Obra completa: la complicación de la sencillez
Ingmar Bergman planteó aquí un tratado de crudeza, decepción, entrega y miedo. Es su película más compacta, en la que exploró un nuevo lenguaje fílmico en todos los aspectos y que les permitió, tanto a él como a sus colaboradores más estrechos, establecer diferentes normas creativas.
Ingmar Bergman escribió en “Imágenes” (1990) que le resultaba satisfactorio volver a ver Los comulgantes (1962) un cuarto de siglo después porque no se había roto nada. El tiempo no la había corroído. Revisitar la cinta de Bergman es constatar lo que dejó escrito. Es posible que sea su película más redonda, aunque en esto habrá millones de opiniones distintas, pero el efecto de progresión fílmica que consiguió puede que solo sea equiparable a Persona (1965). La propuesta se articula de una manera en apariencia sencilla, pero es precisamente lo opuesto. La complicación radica en esa presumible sencillez que no existe. Los diarios de trabajo del director sueco tienen un apartado muy destacado dedicado a Los comulgantes, aunque el volumen publicado por Nórdica es irregular y bastante incompleto. No queda claro el motivo por el que en muchas de sus películas sus explicaciones quedan sesgadas. En ocasiones hay cortes demasiado abruptos e incomprensibles, pero con el presente título se asiste al proceso evolutivo que fue confeccionando el guión. Las premisas iniciales también eran fantásticas, de hecho, casi habría otra película en esas premisas. También es cierto que el trabajo que realizó el bueno de Vilgot Sjöman en su fascinante documental Ingmar Bergman Makes a Movie (1963) ofrece una detallada radiografía de lo que fue la construcción de la película desde su escritura hasta el estreno.
UN BERGMAN RADICAL
Propuesta clara, directa y muy efectiva. En un solo día se ofrece una visión completa y compleja de la vida de ese pastor que ya no cree en nada y menos en el Dios que predica. Los primeros problemas que tuvo la película estaban relacionados con la ya mencionada, y aparente, sencillez. Conviene recordar un diálogo que mantuvieron Bergman y su director de fotografía, Sven Nykvist, tras la lectura del guión. Nykvist indicó que sería una película sencilla. En tres horas dentro de una iglesia, la luz no podía variar mucho. Esta reflexión enfadó al director, que le contestó que no tenía ni idea. Lo que buscaba era un cambio gradual, casi imperceptible. A la hora de localizar, se decidieron por la iglesia de Torsanger como opción más fiable para ver cómo variaba la luz desde las 12 hasta las 15 horas. Nykvist tomaba fotos que situó en el guión y le sirvieron de guía. Es muy relevante entender el paso evolutivo que supuso este título para ambos miembros del matrimonio creativo que formaron Nykvist y Bergman. Desde ese instante se valoró mucho más todo lo relacionado con la reducción. Se aprendió a delimitar toda luz ilógica. Bergman, se podría señalar, obligó a ser absolutamente realista en lo que a iluminación se refería. Se trabajó con luz indirecta. Nykvist construyó unos bastidores de madera sobre los que puso papel vegetal, uno de los sellos inequívocos de este genio de la luz. Del mismo modo se construyó la iglesia por temas de iluminación y de sonido. Como anécdota de este proceso de evolución, en su concepción de la luz, se solicitó que se construyesen techos en la iglesia para no caer en la corrosiva tentación de colocar focos arriba.
Para desarrollar una historia tan árida y opresiva se necesitaba prescindir de ese artificio que puede aportar el cine, y para ello se trabajó con esa pretensión de luz verdadera. El propósito se consiguió con creces y es posiblemente uno de los títulos del maestro sueco que mejor hayan consensuado la historia inicial que se tiene en la cabeza con el resultado final. Eso sí, no hay que olvidar que la sencillez es siempre absolutamente ingrata a ojos de los diferentes académicos. Se opta por premiar el preciosismo de la luz, algo que resulta incomprensible a todas luces, nunca mejor dicho.
El rodaje en sí fue tenso y complicado. Bergman venía de ganar el Óscar por Como en un espejo (1961), y lo que buscaba era alejarse de su tono emocional. Pese a la estatuilla, nunca se sintió contento con esa película y Los comulgantes supuso una huida, pero una huida con un claro punto de partida en su antecesora.
En 80 minutos quedan condensadas todas las particularidades del cine de Bergman |
EL SILENCIO DE DIOS
La primera parte de la historia tiene lugar en la iglesia. Es determinante para conocer todos los aspectos vitales que acompañan a la vida del pastor. El espectador le conoce en el trabajo, con las personas, con su amante, con los feligreses, con Dios y con su mujer ―aunque solo sea evocada―. Es importante destacar la distribución que realiza del tempo interno para cada una de las parcelas personales. Gunnar Björnstrand ejerce de maestro de ceremonias. Un papel difícil y poco grato para el actor. El mismo apenas ofrece puntos de luz para poder empatizar. Le costó mucho al excelente actor sueco, que tampoco se encontraba bien de salud. Llegó a tener problemas para recordar las frases, hecho este que jamás le había sucedido con anterioridad. El tiempo nublado que acompañó al rodaje fue el que se instaló en el ánimo común. Es evidente que Bergman, aunque siempre había intentado tener comunión con el público, era consciente de que la película, por muy bien que estuviese ejecutada, no iba a ser del agrado de las masas.
Todo le molesta a ese pastor que responde preguntas, toma café y tiene fiebre. En realidad, nada le interesa de lo que sucede a su alrededor. ¿Por qué está allí? Es cortante y no ofrece esperanza alguna, pero tiene que mantenerse en un lugar que ya le repugna. Su enfado con Dios no ofrece reconciliación posible. La muerte de su mujer le dejó perdido y con un odio en su interior incapaz de ser apaciguado con nada. La llegada de su amante a la rectoría tampoco ofrece consuelo alguno, más bien crispación. Son muy significativas las dos reuniones que mantiene con un matrimonio en el que la angustia de él parece no tener solución. Es una bajada a los infiernos que un pastor creyente bien podría haber calmado. Bergman manejaba perfectamente esas confrontaciones en las que la angustia no tiene fácil solución. Ese hombre, que no encuentra consuelo en las palabras de un párroco que ha perdido toda capacidad de convencimiento, está muy bien trabajado. Es placentero tener frente a frente a dos de los bastiones masculinos que marcaron la carrera de Bergman, el recientemente fallecido Max Von Sydow y Günnar Björnstrand. En esta ocasión, Sydow adquiere un rol secundario, pero demoledor. No se parece a ningún otro personaje que interpretase con anterioridad o posterioridad con el director sueco. Su forma de representar la angustia y la perdición se interpretan sin ningún tipo de histrionismo. Todo se ajusta a ese planteamiento global de buscar la verdad por medio de la falta de artificio. La culpa de Tomas Ericsson por no saber estar a la altura también le causa tormento. ¿Cómo puede ayudar a alguien con su falta de fe?
Contempla la foto de su mujer fallecida. Es tierno y añorante. Otro matiz más, desconocido hasta ahora. Acto seguido llega el momento de la carta de su amante Märtha y regresa ese personaje severo. El párroco comienza leyéndola para, acto seguido, optar por un plano medio de la que posiblemente sea la mejor de las actrices que trabajó con Bergman, Ingrid Thulin. Son ocho minutos de angustia en el que el dolor de Märtha se manifiesta, pero sin recurrir a ningún melodramatismo. Es curioso que se inserte un flashback para acentuar un dolor que ya queda plasmado en la carta.
Esos primeros 47 minutos componen un fresco poco alentador de la personalidad del pastor. Tras la salida de la iglesia, debido a una tragedia sucedida y que el propio pastor podría haber evitado, comienza la segunda parte de la encrucijada. Acompañado por su amante, Märtha, realizan una parada en la escuela/ vivienda en la que ella imparte clases. Se produce la escena más descarnada de la historia. En ella Thomas, ese pastor protestante con tantas heridas sin cicatrizar, inicia un acto salvaje de humillación para con su amante que, aunque se defiende, es sabedora de esa posición inferior. Los diálogos son de una brillantez asombrosa. La conversación atraviesa muchas fases, pero deja marcados todos los elementos que se han ido viendo con anterioridad. Muerte, sexo, recriminación, humillación, más dolor, miedo y ansia de dañar. Esa forma de herir a su amante llega a ser grotesca. La careta del pastor también queda sin su cuerda y se aprecia su lado más vulnerable y repleto de terror e inseguridad, el que le lleva a solicitar la compañía de Märtha.
Todo debe continuar, no puede quedarse una liturgia sin oficiar. No importa que nadie acuda, siempre estará Märtha. La vida, aunque no se quiera, continúa con o sin nosotros: “Pase lo que pase, tienes que decir tu misa”. Ingmar Bergman realizó una dirección eficaz y contundente. Su forma de encuadrar consigue ofrecer una lección de lo que implica tener confianza en el guión que se está filmando. Los comulgantes es un Bergman imperecedero con todas las claves de lo que fue su cine.
Iván Cerdán Bermúdez
Suecia, 1962. T.O.: «Nattvardsgästerna». Director y guión: Ingmar Bergman. Producción: Svensk Fimindustri. Fotografía: Sven Nykvist, en blanco y negro. Música: Evald Andersson. Intérpretes: Ingrid Thulin, Gunnar Björnstrand, Max Von Sydow, Gunnel Lindblom, Allan Edwall, Kölbjorn Knudsen, Olof Thunberg, Elsa Ebbesen, Tor Borong, Bertha Sannel.