Una carcasa vacía
Hay series que se resisten a morir, y languidecen en su propia incoherencia hasta que termina llegándoles la hora, generalmente abandonadas por el público y por sus creadores. De las que aún siguen en activo, Westworld es la candidata más firme a sucumbir a esta espiral de decadencia. No porque vaya a fallecer sin respaldo de la audiencia o de sus guionistas, o incluso de la cadena que la sustenta (es sabido que HBO retrasó la segunda temporada por lo costosa que era, para centrarse en exclusiva en cerrar Juego de tronos, aún más cara), sino por su falta de rumbo.
Hace tiempo que el parque temático de Westworld se convirtió en una ordalía y en un maregmánum de ideas sin concreción. Lejos queda la intriga por descubrir las intenciones del doctor Robert Ford (Anthony Hopkins), la mente omnisciente que ideó ese divertimento a su imagen y semejanza, un juego de resonancias perversas en el que cualquier pobre tipo podía dar rienda suelta a su maldad interior, dando pie así a un concepto con enjundia que permitía tratar temas psicoanalíticos con varias capas de matices. Pero en cuanto desapareció ese misterio, y empezaron a surgir nuevas tramas, que dieron protagonismo además a personajes con escaso carisma (e interpretados además por malos actores), el encanto de Westworld se desvaneció: la segunda temporada terminó a trompicones, alargándose en exceso y planteando nuevos interrogantes que sonaban más a rizaduras de rizo que a afluentes naturales del argumento.
Así, esta tercera temporada nace, se desarrolla y muere sin una identidad clara. Dolores Abernathy sigue con su difusa pose de destructora de mundos, arrasando con todo cuanto encuentra a su paso, más omnipotente que nunca gracias al potencial tecnológico que los malabarismos de guion ponen a su disposición. Maeve transita como siempre, entre la pereza en cada plano y un motivo personal cada vez menos creíble. Bernard Lowe es el único que mantiene el tipo, como personaje, actor y elemento para la intriga. Ed Harris, un intérprete de solvencia probada, acusa ahora la misma indolencia que mostró Hopkins mientras participó en la serie: trabaja no creyendo en lo que hace. Es más, ha criticado duramente la deriva de su personaje, como en su día hiciera también Hopkins: “Firmé para ser el hombre de negro, no el hombre de blanco”, ha lamentado. Cuando las dos grandes estrellas de tu serie se muestran disconformes con argumentos idénticos, es el momento de que empiecen a sonar todas las alarmas, pues definitivamente se ha tocado fondo.
Las nuevas incorporaciones de esta temporada (Aaron Paul, el Jesse Pinkman de Breaking Bad, y Vnicent Cassel, como malo de la función) no aportan más que confusión y tedio. El personaje de Paul no engancha; el de Cassel parece una caricatura. Ambos se ven afectados por la grandilocuencia de quien escribe sus líneas, un trilero que se permite alterar lo que se daba por supuesto en temporadas anteriores. Por ejemplo: la muerte no es un estado definitivo en Westworld gracias al recurso de poder replicar conciencias. De pronto, personajes fallecidos resurgen con nuevas motivaciones, como marionetas con las que cubrir las exigencias del libreto. Christopher Nolan y Lisa Joy no entienden que la desaparición de ciertos secundarios o protagonistas tuvo una justificación, y que sacarlos nuevamente, para satisfacer sus anhelos arbitrarios, es forzar al espectador a realizar un acto de fe; una cosa es repescar a Hopkins, y que su reaparición tenga sentido, y otra hacer que vuelva un mercenario intrascendente para otorgarle un forzado rol de guardaespaldas de Bernard, personaje que demostró saber valerse por sí mismo.
Al promover este acto de fe, Joy y Nolan condenan al producto. Le hacen perder interés. No sólo por las arbitrariedades señaladas anteriormente, sino también por dar pie a una nueva trama más cercana a una mala película de espías, con diálogos y escenas interminables, y una confusión argumental que sólo resulta clara para quienes leyeron el guión en voz baja. Cierto es que dicha confusión viene avalada por la pérdida total de interés por cuanto está pasando, demasiado sofisticado ya, o enrevesado (o simplemente grotesco). Westworld ha terminado por caer en el ridículo. En sus capítulos hay trazas de Terminator, Robocop, Transformer y hasta de una versión en serie B de Indiana Jones, pero nada que resulte genuino, propio, auténtico. Suena a intento deseperado por aferrarse a un clavo ardiendo. Es ya una carcasa vacía a la que todavía se le quiere añadir una última muesca: una cuarta temporada que incida, todavía más, en el abracadabra.
Joaquín Torán
USA, 2020. T.O.: “Westworld: Season 3”. Directores: Jonathan Nolan, Jennifer Getzinger, Richard J. Lewis, Amanda Marsalis, Paul Cameron, Anna Foerster, Helen Shaver. Intérpretes: Evan Rachel Wood, Thandie Newton, Vincent Cassel, Ed Harris, Aaron Paul, Jeffrey Wright, Tessa Thompson. DISPONIBLE EN HBO