Hagas lo que hagas, ámalo
El paso del tiempo no ha hecho envejecer para nada a este indiscutible clásico del melodrama costumbrista, que se repone en nuestros cines (si, por fin, ya han vuelto a abrir) este 27 de junio, sino todo lo contrario. La emoción, la nostalgia y el amor incondicional constituyen la materia prima de esta joya de la cinematografía. Cine sobre el cine. Tan simple como eso.
¿Qué se puede decir de Cinema Paradiso que no se haya dicho ya? Ya han pasado más de treinta años desde que el cine nos regaló un pedacito de su historia. Más de treinta años desde que Totó nos enterneció y Alfredo nos emocionó hasta las lágrimas con su amor, desinteresado y eterno, por esa sala que alguien llamó “Paraíso” y por su pequeño e incondicional amigo. Giuseppe Tornatore supo tocar las fibras más íntimas de todo espectador amante del séptimo arte, y lo hizo con un relato simple, una flecha directa al corazón, pero con un fin bien planeado: la autodefensa del cine ante la escalada que procedía del vídeo hogareño y el latente peligro de extinción de las salas de proyección. El destino del cine como si se tratara de una enfermedad terminal ha sobrevolado las marquesinas ya varias veces, y en distintas décadas, agitando los fantasmas de su deceso. Sin embargo, habrá cine mientras un solo espectador se siente ante una pantalla. De aquí a la eternidad.
Cinema Paradiso deja entrever esos temores, pero los sobrelleva con esperanza y optimismo, con el amor sin barreras por la fábrica de fantasías, y con las peripecias de dos vidas paralelas, una que apenas comienza, y la otra, olvidada y atrapada en ese cuarto de proyección. El final de la película es la síntesis de su naturaleza: el amor impreso en una sucesión de escenas de besos emociona a un solitario hombre sentado en función privada frente al lienzo de una pantalla de cine. El montaje de besos es el regalo póstumo de un viejo amigo. Solo ese hombre solitario sabe de qué se trata. La sucesión de imágenes es el tuétano de la función narrativa del cine que adquiere sentido a través del proceso de asociación mental. Eso es el cine. Pero, ¿quién es ese espectador solitario? Totó adulto, ahora un famoso director de cine.
EL PARAÍSO DE LAS FANTASÍAS
Cinema Paradiso es un fresco de la sociedad italiana expuesto desde los aciagos días de la Segunda Guerra Mundial en los que vemos a Alfredo, cuya tarea diaria es manipular el viejo proyector de la sala en una época en la que todo era mucho más difícil. Salvatore, conocido como “Totó”, es un niño huérfano de padre, fascinado con las películas, que intenta de todas las formas posibles trabajar en la sala de proyección y ser el ayudante de Alfredo, que se resiste todo lo que puede pero que se deshace de ternura ante cada nuevo intento, cada ocurrencia y cada travesura de Totó. El inmenso corazón de Alfredo le abrirá a Totó las puertas de la sala y de su propia vida convirtiéndolo finalmente en su ayudante, y su bonhomía quedará patente más allá de esa noble postura de padre sustituto, mentor y guía espiritual, cuando, contra el interés económico del cine decida proyectar una película sobre la pared de una casa en la plaza, fuera del cine, porque la mitad del pueblo no había podido entrar y se quedaba sin verla. La recaudación es lo de menos. Nada importa, solo el cine. El fuego convertirá ese gesto en tragedia. Alfredo perderá la vista, el peor castigo que pueda imaginar un amante del cine. Pero esa desgracia será para Totó la oportunidad de ser proyeccionista cuando la sala sea reconstruida por el inversionista Spaccafico (Enzo Cannavale) y reinaugurada como “Nuovo Cinema Paradiso”. Lo que había aprendido de Alfredo daría sus frutos. Totó crece y su relación con el ciego Alfredo se estrecha aún más. Cinema Paradiso tiene también algo de autobiografía. Un adolescente Tornatore, apodado Peppuccio, había sido ayudante de Mimo Pintacuda, el fotógrafo de eventos sociales de un pequeño pueblo palermitano.
Tornatore, bebiendo de la fuente del neorrealismo italiano, expone con maestría la fuerte relación de Giancaldo, un pueblo perdido de Sicilia, con su sala de cine, su “Paraíso”. Y no es casual el término, porque en ese ámbito el pueblo tiene su lugar de encuentro social en el que priman la diversión y las bromas, las quejas a Alfredo por las habituales demoras o el desenfoque de las imágenes. Allí el más cobarde se envalentona tras la imagen de John Wayne y La diligencia, y los olvidados de la tierra se identifican con el mensaje de La tierra tiembla de Visconti que pretende defender sus derechos: “Doce horas de cansancio en los huesos, y a casa no llevan siquiera lo que basta para no morir de hambre”. Cualquier semejanza con la realidad no es pura coincidencia. La empatía de esas almas con la ficción cinematográfica es inmediata e inevitable, y lo es a través de las imágenes porque la palabra escrita es privilegio de pocos. Tornatore expone la miseria cultural del pueblo con pinceladas tan certeras como emotivas: “La lengua italiana no es la lengua de los pobres en Sicilia”, rezan los títulos que abren la película proyectada, mientras el acomodador intenta avergonzado que un parroquiano a su lado le explique qué es lo que dice. “No lo sé, soy analfabeto”, responde este. “¿Tú también?”, se sorprende el acomodador, entre el alivio y la desilusión. El cine es un fenómeno social que llega a todos por igual, y no hace diferencias intelectuales. En la sala de cine todos pueden dejar volar su imaginación, proyectar sus fantasías, sus anhelos, y olvidar su miseria y sus frustraciones, aunque no sea más que por unas horas. Es su escape, su oasis, su “paraíso”. Pero también es el lugar para sentimientos más pecaminosos, cuando la oscuridad y alguna escena subida de tono (que hoy nos hace reír) hagan hervir la libido adolescente. Allí se ventilan los crónicos odios de clase en los escupitajos que un señorito bien lanza desde el palco a los pobres sentados debajo, y allí también un hombre encuentra a la mujer con la que se casará, con la que volverá tiempo después al mismo lugar, pero con sus hijos, como si de una ceremonia sacra se tratara.
EL CINE ES UN SANTUARIO
Cinema Paradiso es cine sobre el cine. Simple, sincero, emotivo, nostálgico, entrañable. Cine con dos protagonistas: el público y sus sentimientos. Y con la idea constante de que el cine es sagrado. Esa sacralidad es intencionalmente mostrada por Tornatore a través de una evidente serie de signos y símbolos: volvemos al nombre del cine, “Paradiso”, cuya significación remite de inmediato a lo perfecto, a la eterna felicidad de ese escenario bíblico; Totó es “monaguillo” en la iglesia cuyo párroco, el padre Adelfio (Leopoldo Trieste), hace además las veces de censor cortando las escenas “pecaminosas” de cada película, lo que lleva a que alguien diga: “Hace veinte años que vengo al cine y no he visto ni un beso”; la virgen María se muestra envuelta en los haces de luz del proyector; la milagrosa “resurrección” de las estrellas cinematográficas muertas y la santificación de los posters y fotos; la función del proyeccionista es un verdadero “sacerdocio” del que no hay forma de escapar, ya que, como dice Alfredo cuando Totó le pregunta por qué no cambiaba de trabajo: “¿Cuántos en el pueblo sabrían hacer de operador? Ninguno. Solo un cretino como yo lo sabe hacer”. Las reminiscencias religiosas son evidentes y no hacen más que confirmar el sentido del film: el cine es un santuario. Pero ello, y allí está la honestidad de Tornatore, no le impide cierto cuestionamiento del discurso religioso, incluida alguna falta de respeto cuando un joven Totó le declare su amor a Elena en el confesionario de la parroquia.
El film está rodado con sencillez, sin despliegue técnico ni ambición de demostrar habilidades con la cámara. Se privilegia el retrato costumbrista y sentimental, el relato intimista y la pintura pueblerina de la Sicilia rural de los años cuarenta y la Italia de la posguerra por encima de los virtuosismos visuales de impacto fácil, y muchas veces vacuos, tan habituales en el cine de hoy. La nostalgia y el romanticismo más puros se derriten en el calor de la historia y se elevan a sus más altas cotas con la ya mítica banda sonora de Ennio Morricone, de una sensibilidad melódica pocas veces conseguida. La música del maestro romano es parte fundamental de la masa que Tornatore cuece como el mejor gourmet para dejar el pastel servido al espectador, y a la receta, encima, se le adiciona un condimento tan perfecto como sorpresivo: un tema de amor escrito por Andrea Morricone, hijo del compositor, que se revela tan inspirado como su padre y que quedará grabado en la memoria colectiva e identificará a la película apenas se escuchan sus primeros acordes.
Cinema Paradiso es cine sobre el cine. Simple, sincero, emotivo,nostálgico, entrañable. Cine con dos protagonistas: el público y sus sentimientos.Y con la idea constante de que el cine es sagrado |
A la sencilla pero solvente habilidad del director para plasmar la nostalgia hay que sumar la efectividad de un elenco en absoluto estelar, en el que destaca un inconmensurable Philippe Noiret como Alfredo, cuya actuación mereció el premio BAFTA y que se debe valorar mucho más si tenemos en cuenta que Noiret era francés y debió pensar su interpretación en italiano. La revelación fue el pequeño actor Salvatore Cascio como Totó, que tenía solo ocho años y no había ido al cine en su vida cuando fue seleccionado para el papel, luego de cautivar con su espontaneidad a Tornatore en el casting: “¿Qué significa el cine para ti?”, le preguntó el director. “No sé… ¿Una tele muy grande?”. Tras unos segundos de sorpresa y ternura contenida la carcajada de Tornatore significó la contratación del niño y el inicio de la aventura que fue para Salvatore rodar en la misma localidad en la que vivía con su familia: Palazzo Adriano. Cascio había debutado en un programa del canal 5 de la televisión italiana, Maurizio Constanzo show, y saltó a la fama con la cinta de Tornatore metiéndose en la piel de Totó como si lo fuera realmente y con una naturalidad y frescura que fue premiada con el BAFTA a mejor actor de reparto, ganando a tres monstruos como Al Pacino, John Hurt y Alan Alda.
Confieso que hacía mucho tiempo que había visto Cinema Paradiso, muchos años, y la guardaba en el recuerdo como una muy buena película. La volví a ver para escribir esta reseña. La experiencia fue demoledora. De mi planificación huyó de inmediato todo atisbo de análisis técnico, solo me apetecía escribir sobre sentimientos y espero que el lector me exima por esta vez de una estricta función crítica. De la espontánea empatía con la tierna inocencia y la ensoñación por el mágico universo del cine de Totó pasé a un estado de constante esfuerzo por contener las lágrimas, con el llanto atragantado en la garganta. Y en ese estado vi la película hasta que el Totó adulto (magnífico Jacques Perrin, otro francés) acompaña el cortejo fúnebre de Alfredo que camina por las calles de su Giancaldo y comienza a reconocer a los viejos habitantes del pueblo y clientes del “Cinema Paradiso” que ahí está, una mole derruida repleta de recuerdos. Ya nada pude hacer y lo que eran sollozos contenidos se liberaron en llanto descontrolado. Suerte que estaba solo.
Eso es para mí Cinema Paradiso. No es que la descubriera ahora, pero algo ha ocurrido, quizás el paso del tiempo, acaso la remembranza de épocas mejores, la infancia perdida, el desarraigo. Eso es para mí Cinema Paradiso. Pura emoción. Pura nostalgia. Puro cine. Una declaración de amor al Séptimo Arte para todos los que lo amamos, de ese cineasta un tanto irregular que es Giuseppe Tornatore, que hizo lo que no todos podemos hacer: un homenaje a la magia del cine a través de la mirada inocente de un niño embelesado por la fábrica de sueños y de las enseñanzas que un solitario proyeccionista le transmite con amor. La más importante, la más grande de todas ellas es el consejo de Alfredo a Totó para que salga al mundo, que se aleje de ese pueblo que le impedirá ser alguien, que lo abandone todo, hasta a su madre, incluso a ese viejo y ciego proyeccionista que lo ama profundamente, como al cine mismo. Ese viejo y ciego Alfredo que sella su amistad con el sacrificio personal de su propia, futura y consciente soledad con una sentencia que desnuda su vida y su alma: “Hagas lo que hagas, ámalo”.
Eduardo J. Manola
Italia-Francia, 1989. T.O.: “Nuovo Cinema Paradiso”. Director y guión: Giuseppe Tornatore. Productores: Gabriella Carosio, Franco Cristaldi, Giovanna Romagnoli. Fotografía: Blasco Giurato, en color. Música: Ennio Morricone; tema de amor por Andrea Morricone. Intérpretes: Philippe Noiret, Jacques Perrin, Salvatore Cascio, Leopoldo Trieste, Enzo Cannavale, Antonella Attili, Isa Danieli, Leo Gullotta, Marco Leonardi, Pupella Maggio, Agnese Nano, Tano Cimarosa, Nicola di Pinto, Roberta Lena, Nino Terzo, Nellina Laganá, Turi Giuffrida, Mariella Lo Giudice, Giorgio Libassi.