Una mirada serena en el cine norteamericano
Cineasta escasamente estudiado en profundidad en nuestro país, la obra del realizador norteamericano Clarence Brown se erige ante nuestros ojos como algo mucho más valioso e interesante de lo que suele pregonarse en las pocas ocasiones en las que se habla de sus películas. Una injusticia que intentaremos reparar gracias a las siguientes líneas. |
“El ‘caso’ Clarence Brown es bastante extraño… Todos (me incluyo) lo hemos considerado en alguna ocasión un funcionario obediente a los dictados del estudio de Hollywood para el que trabajaba, Metro-Goldwyn-Mayer, pero sin interesarnos mucho en lo que ofrecía detrás de esa obediencia, que a veces se ajustaba a aquellos y otras, sin embargo, sugerían o llegaban a mostrar vías y aspectos diferentes. Una de las cuestiones que podían ayudar a definirlo es que en escasas ocasiones se evadió de los géneros tradicionales del cine norteamericano y prefirió trabajar en el melodrama y en las historias familiares…”[1]
Con la agudeza que siempre le caracterizó, el desaparecido José María Latorre planteaba en 2014 algunas de las claves que, después de tantos años, siguen primando a la hora de intentar una –estimo que necesaria– reivindicación de la figura del norteamericano Clarence Brown (1890-1987). Un realizador que gozó en su momento de un gran éxito, siendo uno de los más caracterizados, de cuantos se mantuvieron en la nómina de la Metro-Goldwyn-Mayer –tan solo una ocasión rodó para otro estudio, durante su andadura sonora–. Fue algo que, en el desarrollo de su carrera, le proporcionó un considerable reconocimiento de la profesión, unido al hecho de ser el realizador preferido de la actriz Greta Garbo, ya que la dirigió en siete ocasiones. Sin embargo, el retiro de Brown en los primeros años 50, abandonando cualquier contacto con el entorno cinematográfico, inició un desapego prematuro y repentino, en el que él mismo argumentaba que ya no tenía nada que expresar como realizador. Todo ello, unido al hecho de que su propia vinculación a un estudio especialmente antipático, dentro de la ola revisionista en la crítica cinematográfica, lo dejó desplazado de cualquier intento por reivindicar una obra revestida de una mirada tan personal como serena. Tan fácil de percibir y, sobre todo, de sentir, centrada, ante todo, en una querencia por el melodrama –por más que Brown se inclinara en ocasiones, y siempre con acierto, en géneros como la comedia, e incluso una cierta experimentación fantastique, cf. Angels in the Outfield (1951), o el cine de aventuras–. Y centrada, asimismo, en los momentos más sinceros de su filmografía, en una decidida apuesta por el Americana, ámbito en donde, personalmente, creo que alcanzó sus logros más perdurables.
Considero que Clarence Brown podría situarse en medio de esa privilegiada nómina de cineastas que supieron en su obra brindar una mirada sincera a la auténtica esencia de la vida americana, desde un prisma reflexivo y revestido siempre de serenidad. Por ello, no dudo en ligarlo –con todas las matizaciones que se quieran establecer–, con nombres como Frank Borzage, Henry King, Leo McCarey, John M. Stahl o, incluso en algunos momentos, con ciertos vectores de la obra de John Ford. Sin embargo, al contrario que todos ellos, tan solo recuerdo una referencia más o menos razonada de su obra, en el indispensable “50 años de cine norteamericano”, donde Bertrand Tavernier y Jean-Pierre Coursodon le dedican siete generosas páginas, pese a que su valoración sobre dicha obra no esté revestida de un especial entusiasmo, y aunque en su rememoración reconozcan no haber tenido la oportunidad de contemplar Of Human Hearts (1938), probablemente su obra cumbre. Tampoco se conoce que su filmografía haya sido elegida como retrospectiva de cualquier festival cinematográfico –¡qué bien encajaría en el de San Sebastián!–. Es cierto que, en los últimos tiempos, y sin salirnos de nuestro ámbito nacional, se han producido señales esperanzadoras, destinadas a poner en valor la aportación de Clarence Brown. En 2012, Fernando R. Genovés lo elegía, entre los diez cineastas que forjaban la interesante publicación “Hollywood revelado. Diez directores brillando en la penumbra”. Esta tendencia, daría un paso de gigante hace pocos años, en 2017, cuando la historiadora y crítica Carmen Guiralt editó en España, dentro de la colección de monografías de la editorial Cátedra, el primer –y magnifico– libro dedicado a su trayectoria, publicado en el mundo. Al mismo tiempo, historiadores cinematográficos, como mi buen amigo Fernando Usón, han planteado valoraciones sobre aspectos parciales de la obra de nuestro cineasta, en este caso, ciñéndose a su producción en el periodo silente.
Clarence Brown podría situarse en medio de esa privilegiadanómina de cineastas que supieron en su obra brindaruna mirada sincera a la auténtica esencia de la vida americana |
LLAMADAS DE ATENCIÓN A SU OBRA
En este sentido, puede decirse que la aportación de esta revista, en cierto modo, ha sido reveladora de esa intuición con la que ha sido valorada su filmografía, que tuvo en la aproximación plasmada por Miguel Marías, en el número 208 –1992–, su primer toque de atención, dentro de un dossier sintomáticamente denominado “Directores olvidados”, en cuya lectura, aún se traducían las carencias que, como espectador, podía tener hace casi tres décadas uno de los críticos más significativos de nuestro país.
Por fortuna, la progresiva edición digital de parte de su obra ha permitido que en nuestra revista nos hayamos ido ocupando de manera escalonada de títulos que han permanecido ignorados durante décadas, y que aparecen sorprendentemente vigentes en nuestros días, Una tarea, en la que modestamente he intentado contribuir en cuantas ocasiones se me ha permitido. Sin embargo, esa sucesión revisionista, lamentablemente, no ha ido acompañada a una mirada global en torno a una obra, buena parte de la cual se encuentra disponible al aficionado. Es por ello que las palabras del inolvidable José María Latorre que encabezan estas líneas en cierto modo podrían calibrarse como la punta de lanza, de esa necesaria reconsideración de Clarence Brown, entre esas figuras relevantes –y hasta ahora carentes de su justa valoración artística–, que forjaron el clasicismo cinematográfico de Hollywood y que, en este caso concreto, bajo la apariencia de su sincero servilismo a un estudio de costuras muy rígidas –y en cierto modo caducas–, supo edificar una obra llena de calidez en sus personajes, y sabiduría en su aparente sencillez narrativa. Un director que incluso acertó cuando ocasionalmente filmó dentro de la 20th Century Fox –Vinieron las lluvias (The Rains Came, 1939)–. Que plasmó una de las cimas del cine norteamericano de la década de los años 30 –Of Human Hearts–. Que supo ser valiente y arriesgado, al plasmar la dura y antirracista obra de William Faulkner –Intruder in the Lust (1949)–. Y que, en su conjunto, propuso en sus imágenes, una visión de la vida americana, dominada por lo contemplativo, aunque ello no le impidiera proponer una mirada tan honda como crítica. Habiendo tenido hasta el momento la oportunidad de visionar la mitad de los 54 largometrajes que componen su obra, lo cierto es que mi admiración por su figura, ha sobrevenido como simple aficionado, percibiendo la fuerza de una puesta en escena discreta y sensible al mismo tiempo, en la que su vertiente humanista irá casi siempre aparejada al pasado e incluso al presente del país que enalteció en su cine.
Esta visión apresurada, en torno a la figura del cineasta que aprendió su oficio de la mano de Maurice Tourneur –con quien compartió créditos como director con The Last of the Mohicans (1920)–, y que debutó ese mismo año con la desaparecida The Great Redeemer, ofrece el comentario de cuatro de sus películas, cada una de ellas, enclavada en una década diferente, de cuantas ofrecieron el marco temporal de su andadura como realizador. Con ello, intentaremos plasmar tanto la versatilidad, como la presencia de una indiscutible personalidad, en un cineasta sobre el que quisiera llamar la atención, intentando contribuir mínimamente a despejarle esa aureola de “cineasta olvidado”.
INTENSIDAD SILENTE. “EL DEMONIO Y LA CARNE” (1926)
El demonio y la carne (Flesh and the Devil, 1926) supondría para Clarence Brown, el que quizá sería el espaldarazo más importante de su carrera: su encuentro con la ya consagrada Greta Garbo. Al mismo tiempo –y es un detalle que apenas se suele reseñar–, es la primera de las películas que rodó para Metro-Goldwyn-Mayer, el estudio en el que desarrollaría, la práctica totalidad de su obra posterior. En cualquier caso, El demonio y la carne aparece en nuestros días como un brillante e intenso melodrama. Un relato que sin llegar a alcanzar el nivel de los mejores exponentes del género en las postrimerías de mudo –en donde se encadenaron varias de las cimas artísticas de la historia del cine–, sí merece destacarse por su frescura, intensidad cinematográfica y aliento trágico en su parte final. Un resultado que sorprende, viniendo de un estudio como la Metro pero que fue, sin embargo, el elegido por una Garbo ya consolidada como star, aunque años después su prestigio fuera diluyéndose en el conservadurismo ideológico y narrativo en el que progresivamente se sometió su filmografía como actriz.
“El demonio y la carne” aparece en nuestros días como un brillante eintenso melodrama. Un relato que merece destacarse por su frescura,intensidad cinematográfica y aliento trágico en su parte final |
El demonio y la carne se enmarca en Centroeuropa, y describe inicialmente la estrecha amistad existente entre Leo von Harden (John Gilbert, en una labor muy matizada) y Ulrich von Eles (Lars Hanson). Ambos se encuentran viviendo el periodo de instrucción militar, revelando una intensa vinculación que ya los unió simbólicamente siendo muy pequeños, en la denominada “isla de la amistad”. En uno de sus rincones y ante dos estatuas que simbolizan ese encuentro, se escenificará esa unión de por vida entre los dos amigos, sellado por la sangre de ambos. El instante será mostrado en flashback tras dichas secuencias iniciales –desarrolladas en tono de comedia–, que culminarán con el retorno de Leo a su casa, donde será recibido por su madre. A su llegada a la estación conocerá casualmente a Felicitas (Greta Garbo), la mujer que muy pronto se convertirá en el elemento de pasión de su vida. El flechazo se producirá en un gran baile, donde la atracción entre ambos se exteriorizará sin conocer él la condición de casada de la joven, y no pudiendo evitar que el esposo de esta regrese furtivamente y descubra a la pareja. Este retará a duelo a Leo, con la petición de que nunca se haga pública la verdadera razón del combate de honor –simularán un encontronazo en una partida de cartas–. En la contienda, el joven eliminará a su oponente, siendo castigado por el ejército con cinco años de destierro en África, rogando a su más estrecho amigo que cuide de Felicitas en su ausencia. Los años discurrirán con rapidez y las recomendaciones y el buen comportamiento del protagonista le permitirá el regreso a su tierra, viaje en el que su emoción ante la perspectiva de recuperar a su enamorada se hará palpable. Sin embargo, un nuevo golpe llegará hasta Leo, al comunicarle Ulrich que Felicitas se casó con él. La situación se tornará incluso dolorosa para nuestro protagonista, que en ningún momento hizo saber a su amigo el origen de las circunstancias de aquel duelo y la pasión que le unía a su actual esposa. Por eso se negará a estar junto a ella, aunque se produzcan algunos encuentros furtivos que serán objeto de la mirada del pastor, quien recriminará indirectamente la conducta de ambos en el servicio religioso –una secuencia que se caracterizará por su gran tensión–. Pero todo este rechazo será inútil. Finalmente, el deseo y la pasión resurgirán de nuevo entre los dos amantes, llegando a acordar fugarse ambos para poder hacer realidad el sentimiento que les ha unido siempre. Cuando ya están a punto de llevarlo a cabo, Ulrich se enterará de dichos planes, retando a su amigo de siempre a duelo, y eligiendo para ello la recordada “isla de la amistad” que tanto significó para su larga relación de camaradería, que se encuentra dominada por un temporal de nieve. Mientras los dos contendientes están a punto de batirse en duelo –y Leo con su asumida pasividad, desea ser inmolado en la cita–, Felicitas se dirigirá a ellos caminando sobre el hielo. En este cenit dramático, será finalmente la verdadera amistad será la que triunfe, aunque ello tenga su contrapunto trágico en el personaje encarnado por la Garbo, en una pirueta argumental de alcance moralista que será reiteradamente utilizada en posteriores películas protagonizadas por la actriz.
Creo que es interesante señalar que el rasgo que permite una especial perdurabilidad a El demonio y la carne es, por un lado, la frescura de su propuesta dramática, la oportuna presencia de elementos de comedia y la incorporación de rasgos expresivos muy familiares en el cine mudo, que en la ingenuidad de su aplicación logran trasladar el sentido de las escenas. Uno de los exponentes más evidentes de dicho enunciado será el instante en que Leo regresa tras cumplir su destierro. En esos momentos, no dejará de aparecer en sobreimpresión el propio nombre de Felicitas –expresando la ansiedad del protagonista–, e incluso el rostro de esta es superpuesto en el fotograma. Ya más adelante, estas sobreimpresiones serán uno de los elementos visuales que mejor reflejarán el dilema de Ulrich, de intentar matar a su amigo de siempre. En la imagen aparecerán superpuestos aquellos instantes que forjaron su amistad. Pero es en esa propia tendencia melodramática, donde la cámara de Brown ofrece un instante de contagiosa felicidad en el reencuentro de Leo con su madre –incluso su perro se suma a la bienvenida–, componiendo unos pasajes, en los que el estado de felicidad casi se puede palpar. El demonio y la carne se sigue manteniendo como una valiosa y no suficientemente recordada muestra de melodrama silente, que mantiene una considerable vigencia, alcanza igualmente unas altas cotas en su diseño escenográfico de interiores y exteriores –la casa de los von Harden, la ·isla de la amistad”– y sirvió para consolidar el magnetismo en la pantalla de Greta Garbo, desarrollado poco después en una serie de títulos de desigual calado y bastantes semejanzas argumentales entre sí.
VIDA INTERIOR, VIDA DE AMÉRICA. “OF HUMAN HEARTS” (1938)
¿Como es posible que la historiografía cinematográfica pueda, en pleno siglo XXI, mantener oculta la grandeza de una –digámoslo ya– obra maestra como Of Human Hearts? Quizá sea hasta cierto punto admisible que resulte desconocida en nuestro país, donde nunca se estrenó comercialmente, no así en la propia USA. Pero, aún admitiendo estas y otras circunstancias, sintiéndome aún conmovido hasta la lágrima con la conclusión, sencilla pero universal en su mensaje, de esta extraordinaria película, no puedo salir de mi asombro ante el hecho de que no sea ubicada entre las cimas del cine norteamericano de los años 30. Al intentar efectuar una galería representativa de esa maravillosa vertiente temática que se denominó Americana, tendríamos que incluir en ella títulos inolvidables firmados por John Ford, King Vidor, Henry King… Tendríamos que introducir el admirable Stars in My Crown (1950), de Jacques Tourneur… Y también, en un lugar de preferencia, habría que incorporar esta producción de la Metro, en la que se plantea el contraste entre la fe y la ciencia, el primitivismo y el progreso, el individualismo y lo colectivo, y también el egoísmo contrapuesto al amor. Todo ello, dentro de un contexto histórico que se inicia a mediados del siglo XIX, con la llegada del ya curtido reverendo Ethan Wilkins (un admirable Walter Huston) a una pequeña aldea de Ohio, situada a orillas de un caudaloso río. Wilkins va acompañado de su esposa Mary (memorable Beulah Bondi) y el pequeño Jason, hijo de ambos. Los dos han viajado desde una cómoda parroquia, teniendo que abandonar a la llegada a esta pequeña población las comodidades que hasta entonces han adquirido. Poco a poco irán integrándose en una comunidad cerrada, amable e hipócrita al mismo tiempo –no dudan en cuestionar, incluso delante de Wilkins, la nómina que están dispuestos a ofrecerle, aunque esta contravenga el acuerdo previo contraído con él–, al tiempo que llevarán una vida plácida en un contexto rural amable, en donde parece que nadie muere ni se desarrollan sucesos de relieve. Será un entorno ante el que se revelará Jason, quien muy pronto demostrará sus ansias de conocimiento y superación, estableciendo una cierta amistad con el Dr. Shingle (maravilloso Charles Coburn). Pese a resultar un médico venido a menos por su reconocido alcoholismo, no dudará en insuflar al muchacho las armas del saber, dejándole libros que irán forjando en él su incipiente inclinación hacia la medicina, al tiempo que el muchacho nunca dejará de mantener cierta distancia con los modos de pensar de su padre.
Pasan diez años. La normalidad de la pequeña localidad conserva su semblante imperturbable. Sin embargo, en ella sí que ha aumentado el interés de un ya crecido Jason (ya bajo el semblante de James Stewart), quien finalmente y con la ayuda de su madre decidirá estudiar medicina en la Universidad de Baltimore. Allí aprenderá los entresijos de dicha vocación, mientras que en su entorno familiar su padre vivirá sus últimos momentos de vida y Mary sentirá la soledad más absoluta, solo mitigada por las noticias que por carta le remite su hijo –por lo general, acompañadas de peticiones económicas–. De nuevo el paso del tiempo llevará a Jason a implicarse en el desarrollo de la Guerra Civil Norteamericana, aplicando su vocación médica con absoluta entrega hacia los heridos de la contienda, aunque ello le lleve a olvidarse de la propia existencia de su madre, quien durante dos años se mantendrá ausente de noticias de su hijo. Por ello llegará a escribir al presidente Lincoln, para intentar averiguar dónde se encuentra la hipotética tumba de Jason –en todo momento esta intuirá que ha muerto–.
Es bastante probable que el relato que sirve de base Of Human Hearts, obra de Honoré Morrow, titulado “Benefits Forgot” y trasladado en forma de libreto cinematográfico a cargo de Bradbury Foote, fuera de especial interés para un Clarence Brown que en el conjunto de su obra sintió una inclinación al tratamiento de historias desarrolladas en ambientes rurales, centradas en la visión de esa América íntima. No hay más que recordar propuestas interesantes y posteriores como The Human Comedy (1943) –que el propio realizador consideraba su película favorita– o la muy posterior Intruder in the Dust. Sin embargo, en el título que nos ocupa todo resulta delicado, equilibrado, hermoso, como al mismo tiempo lacerante. Es tan admirable la combinación de dramatismo y la presencia de pequeños toques humorísticos, que el espectador desde su primer fotograma –que describe con naturalidad la hermosa rutina de la localidad a la que acuden los Wilkins–, asiste a un relato desarrollado en voz baja, asumido en su primer tramo desde la mirada de ese pequeño Jason, quien quizá como muestra de un nuevo modo de entender la existencia se siente en todo momento ausente de ese marco casi paradisíaco. Pero del mismo modo la película, nunca de modo altisonante, acierta al ofrecer una visión nada idílica de una colectividad, en la que no estará ausente el egoísmo consustancial a la condición humana, representado de manera especial en la figura del avariento propietario del comercio –George Ames (Guy Kibbee) –. Brown tampoco evitará plasmar el siempre latente enfrentamiento entre Wilkins y su hijo, que tendrá su momento más álgido en la pelea que mantendrán ambos tras haber visitado a una casi harapienta feligresa –una secuencia dolorosa en la que el espectador comprende y justifica el pensamiento de ambos, sintiendo en carne propia la acre sensación que para los dos resulta pelearse con quien más quieren–.
¿Como es posible que la historiografía cinematográfica pueda, en pleno siglo XXI,mantener oculta la grandeza de una obra maestra como “Of Human Hearts”? |
Dentro de la serenidad con la que conduce su discurrir, Of Human Hearts está llena de momentos memorables y delicados. La concatenación de situaciones es constante, pero al mismo tiempo aparece descrita con una coherencia y equilibrio interno pasmoso. Todo ello se expresa en una película en la que importan los pequeños detalles, los gestos en apariencia insignificantes, como ese conmovedor episodio en el que Mary venderá a Ames su propio anillo de boda –el único recuerdo que le quedaba de su difunto esposo–, al objeto de lograr unos dólares para ayudar a su hijo. En una estratagema, Shingle –que se encuentra presente– logrará recuperar el anillo y devolvérselo a su legítima dueña, en una imposición que se ofrece además como metáfora de ese amor que siente por ella, pero que quizá por simple pudor jamás le llegará a manifestar. Secuencias como la previa de la muerte de Wilkins –en fuera de campo– poco después de la llegada de Jason, quien abrazado de su madre escuchará el postrero “se acabó” por parte del moribundo reverendo, al que sucederá la dolorosa secuencia del funeral, en medio de una densa tormenta. Y episodios, en suma, como el que marca el inesperado encuentro de Jason con el mismísimo Abraham Lincoln (encarnado con gran prestancia por John Carradine), quien revelará el dolor que le produce el abandono a que ha sometido a su madre, por encima incluso de la felicitación que le merece su labor vocacional en el contexto bélico.
Podríamos citar numerosos ejemplos, momentos y secuencias que por derecho propio permanecen entre lo más valioso legado por el cine norteamericano de su tiempo. Pero lo cierto es la perenne presencia de esa delicadeza, autenticidad y sencillez en todo su metraje, reveladora de una mirada contemplativa y sensible, sincera y crítica al mismo tiempo. Una visión en suma que muestra en pantalla la manera de entender la existencia que forjaron aquellos primeros pasos de la vida norteamericana, en cuyo contexto la importancia de la religión, el respeto a la familia y una cierta ritualidad en los comportamientos, supusieron los principales aliados a la hora de consolidar y aunar la personalidad de un pueblo como este, diseminado en tantas personalidades diferentes e incluso opuestas. Es por ello que esa secuencia final, con la reunión de la anciana Mary con su hijo, acompañados de Shingle y de la joven muchacha que conoció de niña, realizando la bendición de los sencillos comensales que van a compartir, supone un instante puede que insignificante desde el punto de vista estrictamente narrativo, pero que en su plasmación fílmica adquiere una fuerza emocional irresistible. En esa sencilla ceremonia asumirán el peso de una andadura en la que las dificultades quizá han quedado en segundo término, pero ante la cual todos comprenderán los sentimientos y enseñanzas brindadas por el recio y justo reverendo que moduló con su sentido de la justicia y rectitud, la andadura vital de esa madre y ese hijo que han decidido tomar la memoria de Wilkins, para disfrutar del resto de su existencia. Todo ello en un rito plasmado con una sinceridad tal, que logra contagiar al espectador al asistir a un íntimo y tardío acto de amor que adquirirá incluso resonancias místicas.
SINCERANDO PAREJAS. “NO PUEDO VIVIR SIN TÍ” (1941)
No puedo vivir sin ti (Come Live with Me, 1941) ratifica la pericia con la que Clarence Brown se invistió en el ámbito de la comedia, sin perder un ápice de su personalidad cinematográfica. También es de especial interés insertar esta muestra dentro del giro que el género asumiría, con la llegada de la década de los cuarenta, tamizando el rasgo screewal, y proponiendo en su lugar un cierto predominio romántico, hasta cierto punto elegíaco, presente en la obra de George Cukor y, sobre todo, en el cada día más legitimado Mitchell Leisen. Dentro de estas premisas, aparece esta extraña producción de la habitual Metro-Goldwyn-Mayer. Una comedia que plantea los rasgos más ligeros en su inicio, describiendo la singular situación de ese matrimonio de relación abierta que representan Barton (Ian Hunter) y Diana Kendrick (Verree Deasdale). El primero es un editor que encuentra siempre en su mujer el consejo oportuno para decidir qué publicaciones auspiciar y, en líneas generales, asumir cualquier decisión vital. Muy pronto sabremos que Diana cuenta con un amante, tolerado por su marido. Pero lo que ella no sabe… es que su esposo sobrelleva la misma situación, representado en la inmigrante austriaca Johnny (Heddy Lamarr), convertida en su apoyo sentimental. Este ámbito descriptivo, será establecido por Brown con notable dinamismo, utilizando para ello un fondo sonoro que acentúa su elemento de comedia, y acercándonos por la franqueza con la que es descrito, al periodo precode, en títulos tan inolvidables para el género como Una mujer para dos (Design for Living, 1933. Ernst Lubitsch). Será el preludio a un inesperado giro argumental y, con él, a una variación en su tonalidad, al aparecer Johhny en una delicada secuencia, donde Burton le regalará la muñeca de una bailarina que funciona a cuerda, sirviendo la misma para introducir a su personaje –oportunamente realzado y plasmado en escena–. El interludio romántico aportará un matiz dramático, al descubrir su condición de inmigrante ilegítima, brindándole al amable agente que va en su busca el plazo de una semana para que intente buscar soluciones, siendo la principal de ellas poder casarse con algún ciudadano americano. Una solución que no podrá satisfacer en su amante, vislumbrándose para ella un incierto futuro. De nuevo, en esta película dominada por sus giros y por la sensibilidad de su tono, dichas cualidades se describirán de manera magnífica, en ese plano de los pies de Johnny caminando sola de noche por la calle, y topándose con los extendidos del que pronto descubriremos es Bill Smith (James Stewart). Es decir, la estructura narrativa de No puedo vivir sin ti se traslada a otros dos personajes que no son los que la han iniciado. Un oportuno planteamiento, e inusual en el cine de su tiempo.
“No puedo vivir sin ti” ratifica la pericia con la que Clarence Brown se invistió en elámbito de la comedia, sin perder un ápice de su personalidad cinematográfica |
Sin embargo, lo más valioso, lo más perdurable del film de Brown –como no podía ser de otra manera, viniendo de un cineasta dominado por la sutileza de su pintura de caracteres–, será la manera con la que este insuflará a sus criaturas de una extraña humanidad. Y ello es, a mi modo de ver, la verdadera esencia de esta brillante comedia romántica, en la que sus cuatro principales personajes se dirimen en sentimientos compartidos. Por un lado, el veterano Barton se debatirá entre el profundo conocimiento que se establece con su esposa, una mujer mundana con la que mantiene una honda confianza. Por parte de Johnny se planteará el deseo de sellar su cariño con su amante, mientras que utilizará a Smith, al que muy pronto descubrirá en su casi total ausencia de recursos, casándose con él. Mientras tanto, este último muy pronto caerá rendido ante ella, superando su condición de escritor sin fortuna, haciendo valer su extremo sentido de la dignidad –le devolverá a Johnny el escaso dinero que le ha ido entregando semanalmente–, e intentará revertir el deseo de esta de divorciarse de él, cuando Barton se decida a pedir el divorcio a su esposa.
Toda una conjunción de elementos de enredo, una mirada bastante adulta en tono a las relaciones y, ante todo, un profundo conocimiento de la personalidad humana, con la que Clarence Brown sabrá trascender el brillante guión de Patterson McNutt, desarrollando la historia inicial de Virginia Van Upp. Lo hará apostando por pasajes de marcado alcance intimista. Secuencias que se establecerán ya en la de apertura, que describe la relación del matrimonio Kendrick. El episodio en el que un mendigo –el en esta ocasión estupendo Donald Meek–, servirá en cierto modo de enlace entre Johnny y Bill. En todas las secuencias que describirán a los que muy pronto se convertirán en esposos. O en aquellos momentos tan divertidos, como el que se desarrolla en el despacho del editor, teniendo delante de sí a Bill, que le ha enviado la novela en la que se describe la circunstancia de su relación oculta, delante de su esposa, que ha sido realmente quien ha destacado el original recibido. Un bloque modélico, en el que la planificación, la dirección de actores y el juego con el doble sentido lo acercará a los mejores modelos establecidos por el género, permitiendo que Diana intuya y perciba la realidad de la relación oculta que este le ha mantenido hasta entonces. No puedo vivir sin ti se enriquecerá con el gusto por el detalle propuesto por Brown –esa querencia por los espejos como elemento confesional, que incluso servirá para potenciar fugas cómicas, centradas sobre todo en el reflejo caricaturesco que se brinda de la imagen de Bill–.
Potenciada por una excelente dirección de actores, que subraya la ingenuidad de Hunter, la sutileza de la Deasdale, y la química que se ofrece entre una bellísima Heddy Lamarr y un encantador James Stewart, No puedo vivir sin ti adquiere una tonalidad más romántica e íntima a partir de la llegada de la pareja a la casa rural en la que vive con tranquilidad la abuela de Bill –una condición impuesta por este a Johnny, para acceder a la petición de divorcio que ella le plantea–. La anciana exteriorizará con placidez una mirada reflexiva en torno a la propia existencia, que se extiende a las paredes por medio de esos refranes erigidos como apólogos morales que esta cuelga a modo de cuadros. No me cabe la menor duda, que los responsables de la película tomaron nota del espléndido resultado que Mitchell Leisen había demostrado en Recuerdo de una noche (Remember the Night, 1940), con la que mantiene esa ruptura en el tono de comedia, para introducirse en un ámbito melodramático. Será una parte final, en la que Brown acertará al jugar con la propia disposición de esos refranes enmarcados, con la propia disposición del interior de la vivienda –especialmente las dos habitaciones separadas en las que dormirán Lamarr y Stewart–, utilizando de nuevo la fuerza dramática del espejo o la presencia de una linterna como elemento dinamizador. Es probable que la película concluya quizá de manera apresurada –aunque no por ello deje de resultar ingeniosa–, incorporando de nuevo uno de los refranes, para que la pareja definitivamente reconciliada opte por dejar de lado la ficción que representa. Será una agudeza final, dentro de una película regocijante en sus mejores momentos, que ratifica el talento para la comedia de nuestro realizador.
SENTIMIENTOS EN EL MAR. “PLYMOUTH ADVENTURE” (1952)
Plymouth Adventure (1952) es la película que cerró la obra de Clarence Brown y, de entrada, debería ocupar un lugar de preferencia dentro del subgénero de aventuras marítimas, aunque la propuesta adquiera unos derroteros inusuales a los habituales en esta vertiente, al propio tiempo que resultan familiares al cine de su director. Ese estilo contemplativo, de raíz pictórica, basado en la mesura y el matizado de sus personajes, huyendo en la medida de lo posible de la espectacularidad y acercándose por el contrario a una vertiente reflexiva, en algunos momentos rondando a un cierto misticismo, tiene en Plymouth Adventure una de sus manifestaciones más depuradas, ubicando el inicio de su andadura en el puerto inglés de Southampton, allá por 1620. De allí zarpará un grupo de colonos. Unos, perseguidos por la justicia, y otros unidos por pertenecer a una nueva iglesia no muy bien vista en suelo inglés, con destino hasta el nuevo continente, en concreto a las tierras aún no colonizadas de Virginia. Para ello recurrirán a un largo viaje a bordo del Mayflower, un navío comandado por el hosco y misántropo capitán Christopher Jones (memorable Spencer Tracy, en uno de los mejores papeles de su carrera). Este no solo demostrará su ausencia de sentimientos, sino que no dudará en aceptar el suculento soborno del representante de la compañía que financia el viaje, para llevar a los pasajeros no al destino inicialmente comprometido –en donde tendrían que aceptar un contrato de pago que los convertía casi en esclavos–, sino a Nueva Inglaterra, logrando con ello dicha compañía poder operar con otra en condiciones de franca ventaja.
Será el punto de partida de un viaje áspero y dificultoso, que tendrá que soportar incluso un inoportuno retorno a tierras inglesas, al detectarse serias averías en el buque acompañante, pero al que de manera proporcional se complementará con un mayor sentimiento de unidad y resistencia por parte de sus viajeros, aunque en ocasiones estos se enfrenten a la rudeza de la tripulación, la inclemencia de la meteorología, la progresiva escasez de alimentos, las enfermedades, la atracción que las jóvenes despiertan entre los marinos, o ciertos conatos de desunión que aparecerán en algunos momentos entre los pasajeros. Un proceso evolutivo, un viaje iniciático en el que Clarence Brown desplegará su talento para la composición pictórica –ayudado por la espléndida fotografía en color de William Daniels– y una narrativa mesurada, sin rupturas de ritmo, evolucionando con ella tanto la acción física de sus personajes como la modulación de su psicología, y mostrando en la conjunción de ambas vertientes una sensación de sinceridad cinematográfica que permite que el espectador viva y sienta no solo sus penalidades y esperanzas sino, sobre todo, se una al alma de todos ellos. Será un cúmulo de sensaciones muy difíciles de plasmar en la pantalla, pero Plymouth Adventure logra introducirse en ese sendero de una manera pasmosa, basándose en el uso de planos largos, en el alcance visual de las secuencias, en la presencia de la narración en off por parte de uno de los colonos –Gilbert Winslow (encarnado por el siempre excelente John Denher)–, o el respeto a la iconografía del cine de aventuras marinas, tamizado por una extraña ligazón melodramática que se centrará de manera muy especial en la relación que el arisco Jones mantendrá con la joven Dorothy Bradford (maravillosa Gene Tierney), esposa de uno de los responsables del grupo de colonos –William Bradford (un magnífico Leo Genn)–. En medio de estas tensiones, de la paciencia y serenidad demostrada por un colectivo unificado en torno a un objetivo común y guiado por nobles sentimientos, se desplegará el recorrido espiritual de unos seres que solo ansían una nueva oportunidad en sus vidas, guiadas en todo momento por el respeto a su prójimo y el legítimo derecho a prosperar. Brown plasmará este recorrido con mano maestra, demostrando su especial implicación y humanismo, conduciendo dicho azaroso viaje con el oportuno recurso a las elipsis, que propician las anotaciones/ narraciones en off de Winslow, y alternando la rutina del traslado, en creciente tensión por la escasez y penalidades sufridas, tanto por parte de los pasajeros como de la propia tripulación. El milagro de la película estriba a mi juicio en el equilibrio que se logra en la combinación de sus elementos de acción con las pinceladas descriptivas de la vida diaria de sus personajes. Todo en la narración está mostrado con tanta serenidad, hay una delicadeza tal en la reacción de esos seres que respiran una bondad sincera, jamás bobalicona, que la ruptura que en su tono proporciona el largo y admirable episodio de la tormenta adquiere en la película un matiz de catarsis, al tiempo que muestra esa sensación de peligro con una fisicidad que alcanza de lleno a la sensibilidad del espectador. En pocos títulos de esta vertiente ese plano de la viga central del navío quebrada adquiere tanta fuerza, completando esa contundencia la brillantísima idea de guión que supone solventar la misma utilizando el torno de una imprenta. Será un instante a partir del cual se producirá una inflexión en el interior del capitán, quien a partir de ese momento dejará entrever la sensibilidad que desde siempre ha anidado en su alma, pero jamás se ha atrevido a expresar.
“Plymouth Adventure” es la película que cerró la obra deClarence Brown y, de entrada, debería ocupar un lugar de preferenciadentro del subgénero de aventuras marítimas |
Tras mil penalidades, y con la hermosa y al mismo tiempo cruel presencia de un pájaro de tierra muerto que aparece sobre la cubierta, el Mayflower llegará hasta las tierras de Nueva Inglaterra. Será el momento en que todos conozcan la verdad, y el momento también en el que Dorothy y Jones se planteen la realidad de sus relaciones. Los colonos aceptarán incluso con sorprendente agrado el inesperado cambio de destino, pero entre el capitán y la esposa de Bradford se planteará una situación absolutamente dolorosa. En contra de lo que sería habitual en un singular triángulo amoroso como el que ofrece la película, Plymouth Adventure planteará el suicidio de la joven –expresado en un memorable primer plano de Dorothy, reflejado en su rostro el nocturno del mar– de manera elíptica. Al retornar su marido –que había acudido junto a un grupo de colonos, a explorar las tierras que se encuentran en la costa–, este se mostrará destrozado al conocer la noticia.
A partir de esos instantes, el film de Clarence Brown devendrá conmovedor en varios de sus pasajes posteriores. En el momento confesional que Jones comentará a Bradford, recordándole que su esposa lo quería profundamente, provocando los sollozos espontáneos e inconsolables de este. Y esa capacidad de emocionar se manifestará de nuevo cuando –tras recurrir una vez más a la elipsis, que nos llevará del duro invierno a la alegría de la primavera, relatando los numerosos fallecimientos por enfermedad–, los colonos supervivientes se reunirán en la pequeña iglesia que han logrado construir, entregando un pergamino en el que expresan su sincero agradecimiento por la ayuda que el capitán Jones ha brindado a todos ellos, manteniendo el Mayflower en la costa, en vez de haber regresado a Inglaterra, tal como anunciara en su momento. Este recogerá impactado tal atención, reconociendo que antes se encontraba solo y ahora cuenta con grandes amigos, meditando con serenidad la posibilidad de retornar a su país o quedarse entre esta nueva colonia. Decidirá finalmente retornar a su tierra, pero en su ánimo estará presente volver a estas primeras casas de la que posteriormente sería una próspera ciudad, brindando en honor de muertos y vivos una salva de ordenanza, mientras el navío se aleja de dichas costas.
Plymouth Adventure supuso el testamento cinematográfico de Clarence Brown. Desconozco si el realizador tenía intención o no de prolongar su andadura como director, pero lo cierto es que en esta película se muestra provisto de un alto grado de inspiración, filmando un título a contracorriente, pero cuyo resultado no dejo de considerar una de las más personales y valiosas propuestas jamás legadas por el cine de aventuras.
Juan Carlos Vizcaíno Martínez
[1] José María Latorre. Comentario de Así ama la mujer. DIRIGIDO POR… n.º 446 (agosto 2014).