Entre la culpa y la redención
Artífice de una dilatada filmografía –más de medio centenar de largometrajes–, en la figura de Edward Dmytryk se sitúa, a mi juicio, una de las más flagrantes injusticias, de cuantos realizadores poblaron la que podría denominarse “generación intermedia” de Hollywood. Despojado –en líneas generales– de cualquier consideración, en función de una acción personal, que sí fue disculpada en otros hombres de cine, lo cierto es que en la amplitud de su obra se encuentra un cineasta especialmente inclinado en la narración de turbulentas historias, protagonizadas por seres en ocasiones al límite. En lo mejor de su cine, junto a dicho rasgo, surgirán historias que combinaban una mirada sensible y callada. En definitiva, Dmytryk filmó numerosas buenas películas, no pocas espléndidas, siendo merecedor de un reconocimiento que siempre le ha sido esquivo.
Partamos de entrada de una evidencia: el “caso” Edward Dmytryk, es uno de los más incómodos de la historia del cine norteamericano. Incómodo y erróneo a mi juicio, ya que de entrada aquellos que “condenan” la aportación cinematográfica de Dmytryk, lo hacen, no analizando lo que ella sugiere a través de sus imágenes, sino introduciendo a la hora de este análisis sesgado la mayor o menor integridad de su personalidad como intelectual. Pero vayamos por partes. Edward Dmytryk (1908–1999) nace en Canadá, descendiendo de padres ucranianos emigrados a Estados Unidos. Sin interés alguno por el mundo cinematográfico, la decisión de independizarse de su familia y sufragarse sus propios estudios le llevó a que, con 14 años, trabajara como chico de los recados en Paramount. Más adelante, ejerció como proyeccionista, coqueteó con los oficios inferiores en la Universal y, ya, a los 19 años, ejerció como montador, pasando más tarde al departamento de películas rodadas en español, en los primeros pasos del cine sonoro, faceta que se prolongó durante no mucho tiempo.

En 1935, tomando unas pequeñas vacaciones de tres semanas, y con un presupuesto irrisorio de apenas cinco mil dólares, el canadiense debutará como director con el ignoto western The Hawks. Pese a su insignificancia industrial, Dmytryk obtiene un inusual beneficio de la pequeña producción. De todos modos, no será hasta 1939 cuando su andadura arranca con bastante celeridad, siendo designado para culminar el rodaje de Million Dollars Leg, tras despedir la Paramount a su hasta entonces director, Nick Grindé. A partir de ese momento, Dmytryk rodará cerca de una quincena de largometrajes, todos ellos complementos de programa doble, cercanos al universo del serial, al servicio de estudios como Paramount, Columbia o Monogram. Será el ámbito de su filmografía que sigue siendo menos conocido. También, quizá, el menos atractivo. Entre ellos, aparecen productos tan insignificantes como Captive Wild Women (1943) –el peor de los títulos suyos que he tenido ocasión de contempla––, tan mediocres y esquemáticos como Seven Miles from Alcatraz (1942) o Tras el sol naciente (Behind the Rising Sun, 1943), pero en el que se esconden, del mismo modo, excentricidades tan insólitas y disfrutables como la rareza fantastique The Devil Commands (1941).
El inesperado éxito de la muy apreciable Hitler’s Children (1943) permitirá a Dmytryk ser contratado durante siete años en el seno de la RKO, accediendo de inmediato al estatus de director de Serie A. Será el punto de partida al fulgurante periodo del realizador en dicho estudio, firmando atractivas muestras de noir, como la adaptación de la novela de Raymond Chandler Historia de un detective (Murder, My Sweet, 1944) o Venganza (Cornered, 1945). Junto a ellas, surgirán títulos de correcta factura, pero ingenua vertiente propagandística, como Compañero de mi vida (Tender Comrade, 1944), o muy interesantes exponentes de cine bélico, representados en el injustamente olvidado La patrulla del coronel Jackson (Back to Bataan, 1945). Será un contexto en el que Dmytryk plasmará una serie de formas expresivas crispadas, claramente heredadas del expresionismo alemán, mostrando su inclinación por plasmar en su cine personajes dominados por comportamientos torturados y neuróticos. Y supondrá un ámbito en el que colaborará estrechamente con destacadas personalidades en el contexto progresista de Hollywood, como Adrian Scott y John Paxton, quienes participaron en varios de los títulos suyos firmados en el estudio. Será el más prestigioso de todos ellos –aunque uno personalmente prefiera con mucho, la excelente Hasta el fin del tiempo (Till the End of Time, 1946)–, el thriller antirracista Encrucijada de odios (Crossfire, 1947), que le valdría a Dmytryk la única nominación al Óscar al mejor director del conjunto de su carrera. Todos esos rodajes se efectuarán en un contexto convulso cuando, en el otoño de 1947, aparecen las primeras investigaciones del infausto Comité de Actividades Antiamericanas. En ellas, Dmytryk será uno de los diez testigos inamistosos, los célebres “10 de Hollywood”. Dicho contexto le llevará a sufrir, junto al resto de sus compañeros, una suspensión de sus tareas como director, teniendo que viajar hasta Inglaterra, donde rodará la sugerente We Well Remembered (1947), retornando a los EEUU y volviendo a Gran Bretaña donde, dos años después, rodará las muy interesantes Obsession y Give Us This Day –uno de sus títulos más prestigiosos–. Cansado de vivir fuera de su país, en 1951 retorna a él, sufriendo seis meses de cárcel, tras lo cual efectuará la delación que anatemizará el conjunto de su carrera y que el paso de los años ha revelado más simbólica que otra cosa, ya que ofreció nombres de antiguos camaradas comunistas, conocidos y citados en otras declaraciones previas.
Edward Dmytryk trasladará en su cine diversas vertientes de la culpa,a través de sus protagonistas y, al mismo tiempo,la búsqueda de la redención en sus elecciones vitales |

ADAPTACIONES, CONFLICTOS Y SUPERPRODUCCIONES
A partir de ese momento, Dmytryk consigue remontar su carrera, gracias al apoyo que le brindará el productor liberal Stanley Kramer, en cuyo seno dirigirá cuatro títulos, destacando entre ellos el estupendo The Sniper (1952). Será el inicio de un largo periodo, en el que nuestro cineasta recorrerá diversos estudios, afianzándose en el rodaje de exponentes de diferentes géneros, con buenos repartos, en los que, pese a sus vaivenes, destacará el interés propuesto, a la hora de plasmar universos torturados, poblados por personajes al límite. Un periodo que, a mi modo de ver, se extenderá hasta inicios de los sesenta, en el que Edward Dmytryk trasladará en su cine diversas vertientes de la culpa, a través de sus protagonistas y, al mismo tiempo, la búsqueda de la redención en sus elecciones vitales. Un cine que se basará en adaptaciones literarias. Proyectos que Dmytryk eligió personalmente –lo que da idea del mundo personal que deseaba plasmar a sus fotogramas–, y en donde destacaría su extraordinaria destreza en el perfil psicológico de sus personajes. Fruto de esos parámetros, aparecerán westerns tan valiosos como El hombre de las pistolas de oro (Warlock, 1959) –probablemente su obra cumbre–, la previa y notable Lanza rota (Broken Lance, 1954) –remake en clave del cine del Oeste de la magnífica Odio entre hermanos (House of Strangers, 1949. Joseph L. Mankiewicz)–, o la mucho más tardía Álvarez Kelly (Alvarez Kelly, 1966). Reflexiones sobre el sinsentido de la guerra, como la magnífica El baile de los malditos (The Young Lions, 1958), o la muy tardía, e injustamente olvidada, La batalla de Anzio (Anzio, 1968). Es cierto que en su filmografía de este periodo aparecen largometrajes más convencionales –aunque siempre rodados con un irreprochable ritmo y profesionalidad–, como Cita en Hong–Kong (Soldier of Fortune, 1955). Pero incluso entre ellos surgirán agradables sorpresas, como el injustamente ignorado La montaña siniestra (The Mountain, 1956), o la inesperada rareza que brindará El hombre que no quería ser santo (The Reluctant Saint, 1962). La carrera de Dmytryk sufrirá un cierto contrapié con El árbol de la vida (Raintress Country, 1957), de la que tengo un recuerdo lejanísimo y poco estimulante, que aparecía como intento de la Metro Goldwyn Mayer de aquel tiempo, de reeditar el lejano éxito de Lo que el viento se llevó (Gone with the Wind, 1939. Victor Fleming). Sin embargo, un par de años antes, había dado lo mejor de sí mismo, en la magnífica adaptación de Graham Greene Vivir un gran amor (The End of the Affair, 1955).
En un tiempo en el que la importancia del denominado cine clásico se encuentra compartida por menor número de inquietos y aficionados, cada vez fruto de menos inquietos y aficionados, y cuando incluso figuras de mayor calado que la de quien protagoniza estas líneas han pasado casi al olvido, resulta tan triste como lógico reconocer que la importancia de su alcance es casi nula. Ya casi ni importa que se valoren algunos títulos suyos, en ocasiones casi “a pesar de” estar firmados por Dmytryk. O que en un muy lejano debate del recordado programa de televisión Qué grande es el cine –con ocasión de la proyección de la ya citada El árbol de la vida–, prácticamente se denigrara su figura, obviando cualquier brizna de talento en su cine, a partir de dicha delación. Y siempre me he preguntado que opinarían esos mismos, evocando la delación –más grave, y sin sufrir ni cárcel ni exilio– de Elia Kazan, o si ello despojó al director de la maravillosa Esplendor en la hierba (Splendor in the Grass, 1961), de su talento –lo cual no sucedió en absoluto–. O por qué no se aplicó el mismo criterio con cineastas como el magnífico Robert Rossen o un actor como Sterling Hayden –también delatores–. Es cierto que Dmytryk nunca se arrepintió de ello, como sucedería en estos dos últimos casos. Sin compartir en absoluto su acción, creo que es precisamente a partir de la misma cuando su cine se tiñe de amargura, de resentimiento y, en líneas generales, de personajes que buscan una redención o un sentido a sus vidas, intentando con ello expiar algún episodio de su pasado, o de su propia psique.

En la obra de Edward Dmytryk cabe destacar a un de los más inteligentes cultivadores de los recovecos del cine bélico, a un especialista en adaptaciones literarias, destacando en ellos a un preciso retratista de personajes –en lo que tendría bastante que ver su pericia en la dirección de actores–, a un estimulante cultivador del western –practicando incluso con Álvarez Kelly la corriente crepuscular con acierto–. Sus películas destacarán por una fluidez en buena medida dada por la experiencia previa de nuestro director en calidad de montador. Los detractores de su cine –que ahora, totalmente olvidado, ni siquiera los tiene– sentenciaron sus películas, al señalar que hacía un “cine pesado”, cuando en realidad –y mi mirada como aficionado suscribe esta opinión–, lo mejor de su cine, describe una notable densidad, articulando bajo dicha premisa su innegable profesionalidad –Dmytryk se consideró, ante todo, un buen profesional–. Ello permitiría la versatilidad –también los altibajos– de su obra –en la que solo se echó en falta alguna propuesta dentro de la comedia–, descrita en la mayor parte de las majors de Hollywood, con producciones de gran producción, alternando con las estrellas más importantes. Pero al mismo tiempo albergando en la entraña de su cine la mirada de un humanista desencantado, proponiendo a partes iguales amargura y comprensión en sus fotogramas.
PRIMEROS PASOS DE UN NECESARIO REVISIONISMO
A nivel retrospectivo, la figura de Dmytryk tuvo su máximo defensor en esta revista, en el añorado Antonio Castro, que brindó en el n.º 214 –junio 1993– un pequeño estudio sobre su obra, dentro de aquel inolvidable “dossier” titulado “Directores olvidados”. El propio Castro no perdió la ocasión de hacerle una magnífica entrevista –la marca de fábrica del veterano crítico madrileño–, publicada en el n.º 231 –enero de 1995–, y efectuada un par de años atrás, cuando Dmytryk ejerció como presidente del jurado del Festival de San Sebastián 1993. Una entrevista, en la que el ya octogenario director, de vuelta de todo, declinó brindar su punto de vista ante aquella delación de 1951, que marcó su vida. Desde aquellos años noventa, y hasta su desaparición, también el llorado José María Latorre se destacó, con el paso de los años, por una mirada certera, revelando el interés –parcial, pero incuestionable–, que atesoraba el cine de Dmytryk, despojando su análisis de esos lamentables prejuicios que han ido enlodando su figura, y apelando, una vez más, a la obligada separación que se debe hacer entre la obra de un artista y la ética de un comportamiento determinado –no tenemos más que acordarnos del vergonzoso affaire Woody Allen para establecer concomitancias con la actualidad–.
Creo ya, cuando han pasado tantos años, que esa mirada cuestionadora en torno al cine del canadiense supone una incompresible anomalía en el terreno del análisis cinematográfico. Quizá, sería el momento oportuno de insertar su obra como uno de los exponentes más singulares de aquella denominada “Generación perdida”, formada por nombres como el ya citado Robert Rossen, Joseph Losey, Cyril Endfield –otro realizador que merecería revisionismo–… Profesionales e intelectuales que tuvieron que vivir circunstancias convulsas, con desarrollos y reconocimientos divergentes. Seres en cierto modo incómodos, como fue el caso de nuestro propio protagonista, sobrellevando a sus espaldas ese estigma de traición que llevó como culpa un unánime reconocimiento de carencia de talento en su obra. Dmytryk ejerció la docencia de cine en California durante muchos años, y tuvo que asumir momentos incómodos por parte de aquellos antiguos compañeros, que reiteradamente –y, en buena medida, con justificación–, le reprocharon su delación. Sin embargo, a la chita callando, bajo un aparente servilismo al juego de Hollywood, supo consolidar una obra –justo es reconocerlo, en los sesenta y setenta, salvo excepciones, con menor interés–, que llevaba aparejada una mirada desencantada sobre la condición humana.
Son 34 de los 52 largometrajes en los que se extiende la obra de Edward Dmytryk, que he tenido la oportunidad de contemplar hasta la fecha. A la hora de intentar plasmar una visión de conjunto, he optado por elegir estos seis exponentes, entre los numerosos títulos de interés que alberga la misma, optando por elegir dos de cada una de las tres décadas esenciales en que se desarrolló su filmografía.
I. EL DESAMPARO DEL RETORNO: “HASTA EL FIN DEL TIEMPO” (1946)
Lo señalaba con anterioridad. Pese a que, durante su periodo en la RKO, atesoró títulos bastante interesantes –otros más deudores de su tiempo–, y algunos de ellos aparezcan, por diversas circunstancias, más prestigiados, considero que Hasta el fin del tiempo es la mejor película firmada por Edward Dmytryk durante la década de los cuarenta. El director se encontraba en un periodo donde el cine de Hollywood pudo expresar mediante sus películas esa angustia y desasosiego que mostraban aquellos soldados que regresaban tras el triunfo aliado, plasmando una mirada teñida de escepticismo en algunos casos, y profunda depresión en otros –sobre todo manifestada en aquellos que regresaron con minusvalías físicas o psíquicas–. Fue algo, que definió de forma canónica el memorable Los mejores años de nuestra vida (The Bests Years of Our Lives, 1946. William Wyler), y tuvo referentes brillantes con Pride of the Marines (1945, Delmer Daves) o, posteriormente, y dentro de una vertiente complementaria –el entorno de la guerra de Corea–, Japanese War Bride (1952. King Vidor). Dentro de dicho contexto no solo hay que consignar que Hasta el fin del tiempo alcanza una personalidad propia, sino que en sí mismo resulta un producto excelente.
Basado en una novela del habitual escritor de westerns Nivel Busch, la película se inicia con el retorno de los soldados de la contienda. Entre ellos, la cámara de Dmytryk se centra en la amistad descrita entre el joven Cliff Harper (Guy Madison) y William Tabeshaw (Robert Mitchum). El primero regresará íntegro y con aparente optimismo a su casa de California, mientras que Tabeshaw volverá a la vida civil cargado de escepticismo y con una placa de metal alojada en el cerebro, fruto de una herida de combate. Harper pronto se acomodará en el hogar que dejó tres años y medio atrás, pero, aunque en apariencia todo se presta a una rápida integración, hay algo que falla para que en realidad esta no se consolide. Bajo la aparente amabilidad, no hay comunicación con sus padres. No se dispone a recuperar sus estudios, y tampoco encuentra la fuerza necesaria para emprender un desarrollo laboral. Una joven de cercana edad a la suya, que es además vecina y muestra su atracción por él, parece como si fuera su hija ¿Ha logrado una madurez forzosa en su estancia en contienda? Es bastante probable que así sea. Una de las grandes virtudes del film de Dmytryk reside en saber visualizar ese estado de desasosiego, teniendo su epicentro en su personaje protagonista, pero que hará extensiva a una sociedad civil que, aunque quiera hacer oídos sordos a esta traumática circunstancia, en realidad ha favorecido que ciudadanos suyos acudieran a la lucha, pero muy poco tiempo después han convertido a estos valientes soldados en seres incómodos y recuerdos permanentes de una circunstancia bélica, ante la que pretenden dar la espalda. Toda esa compleja circunstancia es mostrada por su realizador con una sutileza sorprendente, dado que se encuentra ubicado dentro de un periodo de su filmografía caracterizado por sus rasgos expresionistas, la influencia que en aquel entonces ofrecía su cercanía con el cine noir, que incluso se extendió en el posterior –y más reconocido– Encrucijada de odios. Por el contrario, nos encontramos ante un relato en voz baja, en el que adquieren gran importancia elementos como las miradas –son significativas a este respecto las reacciones que manifiestan los padres de Cliff, especialmente su madre, que en modo alguno desea que este le relate sus vivencias bélicas–, los tiempos muertos y, también, la manera con la que se filman los exteriores urbanos, que se erigen como fríos referentes, tal y como pocos años después utilizaría Dmytryk como eje fundamental en la crónica criminal The Sniper. Esa sensación de aparente cotidianeidad y, en el fondo, desasosiego emocional y vital, está espléndidamente recreada por la actitud del realizador, situando como asidero en la odisea de retorno del protagonista su encuentro con la joven viuda de un oficial de guerra –Pat (Dorothy McGuire)–, quien desde el primer momento compartirá esa misma sensación con alguien en quien intuirá una forzada madurez. La relación entre ambos se caracterizará tanto por la intensidad en la química de sus intérpretes como por el equilibrio logrado en la repercusión de esta singular relación, o el desarrollo melodramático de la misma, a la hora de integrar ese revulsivo en el contexto del relato. Esta misma vinculación, permitirá secuencias tan bien planteadas en la definición de personajes y situaciones como aquella en la que se encuentran Cliff, William y la joven vecina prendada del primero en un café, mientras este escucha la canción que le permitió conocer y hacer familiar a Pat en su vida. Pronto la contemplará con otro militar, estableciéndose una situación magníficamente conducida por Dmytryk, por medio de una planificación que valora en todo momento la labor de los intérpretes, y su ubicación en un primer o segundo término dentro del encuadre.
Pese a que, durante su periodo en la RKO, atesoró títulos bastanteinteresantes, considero que “Hasta el fin del tiempo” es la mejor películafirmada por Edward Dmytryk durante la década de los cuarenta |
Junto a ello, Hasta el fin del tiempo logra en todo momento armonizar lo íntimo y la crónica de costumbres. Sabe mostrar prácticamente con un único plano la desconexión de Cliff con sus padres –le tapan el pie cuando lo creen dormido en su habitación, pero él vuelve a destapárselo cuando ellos se marchan, en señal de rebeldía, aunque no puede reprimir estallar en sollozos; en mi opinión, el instante más conmovedor de la película–. Plantea la inadaptación del retorno al trabajo –lo que nos permitirá contemplar por unos instantes al futuro realizador Blake Edwards, ejerciendo como encargado de una factoría–, así como ofrece una pincelada sobre la labor de esas legiones de excombatientes de tintes ultraderechistas –que sin duda fue lo que motivó en su momento el recelo del comité de McCarthy–, en una de las secuencias menos interesantes del conjunto, pero que sin embargo revela la lejanía en las intenciones de esta película con otros títulos de Dmytryk más definidos en su carácter discursivo, o quizá menos cuidados en su entramado dramático, permitiendo con ello aflorar en mayor medida dicha inclinación.
Afortunadamente, esta circunstancia apenas se detecta en este film emocionante y contenido, doloroso pero valiente, en el que cabría destacar la modernidad que muestra su narrativa, y en donde no se puede dejar de apreciar la espléndida labor de Dorothy McGuire y también de un joven Guy Madison, que prácticamente quedó en el disparadero de las efímeras estrellas cinematográficas, a partir del carisma y la sensibilidad demostrada en esta ocasión, aunque su andadura posterior lo definiera como una promesa jamás consolidada. Es curioso señalar, finalmente, cómo la relación que se establece entre Cliff y sus padres por momentos parece erigirse como un precedente de la expresada entre Jim Stark (James Dean) y sus progenitores en Rebelde sin causa (Rebel Whitout a Cause, 1955. Nicholas Ray). Incluso en las secuencias finales, la propia presencia física y el atuendo informal que viste hacen parecer a Madison como un antecedente de Dean. Todas esas referencias y singularidades convierten Hasta el fin del tiempo en un relato preciso, sobrio y sincero, que habla de soledades y desasosiegos, y lo hace con tanta sutileza como autenticidad. Un extraordinario título, lamentablemente olvidado en nuestros días, revelador de las mejores cualidades de nuestro cineasta.
LA HUELLA DE UN PASADO: “SO WELL REMEMBERED” (1947)
Cuando Edward Dmytryk ya había sido procesado como uno de los componentes de los “Diez de Hollywood” –fue el único de ellos que entonces era realizador– durante los últimos instantes de 1947, impidiéndose el desarrollo de su andadura como tal, viaja hasta Inglaterra. Será la última ocasión, en la que colaborará de nuevo junto a sus hasta entonces compañeros Adrian Scott –productor– y John Paxton –este último en calidad de guionista–, asumiendo la adaptación de una novela de James Hilton –autor de “Mrs. Miniver”–. Será la primera ocasión, en la que el director trabajará en dicha cinematografía –en este caso en calidad de coproducción–, país que servirá, menos de dos años después, para que Dmytryk retorne hasta dichas tierras, donde rodará las estupendas Obsession y Give Us this Day, ambas de 1949. De entrada, conviene destacar que el realizador supo sintonizar muy bien con aquellos modos de producción, logrando títulos que gozan de notable prestigio. So Well Remebered es, asimismo, uno de los menos conocidos de toda su carrera, quedando como una notable muestra de las virtudes del cineasta en aquel primer periodo de su filmografía.
En la tranquilidad nocturna de sus calles en la localidad obrera de Browdley, el tañido de campanas y el júbilo popular anunciarán la rendición nazi ante las fuerzas aliadas. En medio de la alegría colectiva, contemplamos el discurrir reflexivo de quien pronto descubriremos es el alcalde de la pequeña población inglesa. Se trata de George Boswell (John Mills), que se dirige hasta el edificio consistorial, dando pie a un retroceso de un cuarto de siglo en el tiempo. Ello le permitirá evocar su juventud, formando parte del consejo local, alternando esta dedicación con su trabajo en el periódico de Browdley. Sus evocaciones le harán recordar cuando defendió en dicho consejo a la joven Olivia (Martha Scott), hija del veterano John Channing (Frederick Leister). Este ha sido repudiado por los vecinos, al protagonizar en el pasado ciertos turbios asuntos relacionados con una fábrica de su propiedad, viviendo totalmente aislado de aquel entorno obrero. Boswell logrará mantener que la culpabilidad de Channing, no repercuta en la competencia de su hija para poder ejercer como bibliotecaria, persuadiendo con sus argumentos al consejo. Ello facilitará un acercamiento con la muchacha, quien poco tiempo después le dará a conocer a su padre, comprobando entonces que se trata de un anciano sensible y amable. Dicha relación confluirá en matrimonio, no sin antes sufrir la pérdida de Channing en un accidente durante una noche de intensa lluvia.
«So Well Remebered» es uno de los títulos menos conocidosde toda su carrera, quedando como una notable muestra delas virtudes del cineasta en aquel primer periodo de su filmografía |
La relación de George y Olivia llevará buen cauce e incluso tendrán un hijo, aunque pronto se pondrá en evidencia la personalidad calculadora de ella, quien desea a toda costa la promoción política de su esposo, aunque ello casi le lleve a que este abandone los ideales que caracterizan su personalidad altruista. Sin embargo, y cuando Boswell está a punto de lograr un escaño en el parlamento británico, una circunstancia le obligará a retirar su candidatura: el drama de una plaga de difteria en la población, en cierta medida alentada por el apoyo que brindó a un informe elaborado por su padrino político, obviando otro muy revelador, elaborado por su viejo amigo, el Dr. Whiteside (Trevor Howard). La fuerza de la epidemia obligará a tomar medidas extremas en el consejo de la ciudad. Pero ello no evitará que Martin, el hijo de Boswell contraiga el mal y muera, debido a los prejuicios esgrimidos por su esposa en el momento de vacunarlo dentro del improvisado hospital al que acuden centenares de niños de clase obrera. La desaparición del pequeño confirmará la disolución del matrimonio, decidiendo George mantener la vinculación con su pueblo, en el que llegará a ser elegido alcalde, contando con la amistad permanente de Whiteside y también de su pequeña ahijada, que con el paso de los años se convertirá en una hermosa joven. El discurrir del tiempo contemplará asimismo el retorno de Olivia –tras una andadura vital siempre en busca de poder y posición social–, comprando y reabriendo la factoría que comandó su padre, y retornando a la misma idénticas limitaciones laborales, que forzarán al protagonista a enfrentarse con su antigua esposa. Su encuentro con ella llevará al accidente que sufrirá su joven hijo –Charles (Richard Carlson)–, nos permitirá asistir a la lenta recuperación de este –sufre un desgarro que desfigura su rostro–, y a la relación que el herido mantiene con la joven Julie (Patricia Roc), y que la posesiva Olivia deseará destruir a toda costa, para proseguir con su casi enfermizo dominio. Será algo que finalmente podrá contrarrestar su antiguo esposo, no sin antes descubrir los turbios manejos a que le sometió su esposa, y que revelarán la faz más terrible de su calculadora personalidad.
Degustar esta película y recordar otros títulos caracterizados por ser adaptaciones literarias permiten detectar las facultades de Edward Dmytryk a la hora de abordar el cine novelesco. Algo que se advierte al dejarse llevar por los meandros de este por momentos hermoso melodrama, que es evidente traslada elementos narrativos instaurados por el Orson Welles de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) –fundamentalmente centrados en la magnífica utilización de la profundidad de campo, la ubicación de los actores dentro del encuadre, o la atractiva movilidad de la cámara–. No es ningún reproche. Al contrario, una de las cualidades de esta estupenda película es comprobar como poco a poco va atrapándote en el desarrollo de su argumento, y todo ello dentro de una progresión narrativa admirable, logrando imponer un lenguaje noblemente novelesco, habitual en el mejor melodrama rodado en los años cuarenta. Con ello lograremos solapar rápidamente la quizá excesiva presencia inicial de la voz en off –declamada por el propio James Hilton–, adentrándonos en el retrato de unos personajes con los que compartimos sus inquietudes, detectamos sus debilidades, observándose en ellos elementos latentes en el relato que siempre quedarán sumidos en la penumbra –es el caso de esa presumible relación existente entre Olivia y Whiteside, antes de que la primera se comprometiera con Boswell, que queda esbozada por las miradas y momentos que ambos comparten en el encuadre–.
Dmytryk analiza con precisión y sin excesivas pinceladas descriptivas esa comunidad obrera castigada por enormes limitaciones vitales. Pero esa capacidad en la pintura de caracteres tiene su correspondencia a la hora de establecer retratos de aparentes escasos elementos de base, pero probada eficacia. Con ello me refiero a la manera con la que, en apenas unos instantes, logramos compadecernos del anciano Channing, del cual, junto a Boswell, comprobaremos se trata de un hombre sensible y –sin duda– arrepentido por sus acciones en el pasado, al tiempo que consciente de tener que asumir de por vida las consecuencias de estas circunstancias. Es dentro de estas cualidades, con un admirable manejo de la elipsis, una capacidad a la hora de elegir los elementos más atractivos para hacer progresar el relato en flashback y también –y este es uno de los escasos inconvenientes de su conjunto–, la excesiva recurrencia a elementos folletinescos introducidos de forma demasiado casual, con la que se desarrolla esta interesante película. Un conjunto dramático que permite a su realizador retratar la contraposición entre la integridad y el deseo de poder, alcanzando en ella, una vez más, una sensible cercanía en la psicología de sus personajes, en la interacción de su conflicto y en una precisa narrativa, que sabe elegir el mejor emplazamiento de la cámara, plantear metáforas a la hora de mostrar algunas de las situaciones ubicando rejas y ventanales por medio, e incorporando los suficientes elementos de juicio para lograr relato compacto y atractivo. Podríamos elucubrar con algunas de las consecuencias temáticas esgrimidas en el film planteadas cuando Dmytryk estaba siendo encausado en Estados Unidos como uno de los “10 de Hollywood” –y que le llevó a sufrir, a su retorno, varios meses de cárcel–. No obstante, lo que nos interesa en este caso es el vigor de su narrativa –algo que mantendría a lo largo de su filmografía–, su capacidad para la adaptación cinematográfica, o su dominio del lenguaje literario.
III. EL ASESINO ARREPENTIDO: “THE SNIPER” (1952)
Una vez salido de la cárcel, y consumada su célebre delación, Edward Dmytryk volvió a la realización con la modesta cinta de aventuras marinas Mutiny (1952). Su retorno normalizado a dicha faceta se lo brindará no obstante Stanley Kramer, para cuya productora rodará cuatro largometrajes. Dmytryk manifestaría en 1993 su agradecimiento hacia él: “Yo pude seguir siendo cineasta gracias a su coraje”. De esos títulos, el más popular fue el interesante, aunque irregular El motín del Caine (The Caine Mutiny, 1954). En cualquier caso, de dicho cuarteto, destaca poderosamente The Sniper, considerada por Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Courssodon, como la obra cumbre del realizador. Es cierto que en The Sniper se encuentra uno de los exponentes más singulares de su obra. Una auténtica rareza para su época, adelantando otros exponentes posteriores, como podrían ser Murder by Contract (1958, Irving Lerner) o, la propia Psicosis (Psycho, 1960. Alfred Hitchcock), sorprendente en algunos de sus elementos, incluso casi siete después de su realización, y ofreciendo de forma indirecta un severo retrato de la sociedad cotidiana USA, en aquellos tiempos de inicio del American Way of Life. La película –jamás estrenada comercialmente en nuestro país– narra de forma esencial y con un buen trazado de guión –obra de Edward y Edna Anhalt– la historia de Eddie Miller (Arthur Franz), un sencillo empleado de tintorería que, en su fuero interno, alberga una feroz misoginia –manifestada tiempo atrás en el incidente con una mujer que lo llevó al psiquiátrico de una prisión–, y que a lo largo del relato se dedicará a matar a mujeres inocentes… ya que, en el fondo, aquellas con las que se topa habitualmente, le fuerzan a ello.
No vamos a olvidar que nos encontramos ante una producción de Stanley Kramer –caracterizado por el tono discursivo de los films que auspiciaba y posteriormente dirigiría–, y ello se nota en el enfoque ejemplarizante que se pretende brindar a este asesino, del que pronto se adivinarán sus ocultas intenciones –representado en el psiquiatra encarnado por Richard Kiley–, y al que se deja entrever que su captura e ingreso en prisión solo supondría un error más en la cadena de la justicia, en vez de intentar aplicar métodos terapéuticos. Si hay algo que destaca con enorme fuerza en The Sniper, es la puesta en escena de un inspiradísimo Dmytryk. Partiendo de esa constante descripción de agudos apuntes sociales, que podrían definirse como “el lado oscuro de la cotidianeidad USA” –y que mostró de forma clara en varias de sus realizaciones, hasta configurarse como uno de sus rasgos de estilo–, lo cierto es que la película se inicia de forma sorprendente –Eddie se asoma por una mirilla simulando que va a cometer un asesinato–. Es imposible a este respecto dejar de reseñar la indudable influencia que este personaje ejercería en su momento en el cinéfilo Peter Bogdanovich, para su personaje de Bobby (inolvidable Tim O’Kelly) en su deslumbrante debut cinematográfico con El héroe anda suelto (Targets,1968). Al igual que en el film de Bogdanovich –y como sucediera en otro ámbito, en la magistral El increíble hombre menguante (The Incredible Shrinking Man, 1957. Jack Arnold)–, fue todo un acierto elegir un actor de apariencia amable y gris como Arthur Franz –en el mejor papel de su carrera–, quien simbolizará claramente el modelo de all american boy de aquellos años.
A lo largo del metraje resulta tangible esa aversión hacia el elemento femenino –es muy interesante a este respecto el hecho de que Eddie no posea voz en off y sus acciones se visualicen sin diálogos y solo con sonido directo, otorgando una extraña personalidad al film–. Dicha latente misoginia dará lugar a una serie de crímenes, dos de los cuales son mostrados con extraordinaria dureza cinematográfica: una cantante que es asesinada delante de su propio anuncio y una mujer de vida nocturna que es eliminada de un disparo en el interior de su casa, mostrándose el impacto de la bala desde fuera del cristal de su ventana. Sus dos posteriores víctimas serán señaladas de forma elíptica, pero en la andadura del tormento interior de Eddie se debate el asesino y el ser arrepentido de sus acciones. Para ello se quema la mano derecha, duda el cargar su fusil e incluso deja una nota escrita a los posibles policías, pidiéndoles que no les dejen que mate a más gente –como sucediera posteriormente con el asesino protagonista de la memorable Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956. Fritz Lang)–. Eddie visita una feria y tiene ocasión de descargar su misoginia esquizofrénica, tirando repetidamente unas pelotas contra una muchacha que se ofrece como atracción… Poco a poco, su círculo de acción se estrecha, mientras la policía va cercando su rastro –que el propio asesino no se ha preocupado de ocultar en exceso–.
En este acoso, tendremos ocasión para que Dmytryk ofrezca algunos de los mejores momentos de un título pródigo en ellos. Eddie mata sin pretenderlo a un trabajador, que enganchado en una chimenea le identifica, y es acorralado mientras la vecindad se asoma chismosa tras los ventanales sin temor a ser atacada. Mientras, no convendrá olvidar el excelente momento en que su casera lo descubre como el asesino, al acabar de escuchar la definición ofrecida por la televisión de su quemadura en la mano –la planificación del realizador muestra en primer término la mano quemada y sin venda de Eddie, y al fondo del encuadre, en contrapicado, el rostro asustado de la anciana–. La película concluye con una secuencia tan admirable y sorprendente como la inicial: el teniente Kafka encarnado por el veterano Adolph Menjou entra en la habitación en la que está sentado Eddie, encuadrando al asesino llorando en primer plano. Sobre su rostro surge el The End.
En “The Sniper” se encuentra uno de los exponentes más singulares de su obra.Una auténtica rareza para su época, adelantando otros exponentesposteriores, como podrían ser “Murder by Contract” o la propia “Psicosis” |
Si realmente todos los elementos comentados albergan un carácter positivo, ¿qué impide considerar The Sniper una obra maestra? A mi juicio, algo que perjudica algunas de las producciones policíacas de este periodo: la necesaria incorporación de una trama detectivesca paralela –a la que habría que unir ese rasgo liberal hoy algo envejecido–. En ocasiones parece que nos encontremos ante dos películas diferentes, que no siempre confluyen entre sí, puesto que pese al logrado empeño de Menjou de dotar de conflicto a la evolución de su personaje –varía desde su lucha por la captura de un criminal hasta la sibilina comprensión de encontrarse ante un enfermo–, las secuencias detectivescas entorpecen la apasionante crónica de un ser aparentemente normal, que se esconde en el bullicio y la irracionalidad de una ciudad. En una sociedad, en suma, que quizá le ha impulsado a ejercer su comportamiento anómalo y aparentemente criminal. Pese a esos pequeños reparos, tanto la valentía en afrontar un producto de estas características en un periodo difícil para ello, la brillantísima –en ocasiones deslumbrante– puesta en escena de Dmytryk, y la considerable influencia que ha ejercido en títulos posteriores, permiten destacar esta considerable aportación a un cine policíaco de índole social que, pese a su creciente culto, aún no ha ocupado el lugar que merece en cualquier antología del género.
IV. REDENCIÓN Y PASIÓN: “VIVIR UN GRAN AMOR” (1955)
El novelista Graham Greene –autor de la novela que le sirvió de base– afirmaba que era una película malísima. Incluso cuando en 1999 el director Neil Jordan realizó otra versión cinematográfica de la misma, durante su promoción arremetió todo lo que pudo contra el referente fílmico de Vivir un gran amor, un título que, durante mucho tiempo, ha gozado de mala fama. Es cierto que algunos se han molestado, en intentar redescubrir la valía de esta –digámoslo ya– magnífica película. Creo son dos los factores que han impedido que esta producción de Columbia haya adquirido el reconocimiento que merece. Uno proviene de su propia base literaria. Por más que Greene sea un escritor reconocido, pienso que la tesis que desarrolla resulta incómoda dentro de una visión más o menos polarizada. Digamos que, para el creyente, plantea una imagen negativa del ámbito en el que se refugia mientras que, para una mentalidad escéptica, es probable que sus imágenes no favorezcan un marco excesivamente ligado al seguimiento de la fe. El otro reside es ese recelo a reconocer la valía de su realizador.
Vivir un gran amor narra –en un relato dominado por la voz en off del americano Maurice Bendrix (Van Johnson)–, el romance adúltero que mantiene con Sarah Miles (Deborah Kerr). Sarah es una mujer abierta, casada con un alto funcionario de la administración británica –Henry (Peter Cushing)–, en el Londres de finales de la II Guerra Mundial. No duda en vivir esta relación, convencida de servirle como ayuda para emerger de una existencia tan acomodada como rutinaria. Lo que parece una apuesta perfecta, de pronto quedará interrumpida tras sobrevivir Maurice a un bombardeo mientras permanecían juntos en su casa, disponiéndose a vivir unos días de convivencia. De forma sorprendente, este vive el desprecio de su hasta entonces amante esposa, sin lograr que el paso del tiempo diluya una permanente sensación de amargura. Atendiendo una petición puntual de Henry –con el que se encontrará, más de un año después de su separación con Sarah–, Bendrix contratará a un investigador, trasladándole a la realidad de una situación que este había interpretado con resentimiento y rabia. En ello intervendrá una plegaria personal de su amada, sorprendiendo la situación por la introducción de un matiz en el que se proyecta la dualidad de la fe y su propio terrible alcance, al adoptar la aparente tranquilidad que supone asumir la religión católica.
No voy a extenderme más en la narración de su argumento, dado que parte de un célebre referente literario, recordando la ya mencionada e interesante versión de Neil Jordan –en todo caso, inferior al título que comentamos–. Lo que cabría señalar en primer lugar es que, si Vivir un gran amor me parece un film espléndido, lo es por su propia valía cinematográfica. Estimo que muchas de sus sugerencias proceden de su referente literario, aunque considero que Dmytryk se tomó la realización de la película con muchas ganasw, dentro de un periodo de gran interés en su andadura. En primer lugar, cabría destacar la afortunada simbiosis de ascendencia norteamericana en sus imágenes, con ese inequívoco look británico, en consonancia con el marco de ubicación de su argumento. En la película no se realiza ningún subrayado sobre el contexto bélico de ese Londres de mediada la década de los cuarenta. En muy pocos minutos, y a partir de la narración de Bendrix, nos adentramos en el relato de la intensa relación que mantiene con Sarah. La forma que tiene de mostrar la pasión que surge entre ambos es magnífica; este asiste a una fiesta por invitación de Henry y allí contempla en un espejo que su esposa besa a un pretendiente. Instantes después se citará con ella y la besará convencido de ser correspondido, mientras ese gesto es mostrado igualmente desde un espejo.
A partir de ese momento, compartiremos el amor descrito entre sus protagonistas. Uno, desterrado de su entorno habitual, mientras que Sarah empieza realmente a vivir con esta nueva luz, dentro de una vida hasta entonces gris. No obstante, las expectativas de ambos se verán frustradas y, con ello, el relato cobrará un giro de ciento ochenta grados. Lo que se presumía una relación presidida por la sinceridad de los sentimientos, derivará en una repentina huida de ella, floreciendo el resentimiento de Bendrix. Una vez más, no importa el desarrollo ambiental y sí el de los sentimientos. El relato avanza en el tiempo, hasta que se recobre el deseo de este de averiguar las razones secretas de la decisión de Sarah, en la que cree ver la existencia de otro amante. Sin embargo, el detective que encarna John Mills le llevará al descubrimiento del diario de ella –un recurso quizá no debidamente matizado: una leve secuencia en la que se hubiera mostrado una mayor dificultad en su obtención proporcionaría mayor credibilidad a su existencia–. Ello, no obstante, brindará otro giro al relato, y al mismo tiempo un largo fragmento, absolutamente magistral. En este, se explicarán las razones presuntamente sobrenaturales que guiaron a Sarah a abandonar a Maurice, y al mismo tiempo se darán respuesta a los interrogantes que la narración ha mantenido hasta entonces. Es en esas secuencias donde la intensidad de la película es absoluta. Dmytryk sabe pulsar todos los elementos de su puesta en escena –cierto es que antes ya lo ha hecho, y para ello no hay más que admirar los instantes posteriores a la inesperada explosión–. La espléndida iluminación en blanco y negro de Wilkie Cooper potencia esa intensidad, pero hay que subrayar la fuerza de su dirección de actores, o la propia ubicación de estos dentro del encuadre. Junto a estas cualidades, quizá lo más valioso de la película es saber trasladar en sus distintos capítulos ese sentimiento ambivalente y doloroso que supone la renuncia del amor por la adscripción a un sentimiento trascendente, que en el fondo nunca se ha buscado ni deseado. Para ello tenemos un exponente de gran fuerza en la asombrosa interpretación de Deborah Kerr –una de las grandes actrices de todos los tiempos–, que se extiende en dos personajes en apariencia opuestos, aunque en realidad muestren las dos caras de un mismo tormento interior. Por un lado, ese sacerdote exteriormente seguro en sus creencias que, en el fondo y tras el bombardeo, parece buscar en su mirada la fe que le transmite Sarah y que él mismo –presumiblemente– ha perdido. Y, por otra, ese agitador que achaca la credulidad del sentimiento religioso, aunque interiormente desee incorporarlo a su pensamiento. Todo en Vivir un gran amor se inserta en gestos y miradas, en impresiones sensoriales, sumados a ese matiz casi místico, manifestado siempre cuando parece que la duda puede incorporarse en sus protagonistas.
Lo que cabría señalar en primer lugar es que, si “Vivir un gran amor”me parece un film espléndido, lo es por su propia valía cinematográfica |
El film de Dmytryk puede ser analizado desde muchos aspectos complementarios. Uno de ellos lo supone su incorporación dentro de una determinada estética visual, bastante habitual en el mejor cine inglés de su tiempo, sirviendo de avanzadilla a su madurez durante la década siguiente, que se podía admirar en brillantes producciones firmadas por consolidados realizadores británicos como Basil Dearden, y que ya habíamos podido contemplar, en referentes como la espléndida Mandy (Idem, 1952) de Alexander Mackendrick. Una apuesta de estilo que posteriormente se haría habitual en la andadura de Joseph Losey, o incluso en el Jack Clayton de ¡Suspense! (1961, The Innocents). Intuyo que Clayton tuvo muy presente esta película a la hora de plasmar su obra maestra, siendo quizá incluso decisiva en la elección de su protagonista. No me gustaría dejar de destacar, por último, la excelente labor del conjunto de actores –a la citada Deborah Kerr, cabe señalar John Mills y un sorprendente Peter Cushing–. Quizá el mayor lunar de su conjunto provenga de la elección de Van Johnson como protagonista masculino. Ello no impide reconocerle un trabajo esforzado –en el que hay que subrayar el previsible esfuerzo del realizador–, aunque otro intérprete le hubiera conferido mayor espesura al personaje. Vivir un gran amor es una estupenda película, destacable en su intensidad melodramática, estupendo desarrollo psicológico y un magnífico y terrible alcance místico dentro sus fotogramas, que concluye con una bellísima grúa de retroceso tras un abatido Van Johnson que, de haber estado filmada por otro realizador más prestigioso, hoy sería considerada como lo que es: uno de los momentos más intensos del melodrama cinematográfico rodado en la década de los cincuenta.
V. LEVITANDO DE LA REALIDAD: “EL HOMBRE QUE NO QUERÍA SER SANTO” (1962)
Es bastante probable que El hombre que no quería ser santo resulte la película más extraña y singular de cuantas Edward Dmytryk rodó durante la década de los sesenta. El propio cineasta la consideró uno de sus títulos favoritos, pese a que resultara un fracaso económico, pasando desapercibida también en su estreno en nuestro país. Fue un proyecto que Dmytryk también produjo, rodado en Italia y ambientado en plena Edad Media, narrando la odisea de quien se convertiría en San José de Copertino. Asumiendo una realización contenida y atonal, relata la odisea de un hombre simple. Un idiota bondadoso cabría decir. Se trata de Giuseppe (magnífico Maximillian Schell), un joven sin maldad alguna, que es despreciado por todos los habitantes de su pueblo, incluso por su posesiva madre (Lea Padovani). Tan solo su padre sentirá por él un cierto cariño, aunque su carácter bohemio y disoluto le impida cuidar a su hijo como debiera. Este, por su parte, comparte sus estudios primarios junto a niños de mucha más corta edad, que no dejan de burlarse de su retraso, aunque nuestro protagonista soporte estas constantes humillaciones sin atisbo alguno de resquemor, ya que en realidad toda su vida se ha visto marcada por ese contexto. La llegada a casa del hermano de su madre, un veterano hombre de la Iglesia –Giovanni (Harold Goldblatt)–, obispo y mandatario de un monasterio, será la oportunidad esgrimida por su ella para deshacerse del joven Giuseppe, utilizando todos los trucos posibles al objeto de lograr sus intenciones.
Los inicios en la estancia de Giuseppe en el monasterio serán –como era de prever– catastróficos. Llegará a ser apaleado cuando realice su primera labor como mendigo –además de robarle sus pertenencias y su propio burro–. Destrozará una vieja imagen de la Virgen, ayudado por un envidioso empleado del monasterio… Y será finalmente confinado en los establos donde, de manera insospechada, descubrirá el lugar donde se encontrará a gusto, rodeado de animales a los que ama. Lo que podría parecer un castigo, supondrá para él el lugar donde alcanza su felicidad y será contemplado a la llegada del obispo (Akim Tamiroff), quien vislumbrará en este unas insospechadas cualidades, llegándole a empujar para que acceda al sacerdocio, con el lógico escepticismo de los componentes de la comunidad religiosa. Contra todo pronóstico, y quizá debido a la divina providencia, el estudiante obtendrá el título, demostrando unas extraordinarias facultades para la levitación que, al tiempo que abrirán sus cualidades para la santidad, no servirán en principio más que para acentuar el sufrimiento que ha marcado su vida hasta entonces.
Es bastante probable que “El hombre que no quería ser santo”resulte la película más extraña y singular de cuantasEdward Dmytryk rodó durante la década de los sesenta |
Si El hombre que no quería ser santo viniera firmada por Roberto Rossellini, Pier Paolo Pasolini o cualquier otro cineasta que antes o después acometió temáticas similares en su cine, estoy seguro que, desde el momento de su estreno, su resultado sería acogido con la atención que merecía y siempre le fue negada. Sin embargo, casi nadie supo disfrutar de esta deliciosa tragicomedia en torno a la incomodidad de la bondad y la santidad, en la que se detectan no pocos ecos buñuelianos y, sobre todo, el espectador disfruta de una narración relajada, en la que nunca se busca el énfasis. En su oposición, asumió no pocos elementos picarescos, sabiendo alternar el detalle humano, la crónica costumbrista, el elemento de crueldad y una extraordinaria y veraz ambientación de época, para lo que contará con la inapreciable colaboración del operador de fotografía –y en ocasiones también realizador británico C. M. Pennington-Richards–, así como el músico Nino Rota, quien supo entender la peculiar idiosincrasia del film, adelantándose en ese sentido a la extraordinaria sintonía establecida en el inmediatamente posterior Tom Jones (Idem, 1963), de Tony Richardson, en su unión con el músico John Addison. En esta ocasión, el marco de la campiña inglesa se traslada a un sombrío y natural blanco y negro de medievo, en el que cualquier atisbo de sentimiento y nobleza parece quedar enterrado por completo, dentro de la rudeza, la miseria, y también la mezquindad de una sociedad tan alejada de nuestros días. ¿O quizá no tanto?
Dmytryk narra en voz baja, sin alzar nunca el tono, procurando adoptar el matiz irónico sin desdeñar la ternura –la descripción que se ofrece del personaje de Raspi (Ricardo Montalbán)–, extrayendo de ellos sus flaquezas y mezquindades –contemplar el cambio de actitud de la madre al descubrir que su hijo, al que no duda en atizar cuando regresa a casa, se ha convertido en sacerdote–, optando por la elipsis en los instantes en teoría más importantes, esos primeros momentos en los que el protagonista es declarado apto para el sacerdocio, mediante la oportuna presencia del obispo, que se convirtió en inesperado mentor de un alma cándida, un extraño rebelde a lo establecido. Un alma pura en su retraso y simpleza, que tiene en su existencia terrena una constante sensación de inoportunidad o desapego ¿No podríamos emparentar el protagonista de esta historia con el desequilibrado asesino de The Sniper, o el posterior magnate encarnado por George Peppard en la inmediatamente posterior Los insaciables (The Carpetbagers, 1964)? No se trata de dejar en el aire elementos que avalen esa coherencia temática en buena parte del cine de Dmytryk, pero de nuevo cabe destacar la magnificencia de su dirección de actores, que logra bajo mi punto de vista la que quizá sea la mejor prestación del casi siempre excesivo Akim Tamiroff, que Maximilian Schell ofrezca un modelo de contención a un rol proclive a los mayores excesos, o incluso que Ricardo Montalbán nos brinde el momento más conmovedor de la película, a través de su arrepentimiento forzado, al contemplar la prueba de la santidad de esa persona a la que no ha dudado en calificar como fruto del Demonio. Me refiero a la penúltima secuencia, en la que atisba el milagro entre una luz ensordecedora, agachando la cabeza con fervor, al tiempo que con la mano recoge resignado un puñado de tierra de aquel suelo, mostrando con ello esa dualidad en su alma, al reconocer una santidad que, en el fondo, no es más que una prueba del absurdo de la existencia. El hombre que no quería ser santo concluirá con el discurrir de los miembros de la orden, entre los que se encuentra nuestro protagonista, levitando de manera absurda e innecesaria ¿Para qué sirve ser santo? Podría ser esta la conclusión de un relato que se inicia destacando la veracidad de partida de los hechos relatados, e insertando de manera curiosa sus títulos de crédito, con la misma sobriedad con la que ha discurrido su metraje. Un insólito relato, en el que la ironía no impide una visión acre y distanciada, de lo que supone la dureza de la propia condición humana, incluso cuando esta se desarrolla en terrenos propicios para cultivar el espíritu, o en ese ámbito nebuloso ligado con lo sobrenatural.
VI. MATAR SIN ARREPENTIMIENTO: “LA BATALLA DE ANZIO” (1968)
Lo hemos señalado en la introducción de este pequeño estudio: uno de los aspectos más relevantes en la obra de Edward Dmytryk fue su frecuencia a rodar relatos descritos en contextos de guerra. Un ámbito genérico que el director canadiense utilizó como contexto, para plasmar su particular querencia por conflictos personales e incluso existenciales, desarrollados en marcos dominados por la tensión o el desequilibrio.
Dentro de la evolución del género bélico, una vez entrados en la década de los sesenta, se sucedieron buen número de producciones centradas en describir los mil y un combates que tuvieron lugar durante la II Guerra Mundial. Algunas de ellos aportaron elementos de interés, pero, por lo general, se caracterizaron por sus cortos vuelos, apareciendo deudoras de estereotipos, repartos estelares, espectacularidad y sopor, bastante sopor. He aquí, sin embargo, que en pleno 1968, con unas fórmulas ya realmente desgastadas, ante una trayectoria profesional de Edward Dmytryk, que estaba dando sus últimos pasos –tras la brillante Álvarez Kelly–, y cuando todo hacía prever una impersonal coproducción de Dino de Laurentiis, considero que La batalla de Anzio supone no solo una prolongación del interés que nuestro director proporcionó a sus propuestas en este género –y hay elementos que la unen a las previas El motín del Caine y, sobre todo, la magnífica El baile de los malditos–, sino quizá apareciendo como uno de los mejores exponentes bélicos de la segunda mitad de los sesenta. Una película en la que igualmente sorprende la responsabilidad de Duilio Coletti, como responsable de su versión italiana.
La batalla de Anzio llama la atención desde sus propios títulos de crédito, con el fondo de una canción propia de una comedia sixtie, mientras el personaje que encarna Robert Mitchum accede por las estancias de un antiguo palazzo (atención al detalle del cuadro de batalla que se muestra), y una muchedumbre de soldados aliados jalea a Wally Richardson –Mark Damon–, que intenta ganar una apuesta balanceándose con una lámpara, sin dejar de lanzarle objetos sus compañeros, formando una masa deplorable. Esa es la impresión que, con su sola mirada, demuestra Dick Ennis, corresponsal de guerra de “International Press”. La espléndida encarnación que Robert Mitchum ofrece de este personaje fundamental a lo largo de la película es uno de los grandes aliados de Dmytryk. Su mirada y actitud escéptica ante el hecho de la guerra le lleva a estar presente en numerosas batallas sin descanso, para poder responder a la eterna pregunta: “¿Por qué se matan unos a otros?”.
“La batalla de Anzio” supone no solo una prolongación del interés que nuestrodirector proporcionó a sus propuestas en este género, sino quizá apareciendocomo uno de los mejores exponentes bélicos de la segunda mitad de los sesenta |
Un dilema casi de índole existencial, que planea por el conjunto de una producción merecedora de revalorización, que de antemano goza de un planteamiento muy interesante. No aborda la espectacularidad de la conquista de Roma por parte del ejército aliado, sino más bien narra el fracaso de un desembarco equivocado en su dirección, su consecuencia en una emboscada recibida, y la lucha de un grupo de siete personas por sobrevivir. Ese carácter intimista ya había sido utilizado con anterioridad por el veterano director en obras como las antes citadas, retomando de nuevo este discurso con lo que realmente es necesario en un buen film: la sabiduría de su puesta en escena. En esa vertiente concreta hay que señalar que, pese a encontrarnos en un periodo muy peligroso para la narrativa cinematográfica, Dmytryk despliega una espléndida utilización del formato panorámico. Aplica del mismo modo una impecable progresión dramática, y las relaciones que se establecen entre el grupo de supervivientes es siempre muy interesante –por más que se destile algún pequeño tópico, como el repentino encuentro del soldado Movie con una despampanante joven italiana–. La inspirada puesta en escena de La batalla de Anzio se complementa con un impecable montaje y una espléndida fotografía de Giuseppe Rotunno. En todo momento, la película desprende un aire fatalista, en consonancia con el punto de vista ofrecido por Ennis, el personaje en el que el director se identifica, recogiendo el punto de vista de su tesis. Pese a su negativa a portar armas, el respetado corresponsal está al tanto de cualquier acontecimiento, y contribuye a ayudar al comando que finalmente será atacado, siendo él uno de sus escasos supervivientes.
Es a partir de esa emboscada, cuando la película alcanza sus más altas cotas. Se revela la tremenda equivocación del general Lesley (Arthur Kennedy), temeroso de haber lanzado un ataque a Roma –que se encontraba casi ausente de presencia nazi– y que, por su deseo de evitar perder vidas humanas, logrará finalmente no solo el efecto contrario, sino su propia deshonra como militar. De ese modo, y tal y como señala Ennis, ese desembarco de Anzio, que se proclamaba como el paseo de un tigre, se convertirá en una ballena encallada.
Cuando el grupo de supervivientes huye del poderoso aparato bélico nazi, tendrán que soportar un campo de minas. Más adelante descubrirán un campo de fuerzas alemanas –espectral su visión nocturna–. En dicho entorno, una avanzadilla personal del corresponsal, cada vez más implicado, le llevará a perderse en un laberinto de alambradas, del que ya al amanecer logrará ser guiado por un perro de pelo llamativamente blanco –¿alegoría pacifista?–. Pertenece a un soldado alemán, y ello dará pie a que cuando el animal, de forma casual, esté a punto de hacer descubrir a su dueño el lugar en que se esconde Ennis, se presente Richardson para rescatarlo, matando al nazi antes de ser reducido por otros soldados que se presentan. Será, cuando este es registrado, el momento en que una foto de su hija caerá al arroyuelo que discurre a sus pies. Richardson intentará desesperadamente recuperarla en una pelea, hasta que es fusilado. La imagen se detiene en el discurrir del retrato de la pequeña, por las aguas terrosas y entre las botas del nazi previamente asesinado –una analogía llena de lirismo, digna de las mejores producciones antibélicas–.
Los restantes supervivientes llegarán a una casona, en la que aún viven la dueña y sus dos hijas, siendo recibidos con temor inicial y rápida cordialidad, hasta que llega un destacamento nazi contra el que luchan los aliados, huyendo finalmente de allí, y sufriendo poco después otra emboscada, en la que casi todos ellos serán finalmente acribillados. Será este el momento crucial, en el que Dick Ennis tendrá que hacer frente a aquello que jamás ha querido: empuñar un arma y matar –en defensa propia y en memoria de sus amigos muertos– a un nazi. Lo hará, tirando tras ello con asco el arma. Sin embargo, ya ha encontrado la respuesta a su pregunta. Apenas tres de los soldados sobreviven e informarán a sus superiores de la situación. En una desesperanzada y breve conversación –pese a la confianza existente entre el general y el corresponsal–, el ya destituido Lesley –magnífica la labor de Arthur Kennedy, cuando da lectura a su documento con las manos levemente temblorosas–, le avanza de forma lúcida y dolorosa –no va a poder saborear la gloria del triunfo– cómo discurrirá la conquista final de los aliados, preguntando a Ennis si encontró la respuesta a su pregunta. Este le responderá lacónicamente y con el escepticismo de siempre: “los hombres se matan unos a otros porque les gusta… se le toma gusto a matar… la guerra no resuelve nada…”. Puede que a muchos estas conclusiones les resulten banales e inconcretas pero el desarrollo de la película, la articulación de sus resortes, el empeño puesto por Dmytryk orquestando los elementos de la puesta en escena –habría que añadir una brillante dirección de actores–, deberían a mi juicio hacer valer el notable interés de una propuesta a la que quizá le sobra el epílogo final (breves planos de batallas y la conquista de Roma, incluyendo el reencuentro entre Movie y su “conquista” italiana). Sin embargo, el director aún nos reserva una mirada distanciada, con la llegada del aclamado general Carlson (Robert Ryan) apostado en un jeep, mirando hacia la parte superior de un arco de triunfo, en el que se detalla en piedra una de tantas batallas que se han sucedido a lo largo del tiempo… simplemente para que unos se maten a otros porque les gusta, aunque no solucionen nada. Edward Dmytryk viviría hasta 1999, y aún rodaría durante los primeros años setenta, cuatro largometrajes más, caracterizados por su insignificancia. La batalla de Anzio hubiera sido un dignísimo final a su trayectoria cinematográfica.
Juan Carlos Vizcaíno Martínez