SHOAH

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El Holocausto descarnado

El pasado 30 de abril se cumplió el 75º aniversario del disparo más importante de la Segunda Guerra Mundial, aquel que acababa con la vida de Adolf Hitler. Tres cuartos de siglo después, sus crímenes siguen muy presentes en el imaginario colectivo, como ejemplo del más absoluto horror. Hay muchas razones para no olvidarlos. Una de las más notables es Shoah, el monumental documental de nueve horas y media del cineasta francés Claude Lanzmann, y que se puede ver en dos partes íntegro y digitalizado en Filmin.


Lanzmann no era un personaje amable. Arisco y aguerrido en las entrevistas, siempre a la defensiva, insultante y para nada tolerante con puntos de vista ajenos, tenía fama de duro: tanto en sus postulados ideológicos, como comunista ortodoxo en la estela de sus amigos Sartre y Beauvoir (de la que llegaría a ser amante), y defensor de un Estado de Israel en su versión más beligerante, así como en su trayectoria vital, como resistente francés al nazismo o editor de “Les temps modernes”, la revista fundada por el filósofo existencialista. Lanzmann no se iba nunca con medias tintas, era directo e hiriente. Una anécdota lo retrata: al parecer, François Mitterand, enfermo terminal, llegó a preguntarle qué era la muerte. El interpelado respondió, contundente: “Es un escándalo absoluto, señor presidente”.

Solo desde esta postura de puro escándalo puede soportarse Shoah, un documental denso, espeso, extremo, visceral y fascinante, que hechiza conforme avanza. Lanzmann no pone fácil su visionado: su primera media hora es áspera, apabullante en información, enérgica. Desde su primer fotograma, el documental se muestra como lo que es: un grito de indignación constante e iracundo. Lanzmann no invita a seguirle, no hace nada por retener al espectador más allá de ponerle ante los ojos, con brusquedad, testimonios e imágenes casi en bruto. Convierte casi la decisión de ver Shoah en una elección moral del espectador. Lanzmann no se plantea para nada que su obra genere sentimientos encontrados: es un todo o nada. El espectador o le sigue a pies juntillas o no le sigue, es su cómplice o un colaboracionista.



LOS MATICES, TIERRA DE NADIE

Tzevan Todorov resumió muy bien la experiencia que suponen estas nueve horas y media: “La lección que Lanzmann transmite a sus espectadores a través de estas escenas es, poco más o menos, la siguiente: usted no debe tener en cuenta la voluntad del individuo si ella le impide alcanzar su objetivo. En cualesquiera otras circunstancias, semejante procedimiento podría haber pasado desapercibido al envolvernos en su eficacia; pero, tratándose de la representación de un universo en el que uno de los rasgos sobresalientes era el rechazo de la voluntad individual, uno acaba deseando que Lanzmann hubiera sido un poco más circunspecto en la elección de sus medios”. En su documental hay dos clases de personas, las víctimas y aquellos que se alinean con ellas y los ejecutores y sus aliados. No hay zonas grises.

Por Shoah desfilan cuatro categorías de personajes: los supervivientes, que desgranan a cámara relatos escalofriantes que revelan la protervia nazi; los verdugos (al menos dos), que explican la maquinaria del sistema de exterminio, burocrático, impersonal y espantosamente inhumano; los especialistas o curiosos, que son desde familiares que se preguntan por las causas del horror hasta estudiosos que ofrecen claves para interpretarlo, y los testigos, por lo general habitantes de los alrededores de los cuatro grandes escenarios de Shoah (Treblinka, Sobibor, Chelmno y Auschwitz). De estos cuatro grupos, Lanzmann solo se muestra respetuoso en sus preguntas y con su cámara con los terceros, a los que da cancha porque refuerzan sus puntos de vista y además plantean interrogantes que ya se ha hecho el propio realizador. A las víctimas, Lanzmann las atosiga. En un momento dado, el peluquero Abraham Bomba se desmorona recordando cómo los nazis le obligaban a cortar el pelo de las mujeres que iban a ser gaseadas acto seguido. Bomba pide cortar la grabación, pero la cámara le fija inflexible e implacablemente; Lanzmann parece reprocharle la debilidad al arengarle a seguir: “Tenemos que seguir, usted lo sabe”.

Tenemos que seguir”. Esta frase recoge la esencia del discurso del cineasta: los testimonios son una obligación moral e histórica, un deber tanto para los muertos como también para los vivos. Un imperativo para el recuerdo. Lanzmann considera que las lágrimas son un mero medio para su fin, o así lo parece. Su postura es militante y combatiente. Los desgarradores testimonios ayudan a darle la razón.




EJEMPLOS VISCERALES DEL HORROR

Es francamente complicado seleccionar un solo ejemplo de esta terrible galería de horrores. Ante el objetivo de Lanzmann pasan “judíos de trabajo”, poco menos que esclavos a los que los nazis asignaban tareas pesadas y horribles relacionadas con la cremación de los cadáveres, como Philip Müller, cinco veces superviviente de los pogromos de Auschwitz, y expresivo narrador. Eran ellos quienes debían garantizar la limpieza de los vestuarios colindantes con las cámaras de gas, para que aparecieran impolutos a las nuevas hornadas de judíos que llegaban tras viajes agotadores de diez o doce días, hacinados en vagones pensados para veinte reses y en los que fácilmente daban cabida a unas cincuenta personas. Desorientados, seguramente magullados, los judíos desconocían dónde estaban, pero eran rápidamente convencidos por las autoridades de los campos de que iban a ponerse a trabajar en sus respectivas profesiones, una vez pasaran por las duchas con las que iban a “despiojarlos”. Los guardias no actuaban así por humanidad, ni siquiera mentían por piedad: usaban tretas cuya eficacia tenían comprobada con el único fin de contener la excitación de los recién llegados, narcotizándolos e impidiendo así que se rebelaran y no causaran problemas. Rudolf Vrba, el legendario fugado de Auschwitz –junto con otro compañero– que reveló al mundo la terrible realidad de los campos de concentración, define el conglomerado ideado por Himmler y Heinrich: “Entre los nazis había un imperativo: que todo surgiera sin contratiempos, ni dificultades ni pérdidas de tiempo”. Otro superviviente imposible completa el cuadro del horror afirmando que los guardianes de los campos de exterminio prohibían a los “judíos de trabajo” usar las palabras muertos o muerte al referirse a los gaseados. En su lugar, debían emplear figuren, marioneta, o schmattes, trapo.

Vrba, Müller, Bomba son elegidos no tanto por su fotogenia como por su capacidad para relatar. Claude Lanzmann tiene claro que está construyendo una narración oral, al estilo de las leyendas hebreas. Con Shoah se propone culminar un relato empezado hace siglos, y que se remonta a las tempranas persecuciones judías. Para sostener esta tesis, Lanzmann busca socorro en el historiador Raül Hillberg, uno de los pocos personajes a los que no vapulea, quizás porque se le intuye un carácter afín. Tiene razón Hillberg, y por extensión Lanzmann, cuando afirma que los burócratas alemanes no inventaron nada, salvo las formas de exterminio. Hillberg desglosa cómo los jerarcas nazis tuvieron que desarrollar y perfeccionar un sistema y un vocabulario inexistente a base del ensayo y el error. Con la voz firme de un juez que dicta sentencia firme, en base a hechos abrumadoramente probados, asegura que la burocracia nazi se basaba en la discrecionalidad: sus instrucciones eran tan ambiguas, tan vagas, que su interpretación y aplicación corría a cargo de los encargados de ponerlas en práctica sobre el terreno.


Lanzmann no se plantea para nada que su obra genere sentimientos encontrados:

es un todo o nada. El espectador o le sigue a pies juntillas o no le sigue,

es su cómplice o un colaboracionista



Muchos de esos practicantes son también sometidos al juicio implacable de Lanzmann; varios de ellos son grabados a escondidas y mediante engaños. El cineasta, por ejemplo, señala públicamente al chófer de Christian Wirtz, el psicópata comandante de Belzec, al que localiza como camarero de una cervecería en Alemania. Y acosa a tres verdugos, dos guardianes a los que parece grabar a cámara oculta, y a un exadministrador del gueto de Varsovia. De ellos, Lanzmann quiere saber cómo funcionaba el sistema, y los exprime y espolea con los latigazos de sus preguntas abruptas. Lanzmann logra que sus arrepentimientos resulten falsos, sus lagunas mentales puras mentiras y sus intentos por justificarse como insultos a la inteligencia. Igual de inclemente se muestra con los testigos. Uno de los supervivientes, y a ese clavo se aferra Lanzmann, afirma que muchos polacos se reían al paso de los convoyes de la muerte, sabedores de que en ellos iban judíos hacia la muerte. Es cierto que pudo haber una responsabilidad pasiva en una población civil que se vio beneficiada, sobre todo en Polonia, de la desaparición de los judíos, ricos y mayoritarios, en cuanto que ello supuso una mejora de estatus social. Es incluso posible que muchos polacos, o lituanos, odiaran a la población judía. Pero eso no es óbice para que Lanzmann les lance preguntas capciosas del tipo “¿echan de menos a los judíos?”, formuladas con más de treinta años de distancia de los hechos, y realizadas con el único propósito de equipararles con los verdugos. Si la ira de Lanzmman alcanza un justo cenit contra los antiguos SS, en el caso de los civiles, por muy desagradables, ignorantes o pánfilos que resulten, esta pose de Zeus tronante adquiere justamente la categoría de aquello que quizás Lanzmann no busca: es decir, de ser arbitrario, poco ecuánime. Claro que a este el juicio del espectador le importa un comino.

Lanzmann murió a los 92 años en París. Dejó Shoah como un monumental testimonio cinematográfico. Empezó a rodarla, en 16 milímetros, en 1974 y tardó una década en acabarla; se proyectó en 1985 y se restauró en Roma años después. Las transcripciones de las entrevistas se publicarían como libro en 1995. Privadas del apoyo de las miradas o de las imágenes, todas ellas de recurso (el cineasta abominó de museos del Holocausto y de imágenes de archivo sobre los campos por considerarlas, como poco, frívolas), estas palabras adquieren una nueva forma de vida. Y estallan como metralla en la conciencia del lector.

Joaquín Torán


Francia, 1985. T.O.: “Shoah”. Director y guión: Claude Lanzmann. Productores: Séverine Olivier-Lacamp y Stella Quef. Fotografía: Dominique Chapuis, Jimmy Glasberg, Phil Gries y William Lubtchansky, en color. Montaje: Ziva Postec, Anna Ruiz y Yael Perlov. Documental. DISPONIBLE EN FILMIN