Rosas perdidas

en Clásicos/En busca del cine perdido por

La mirada sensible de una doble redención

Absolutamente ignorada por las nuevas generaciones de aficionados –en buena medida, dada la practica imposibilidad de su visionado; se impondría una edición digital de la misma–, Rosas perdidas es un extraordinario melodrama que conjuga la sensibilidad del mundo literario y descriptivo del dramaturgo William Inge con la sorprendente madurez de Franklin J. Schaffner, en el que no dudo en considerar uno de los más sorprendentes debuts del cine norteamericano durante la década de los 60.


En no pocas ocasiones, me he parado a pensar en las extrañas semejanzas que vivieron en sus carreras, algunos de los componentes de la llamada “generación de la televisión”. Una de ellas proviene a mi modo de ver en la emanada en los primeros pasos de la andadura, de dos de sus componentes más relevantes: John Frankenheimer y Franklin J. Schaffner. El primero de ellos debutó en la gran pantalla en 1961, y Schaffner en 1963. Pero ambos comparten en sus primeros pasos sendos guiones, o adaptaciones de sus propias obras teatrales, escritas por uno de los más sensibles cronistas de la vida americana de provincias: William Inge. A partir de originales teatrales de este, Frankenheimer rueda en 1962 Su propio infierno (All Fall Down). Al año siguiente, el posterior autor de Patton (ídem, 1970), debuta con Rosas perdidas (The Striper, 1963). Considero a ambas, dos películas extraordinarias. La primera de ellas sigue pareciéndome la obra maestra de Frankenheimer, mientras que la segunda no solo se me ha revelado como el mejor de los títulos que he podido contemplar de Schaffner, al tiempo que uno de los más deslumbrantes debuts del cine norteamericano, en la década de los 60. Y, de alguna manera, la categoría de estos y otros títulos que llevan aparejada la firma de Inge en su entraña dramática revela a mi juicio no solo la valía de sus propuestas, sino la exquisita sensibilidad demostrada por uno de los dramaturgos USA que mayor valía alcanzó en sus propuestas cinematográficas, quizá menos exitosas y escandalosas que las emanadas por su coetáneo Tennesse Williams. También provistas de una voz más callada, pero, personalmente, y en su conjunto, más valiosas, que las, por otro lado, atractivas, surgidas de la pluma del autor de Un tranvía llamado deseo (A Streetcar Named Desire, 1951).



UNA OCULTA JOYA CINEMATOGRÁFICA

Por desgracia Rosas perdidas es un título casi invisible. No se conoce edición digital de la misma. Apenas ha sido emitida en canales televisivos, aunque ello no me haya impedido poder disfrutar del que no dudo en considerar uno de los tesoros escondidos en el cine americano de aquellos años. Títulos como el ya citado Su propio infierno, o la previa The Goddess (1958, John Cromwell), miradas todas ellas intimistas. Crónicas narradas en voz baja, moduladas por un especial trazado de personajes, y descritas en contextos insertos en una sociedad norteamericana en proceso de transformación.

Producida por ese extraordinario hombre de cine que fue Jerry Wald para la 20th Century Fox, e incluyendo en ese ámbito de producción al siempre insólito Curtis Harrington, Rosas perdidas se basa en una obra teatral del ya citado Inge que, al parecer, sufrió un enorme fracaso en su estreno escénico, adaptada a la pantalla por la mano experta de Meade Roberts. Desde el primer momento, destacaremos la fuerza de su CinemaScope, que es utilizado de manera admirable, sabiendo extraer de sus composiciones horizontales una asombrosa precisión, dentro de una planificación en la que cada plano tiene una significación, enriqueciendo la creciente densidad de su desarrollo. La película se beneficiará de una excelente iluminación en blanco y negro de Ellsworth Fredericks y, en un aporte de extraordinaria efectividad, el fondo sonoro que le brindará un joven Jerry Goldsmith, ayudando en todo momento a envolver y complementar la oscilación dramática de esta pequeña, sensible y, al mismo tiempo, admirable crónica de unas soledades compartidas. Grito casi agónico de tres personajes que, en el fondo, desean huir de sí mismos. La película se iniciará con una pequeña secuencia pre-genéricos, describiendo una de esas visitas en autobús por Los Ángeles, sirviéndonos para presentar a la protagonista. Ella es Lila Green (Joanne Woodward), una muchacha aún joven, de pasado veladamente turbulento, pero dotada al mismo tiempo de tanta inestabilidad emocional como buen corazón. Lila acude a una pequeña localidad, en donde transcurrió su infancia, junto a su representante y novio –Ricky Powers (Robert Webber)–, la veterana madame Olga (Gipsy Rose Lee) y un viejo colaborador, al objeto de realizar una pequeña actuación en el teatro de la población. Todo ello, nos permitirá conocer a un joven y apuesto operador de gasolinera –Kenny Baird (Richard Beymer)–, dependiente en grado extremo de su madre –Helen Baird (Claire Trevor)–, viuda, que mantiene a su hijo con un extremo proteccionismo, quizá intentando plasmar en él esa ausencia que sobrelleva desde hace años. Todo ese trazado de personajes será plasmado por Schaffner en muy escasos minutos, con la precisión de un tiralíneas, logrando prender no solo el interés sino, lo que es más difícil, contemplar una película en la que la sorprendente precisión de su planificación no solo apela a la máxima de una idea / un plano, sino que enriquece el entramado de un relato preciso, afilado, y al mismo tiempo dominado por el deseo y la melancolía.


Producida por ese extraordinario hombre de cine que fue Jerry Wald

para la 20th Century Fox, “Rosas perdidas” se basa en una obra teatral de

William Inge que, al parecer, sufrió un enorme fracaso en su estreno escénico



La inesperada fuga del nada recomendable Powers hará que el pequeño grupo de espectáculo se disemine, abandonando la población los veteranos Olga y su compañero, y dejando a Lila en casa de los Baird. Obviamente, ello será, en principio, la recuperación de la lejana relación entre la muchacha y la viuda pero, como no podía ser de otra manera, muy pronto germinará en una atracción entre Kenny –que tiene otra novia, vecina suya, Miriam (Carol Lynley), a la que contempla con nada oculto desapego, ya que en el fondo, no representa más que la prolongación de la rutina existencial que le rodea, e incluso le consume, día tras día–, y la recién llegada. Evidentemente, la entraña de Rosas perdidas se centra en el progresivo y casi inevitable acercamiento entre ambos, y también en la reacción de creciente desconfianza que irá exteriorizando la madre del muchacho, temerosa de que la joven, permita que su mimado hijo –pese a estar ambos siempre discutiendo–, se escape de su aura de dominio.

EL HOGAR DE UN INSÓLITO TRIÁNGULO

A partir de dichos parámetros, en buena medida previsibles –la ausencia de Powers permite intuir que reaparecerá en un momento determinado–, lo cierto es que Schaffner demuestra una asombrosa madurez narrativa, proporcionando al relato una temperatura emocional en la que el dramatismo, la delicadeza, la perfecta ubicación de su limitada gama de personajes dentro del encuadre, tendrá tanta importancia como el uso de la escenografía de interiores de la casa de los Baird. Dicho marco será el verdadero epicentro de este drama intimista, en el que incluso la presencia de dos secuencias de comedia –la descrita en la pista de patinaje, donde Kenny se estrellará cómicamente con sus patines, y la de la borrachera posterior de este, una vez regrese a su casa bebido, y se encuentre con Lily ocupando su cama–, se insertan como un extraño y oportuno contrapunto. El film de Schaffner destacará, asimismo, por una extraordinaria dirección de actores, en la que no solo brillarán con luz propia dos actrices tan extraordinarias y diferentes como Joanne Woodward y Claire Trevor, sino que, de manera sorprendente, se encuentra en la que quizá suponga la única performance reseñable de un actor tan blando y limitado como Richard Beymer. Lo logrará, controlando esa tendencia al amaneramiento del joven intérprete y potenciando, por el contrario, la fuerza de su mirada.

Rosas perdidas brilla en la modulación de su entramado dramático. En la fuerza que revisten gestos en apariencia insignificantes –ese instante en el que Lily coloca su llamativo pañuelo en el cuello de Helen, expresándose en el gesto de esta la percepción de la incompatibilidad de ambas; la importancia que reviste ese viejo reloj que luce la viuda, regalo de su difunto marido, metáfora de un pasado irrepetible; esa relación que Lily mantiene con una niña vecina, eco de la infancia vivida en aquel entorno–. Pero lo hará en constantes destellos de creatividad cinematográfica –el plano que muestra a Lily y Helen, separados por un barrote de la escalera, expresando el distanciamiento que les separa; la planificación del instante en el que Kenny contempla por la ventana a Lily y Miriam y, por su expresión, y la planificación del director, sabemos que ha modificado su criterio inicial, decidiendo dejar a la primera–. Y lo hará también a la hora de describir las secuencias en las que se plasmará el estallido emocional de Kenny y Lily. Lo hará tanto en el momento en que ella confiese el desequilibrio vivido en el pasado, que le llevó a un intento de suicidio –momento que Helen contemplará en un segundo término–, como dentro de un pasaje posterior, en el que Lily volverá a la casa –tras la sórdida secuencia vivida en el reencuentro con el indeseable Ricky, proponiéndole actuar como stripper–, donde ella y Kenny vivirán un último arrebato de pasión y sinceridad, que Schaffner filmará con un elegante picado, como si quisiera preservar el pudor del momento, mientras el viento hace ondear las cortinas de la casa, en medio de la noche –quizá el instante más hermoso de la película–.



De manera sorprendente, los últimos minutos de Rosas perdidas, juegan un poco con las expectativas del espectador, ondeando entre la sordidez con la que se nos describe el striptease de Lily, ante un público de hombres que parecen bestias, o ese trato despreciable que desprende Richard, actuando como el ser mezquino que es, e incluso la decepción de Kenny, que ha acudido hasta aquel mugriento club con la intención de volver con ella. Le expresará lo que le importa, en otra secuencia extraordinaria, resuelta en un plano fijo, en la que el dolor y la emoción de la pareja de enamorados despechados adquiere una temperatura emocional casi insoportable. Sin embargo, servirá para que Lily se libre de las ataduras que ella misma se había creado, en una hermosa conclusión, donde esas dos personas tan diferentes, que en un momento de sus vidas se han cruzado, logren avanzar con seguridad, y también con nostalgia, en el futuro de sus respectivas existencias.

Rosas perdidas es una joya escondida, de un cine americana aún pródigo en tesoros como este. Un debut de inesperada madurez. Un pequeño logro que, en voz callada, habla del deseo de todo ser humano, a buscar, al menos, un pedacito de felicidad. Que una obra de esta categoría permanezca olvidada por completo solo significa que parte de la Historia del Cine ha de ser reescrita.

Juan Carlos Vizcaíno Martínez


USA, 1963. T.O.: “The Stripper”. Director: Franklin J. Schaffner. Productor: Jerry Wald. Guión: Meade Roberts, basado en la obra de teatro de William Inge. Fotografía: Ellsworth Fredericks, en blanco y negro. Música: Jerry Goldsmith. Intérpretes: Joanne Woodward, Richard Beymer, Claire Trevor, Carol Lynley, Robert Webber, Gypsy Rose Lee, Louis Nye, Michael J. Pollard.