossing, 1976, George P. Cosmatos), Estallido (Outbreak, 1995, Wolfgang Petersen) y Guerra Mundial Z (World War Z, 2013, Marc Forster), entre las más populares, o Estación 3 ultrasecreto (The Satan Bug, 1965, John Sturges), entre las que menos–, destacando entre todas ellas Contagio (Contagion, 2011), dirigida por Steven Soderbergh (1).
Pueden ser varias las razones por las cuales el film de Soderbergh parece haber calado tan hondo en el inconsciente colectivo, si no todas ellas al menos la mayoría ajenas, probablemente, a sus cualidades artísticas (que, a mi entender, las tiene: es una de las películas más interesantes, no genial pero sí atractiva, que haya realizado su director en esta última década). La primera de ellas puede deberse a que, al contrario que la mayoría de las “películas sobre virus” que se han hecho, Contagio tiene una apariencia más realista, ergo más “cercana”, que por ejemplo La amenaza de Andrómeda, El puente de Cassandra y Guerra Mundial Z, más enfocadas hacia la ciencia ficción, el cine de catástrofes y el de terror, y, por tanto, más alejadas de la realidad cotidiana del espectador. El realismo de Contagio –aceptando, de entrada, que el realismo, en cine, no es más que una convención– es superior, incluso, al de la relativamente más verosímil Estallido, que empieza mostrando los estragos de un virus (imaginario), el Motaba, con cierto rigor, para luego ir derivando al relato de acción, con el bajito Dustin Hoffman haciendo no de superhéroe –piénsese que Harrison Ford era el primer protagonista previsto–, pero casi. A ese “realismo” contribuye la textura misma del film, rodado con cámaras ultraligeras y con un estilo a la hora de elegir y filmar los encuadres cercano a los modos del documental o del reportaje informativo para televisión.
Otro aspecto que probablemente ha jugado de cara a la actual popularidad de esta película ha sido el tratamiento, asimismo, “cercano”, muy humano, de sus personajes. Resulta significativo, en este sentido, que el primer personaje relevante que fallece, víctima del virus, a poco de empezar el film, el de Beth Emhoff, sea, precisamente, el personaje más “distante”, menos empático, socialmente hablando, de cara al espectador: una mujer de clase social acomodada, que acaba de regresar de un viaje de negocios a Hong Kong –ergo, China: el origen del actual foco pandémico del COVID-19 a efectos oficiales–, previa escala en Chicago para encontrarse brevemente con un antiguo amante y echar un polvo con él antes de volver a casa. Que Beth corra a cargo de la componente del elenco que más y mejor representa el glamur hollywoodense actual (o lo que se entiende como tal), es decir, la repelente Gwyneth Paltrow, refuerza lo que Contagio tiene de lectura a ras de suelo sobre la terrible historia que cuenta –la propagación y contención de una pandemia que provoca casi 30 millones de muertos en todo el mundo a lo largo de 135 angustiosas jornadas–, narrándola desde el punto de vista de una serie de personajes contemplados desde una perspectiva más naturalista.
Efectivamente, todos los personajes sufren o bien los efectos directos del virus (se infectan del mismo, desarrollan la enfermedad y, en muchas ocasiones, mueren, o lo hacen sus seres queridos), o bien los indirectos (lo analizan en laboratorios, estudian la manera de controlar el pánico de la población, y buscan sobrevivir a los saqueos de los supermercados encerrándose en casa y evitando al máximo el contacto con otras personas); los hay, incluso, que se aprovechan de la situación en beneficio propio, tal es el caso del “profeta de Internet” Alan Krumwiede (Jude Law). Pero, en última instancia, a todos ellos, de un modo u otro y en mayor o menor medida, les mueve lo mismo: el instinto de supervivencia y la protección egoísta de sí mismos y de las personas de su más inmediato entorno, la pleitesía al “dios salvaje”, que diría Roman Polanski con la complicidad de Yasmina Reza. Nadie se salva. Mitch Emhoff (Matt Damon), el padre de familia que acaba de ver morir a su esposa Beth y a su pequeño hijastro Clark (Griffin Kane) prácticamente de la noche a la mañana, trata de proteger la vida de su hija adolescente Jory (Anna Jacoby-Heron), aunque sea a costa de tenerla encerrada en casa e impedirle que se acerque a un chico del barrio que le gusta, Andrew (Brian J. O’Donnell). El Dr. Ellis Cheever (Laurence Fishburne), uno de los médicos encargados de supervisar el control de la pandemia, se salta el código ético de imparcialidad inherente a su profesión y telefonea a su esposa Aubrey (Sanaa Lathan) para que abandone de inmediato la ciudad antes de que se decrete una cuarentena que le impediría irse. El mencionado Alan Krumwiede se erige en paladín de la verdad, negando desde su blog o a través de apariciones por televisión la existencia del virus y, posteriormente, la efectividad de la vacuna creada para erradicarlo, pero porque ello le sirve para aumentar su popularidad (su blog alcanza en un día los dos millones de visitas) y para llevar a cabo ciertos negocios particulares. Sun Feng (Chin Han), uno de los anfitriones en Hong Kong de la Dra. Leonora Orantes (Marion Cotillard), la retiene en la humilde aldea de la cual es originario, a fin de asegurarse de que los suyos estén “entre los primeros de la cola” cuando empiecen a repartirse las vacunas. Ello no obsta para que, en medio de todo este panorama de egoísmo feroz e hipocresía mal disimulada, no surjan gestos altruistas. Para ganar tiempo, y jugándose la vida, la Dra. Ally Hextall (Jennifer Ehle) prueba en sí misma el primer prototipo de vacuna que ha funcionado bien en los simios. Acaso consciente de la falta de ética que ha cometido favoreciendo a su mujer, Cheever lo compensa regalando su propia dosis de vacuna al pequeño hijo de Roger (John Hawkes), el humilde empleado de la limpieza que trabaja en su laboratorio. Otra médica, la Dra. Erin Mears (Kate Winslet), contagiada por el virus y ya agonizando, intenta darle su chaqueta acolchada a otro enfermo en la camilla contigua a la suya que dice tener mucho frío. Una vez seguro de que ni él, ni su hija, ni el joven Andrew, pueden enfermar, Mitch organiza una pequeña fiesta “de fin de curso” en su propia casa para que la pareja de adolescentes pueda “bailar pegados”.
Está muy claro que, en estos momentos, el punto fuerte de la revalorización, acasocoyuntural, de “Contagio” reside en los evidentes paralelismos existentes entre sutrama y los recientes acontecimientos reales que estamos padeciendo todavía |
Como la vida misma… o casi
Pero, dejando aparte la sensación de proximidad que transmiten todos estos personajes (lo cual, sin duda, es uno de los aciertos estrictamente fílmicos de la película), está muy claro que, en estos momentos, el punto fuerte de la revalorización, acaso coyuntural, de Contagio reside en los evidentes paralelismos existentes entre su trama y los recientes acontecimientos reales que estamos padeciendo todavía en el momento de escribir estas líneas. Está, por un lado, que el origen del virus se sitúe, también, en China, más concretamente en Hong Kong, en vez de en Wuhan, y que incluso aparezca –en el revelador flashback final– el detalle del murciélago que infecta con su saliva no al ahora célebre pangolín, sino sencillamente a uno de los cerdos que luego es servido en el restaurante hongkonés donde Beth va a comer con unos compañeros de trabajo y se contagia por darle la mano al cocinero. Asimismo, la descripción de los efectos de la pandemia sobre la población civil da pie a que el film ofrezca un catálogo de imágenes y situaciones dramatizadas que no pueden menos que traernos de inmediato a la memoria la iconografía actual del coronavirus: el confinamiento forzoso en los propios hogares; el uso obligatorio de mascarillas quirúrgicas para salir a la calle; el recuerdo constante de las medidas sanitarias, como la del frecuente lavado de manos con agua y jabón o con gel hidroalcohólico, o el mantenimiento de una distancia de seguridad entre las personas (medidas de separación social, las llaman, cuando más bien serían medidas de separación física); el no darse besos con un ser querido, o ni tan siquiera darse la mano (es de agradecer que, al menos, la película nos ahorre la imbecilidad de saludarnos con el codo o –por favor– con el pie); las colas ante los supermercados o los camiones de abastecimiento, con el miedo pintado en los rostros de los ciudadanos; o las macabras fosas comunes, con los cadáveres –los grandes ausentes de esta tragedia colectiva– escondidos en asépticos envoltorios blancos de plástico, que hacen pensar, por descontado, en los sepelios masivos que se han llevado a cabo en determinadas zonas desfavorecidas del planeta.
En consonancia con este planteamiento, Soderbergh va sazonando diversos momentos con primeros planos de manos tocando teléfonos, puertas u otros objetos, de manera que esos gestos cotidianos, naturales, “inofensivos”, se convierten así en algo inquietante, amenazador, mortal: contestar a una llamada con un teléfono que no es el propio, abrir una puerta, incluso besar la mejilla de un ser querido, puede significar la muerte. En este sentido, la película funciona porque muchas de sus pinceladas están, dramáticamente hablando, conseguidas: ese momento, magnífico, en que Mitch recibe la noticia de la muerte de su esposa y, dada su confusión, pregunta al médico que acaba de anunciárselo si puede hablar con ella…; la secuencia, sobriamente resuelta, en que Mitch y su hija Jory recorren los supermercados saqueados en busca de comida; las escenas de Krumwiede recorriendo, con un traje presurizado (sic), las desoladas calles de la ciudad en cuarentena, y colocando panfletos en los coches animando a la gente para que no se vacunen. Otra ventaja del método utilizado por Soderbergh reside en que su supeditación a las escenas y al montaje cortos está, asimismo, estrechamente vinculada con otro elemento dramático del argumento: la idea de que el virus se propaga fácilmente por contacto directo de una dermis con otra. Hay un momento en el cual la Dra. Mears explica que el ser humano se toca la cara algo así como veinticinco mil veces al día como media, es decir, cuatro o cinco veces por minuto (¡), lo cual facilita que el portador del virus vaya extendiéndolo doquiera que vaya (2).
Tomás Fernández Valentí
(1) Según datos extraídos de la página en inglés dedicada a Contagio en Wikipedia, en enero de 2020 sus descargas piratas habían aumentado un 5,609% en comparación con el mes anterior; en marzo, era la séptima película más popular en iTunes, y la segunda del catálogo de Warner Bros. (ocupaba el número 270 en diciembre de 2019); y, a finales de ese mismo mes, había sido el título más visto en la plataforma HBO durante dos semanas seguidas (https://en.wikipedia.org/wiki/Contagion_(2011_film)#Renewed_popularity; consulta del 28 de mayo de 2020).
(2) Para leer un comentario crítico más extenso de este film, puede consultarse la crítica que escribí en mi blog El Cine según TFV en el momento de su estreno: http://elcineseguntfv.blogspot.com/2011/10/los-pasos-dobles-no-habra-paz-para-los.html.