Entretenimiento antisistema con la máscara de Dalí
Un grupo de personas comunes, con pasados afectados de una u otra forma por un Estado agresivo o indolente, deciden tomarse la revancha robando, primero, la Casa de la Moneda, y luego el Banco de España, mediante planes minuciosamente pensados por “el profesor”. La espectacular serie creada por Álex Pina, convertida en fenómeno de audiencia internacional, demuestra la efectividad de un producto bien hecho, pero también desliza absurdas situaciones y subliminales intentos de introducir cierto discurso ideológico y antisistema.
Se podría decir, irónicamente, que La casa de papel es discípula de La dimensión desconocida: en ella… todo es posible. Y las referencias, esta vez temáticas, no terminan allí, pues bebe de fuentes tan diversas como la saga de Ocean’s Eleven de Steven Soderbergh, con sus atracos bancarios milimétricamente planificados, o la mismísima franquicia de Misión: Imposible, pues la tecnología al servicio de la tropelía está a la orden del día, e incluso de El golpe (The Sting, George Roy Hill, 1973), encuentra una rendija por donde colarse en las mentes de los cinéfilos más memoriosos, con todos esos trucos con que “el profesor” (Álvaro Morte) lleva a la vergüenza y a la exasperación a los “villanos” de turno.
Y si de villanías tenemos que hablar, no deberíamos dejarnos llevar por la adrenalina y el entretenimiento, sino detenernos unos segundos, correr el velo, ver el bosque detrás de los árboles de la parafernalia de acción que se nos propone, y preguntarnos: pero ¿quiénes son los villanos? El planteamiento no es nuevo y me viene a la memoria El expreso de medianoche (Midnight Express, Alan Parker, 1978), que mostraba la tortura y padecimientos de Billy Hayes (Brad Davis), una “mula” víctima del castigo ciertamente excesivo, injustificado e ilegal del sistema judicial (¿?) y carcelario de Turquía. En la tercera temporada de La casa de papel, Rio (Miguel Herrán) es sometido a torturas por la súper villana e inescrupulosa inspectora Sierra (Najwa Nimri). Nuestra natural y humana reacción es el rechazo ante esas aberrantes metodologías, por supuesto. El problema es que, utilizando como vehículo esas despreciables prácticas, se pretende obtener la identificación del televidente con el torturado que, en el fondo, es un delincuente, sean cuales fueren las motivaciones o miserias que lo llevaron a integrar una banda para robar la Casa de la Moneda de España. En este punto, y para evitar malos entendidos, quiero dejar bien claro que aborrezco y rechazo la metodología de la tortura y de cualquier otra forma parecida que atente contra los derechos humanos. Pero no acepto que ese rechazo nuble mi capacidad de análisis como para no ver que intentan convencerme de que Rio o Billy Hayes son émulos de Robin Hood o sobrinos de la Virgen María. Un avezado uso del sentido del humor hasta en los momentos más comprometidos, los constantes (y a veces excesivos) flashbacks que echan luz sobre las vidas previas de los protagonistas y justifican su decisión de delinquir, y las recurrentes escenas de buen rollo entre los atracadores, pretenden insuflarnos empatía y un incontenible deseo por ser parte del equipo. Un recurso utilizado hasta el hartazgo por infinidad de producciones similares, de aquí y de allá, pero no por ello menos cuestionable.
REBELDES CON CAUSA
La pretendida justicia de la causa es otra de las cuestiones que se utiliza para justificar el plan maestro del atraco, exacerbada con alguna muerte heroica, el sacrificio de uno por la banda: el individuo entrega su vida por el bien común. No es casual que “Bella ciao”, la canción popular italiana, himno de los partisanos antifascistas en lucha contra los nazis entre 1943 y 1945, sea elegida como símbolo de esa “resistencia” que los atracadores ven que, aún sin proponérselo, gana adeptos entre la población, y que ellos aprovechan como escudo para sus fines. El componente ideológico y reaccionario se disfraza primero con la identificación de los inefables y románticos asaltantes mediante nombres de ciudades, simpática idea, por cierto, y luego con sus rostros cubiertos (método característico de todo bandido o justiciero que se precie) por una máscara de Dalí. Esta idea sí que no es nueva. Ya lo hizo Kathryn Bigelow en Le llaman Bodhi (Point Break, 1991) con surfers atracando bancos con caretas de presidentes norteamericanos, y Ben Affleck en The Town: Ciudad de ladrones (The Town, 2010), con máscaras de monjas.
La imagen de Dalí, icono del surrealismo, casa al instante con la máscara de Guy Fawkes que Hugo Weaving luce en V de Vendetta (V for Vendetta, James McTeigue, 2005). Fawkes integró un grupo de católicos ingleses que intentó asesinar al rey Jacobo I en la fallida conspiración de la pólvora en 1605. La asociación antisistema de estas imágenes es inmediata, así como también la utilización de los medios de comunicación para transmitir, con una ingenuidad que exaspera, el mensaje a una sociedad que, más que idealista, parece un conato de bobos.
Lo notable, y contradictorio, es que al final de la primera temporada y en algunos pasajes de las siguientes podemos ver cómo los justicieros protagonistas sobrevivientes derrochan los beneficios obtenidos en la consecución de su noble causa en paradisíacos escenarios o lujosos establecimientos de relajación y placer. Ah sí, también reparten algunos euros a una multitud desde unos zepelines, algo que ya hizo el Joker de Jack Nicholson en el Batman de Tim Burton.
Lo mejor de “La casa de papel” está en sus dos primeras temporadas,pero en todas se juega hábilmente con la tensión permanente, acción a raudales,vueltas de tuerca en cada esquina y una excelente factura técnica |
Dicho esto, cabe señalar que lo mejor de La casa de papel está en sus dos primeras temporadas, pero en todas se juega hábilmente con la tensión permanente, acción a raudales, vueltas de tuerca en cada esquina, excelente factura técnica y un despliegue de medios y presupuesto que no le va a la zaga a ninguna de las superproducciones televisivas de los gigantes norteamericanos. Aunque a veces se pasa de rosca.
Álex Pina es una figura que ha contribuido a la ficción española dotándola de una calidad que eleva la categoría de la producción ibérica, y su impronta como creador de una serie como La casa de papel, de repercusión internacional y éxito rotundo en el streaming, es de reconocer, aunque deba ceder ante algunos excesos en su afán de espectacularidad hollywoodense. Ciertos pasajes rozan el absurdo, como los constantes cliffhanger que riegan la historia, momentos de tensión sin salida para los asaltantes que son resueltos mediante (otra vez) unos flashbacks en los que “el profesor” explica cómo había previsto esos obstáculos y pergeñado la forma de sortearlos, con planificación minuciosa, aunque, las más de las veces, harto inverosímil. Ante estas excentricidades del guión sobrevuelan remembranzas de aquellos enigmas que el Batman de Adam West resolvía, con entrañable ingenuidad, mediante fórmulas científicas, algoritmos, una computadora que emitía tarjetas que solo él podía entender, o la receta de la abuela. Uno no podía no ser cómplice del enmascarado, y para no ser menos, debería también serlo del “profesor”, sin mucha exigencia ni celo intelectual, solo para que la magia funcione.
El absurdo logra niveles risibles cuando Nairobi (Alba Flores) es salvada de la muerte por sus propios compañeros, que se ve que hicieron un cursillo online intensivo de cirugía pulmonar para principiantes: que alguien me explique cómo lo hicieron para meter en el Banco y hacer funcionar el instrumental médico con el que operan tan eficazmente. Inverosímiles y absurdas son también las intervenciones de los rehenes, un verdadero rebaño de inútiles, incluido el gobernador (¿?), que obedecen sin chistar todas y cada una de las órdenes de los guardias de la banda. Otra debilidad de la propuesta: esos guardias no son profesionales, sino que proceden de las más variopintas actividades y se nota que no tienen ni idea de cómo controlar rehenes, como tampoco la policía tiene ni idea de cómo solucionar la situación, negociar con los secuestradores, ni solventar los fallidos intentos de entrar por la fuerza en la Fábrica de Moneda y Timbre (Temporadas 1 y 2) o el Banco de España (Temporadas 3 y 4).
…Y LLEGAMOS A LA CUARTA TEMPORADA
La cuarta temporada, en especial, hace gala de varios desaciertos. En ella se percibe la necesidad de alargar la serie por motivos estrictamente comerciales. Hay escenas de relleno, analepsis sobre la vida de Berlín (Pedro Alonso), muerto heroicamente en la segunda temporada, tan recurrentes que se hacen insoportables; Palermo (Rodrigo de la Serna) pasa de sabotear el atraco porque “el profesor” no le da el mando a recapacitar en diez segundos y volver a ser compinche y compañero entregado; Nairobi resucita de la cirugía milagrosa solo para que uno de los villanos le meta un tiro en la cabeza media hora después. Y párrafo aparte merece el detestable rehén Arturito (Enrique Arce), que en cierto momento se constituye en la voz de la razón cuando desenmascara la falsa bondad de los atracadores (a estos los torturan, es verdad, pero ellos secuestran a personas y las amenazan con armas poniendo sus vidas en peligro). Arce logra que odiemos a Arturito, es su mérito, nos saca de las casillas, pero en esta última temporada el personaje se convierte en una parodia del villano más ramplón cuando, en una situación más absurda e inverosímil que todas las demás, desaparece del control de los guardias, suministra con engaños un somnífero a una rehén y abusa de ella. Todo para que Arturito y su justificada resistencia se deshaga ante su nueva y despreciable faceta de violador.
Pese a todo, La casa de papel es un producto efectivo, un fenómeno de audiencia que se apoya fundamentalmente en la entretenidísima y visceral forma en que cada episodio desarrolla la acción, con seis directores que se reparten el trabajo con habilidad y profesionalidad irreprochables, y las interpretaciones de un reparto de actores muy solventes: Úrsula Corberó (Tokio), Álvaro Morte (“profesor”), Jaime Lorente (Denver), Miguel Herrán (Río), Esther Acebo (Mónica), Itziar Ituño (Raquel Murillo-Lisboa), Paco Tous (Moscú), el libanés Hovik Keuchkerian (Bogotá), el argentino Rodrigo de la Serna (Palermo), los excelentes villanos Juan Fernández (Coronel Prieto), Fernando Cayo (Coronel Tamayo), José Manuel Poga (Gandía), Enrique Arce (Arturo) y Najwa Nimri (Sierra). Pero por encima todos destacan un versátil e histriónico Pedro Alonso (Berlín), el yugoslavo Darko Peric (que borda al empático Helsinki, algo así como un osito de peluche con metralleta que te llevarías a tu casa) y una inmensa Alba Flores (Nairobi), con una personalidad que, literalmente, “se come la serie”.
Sin duda, La casa de papel tiene su mayor acierto y su punto más alto en la creación de estos personajes tan entrañables como estereotipados que, con toda seguridad, quedarán marcados a fuego en la mitología televisiva.
Son ellos lo más rescatable y perdurable de una serie que, sin más objetivos que entretener y ganar mucho dinero, superó las expectativas y se metió en las casas (no de papel) de cientos de miles de espectadores que disfrutan de sus andanzas en cada temporada, aunque en ciertos pasajes se intente introducir una suerte de Caballo de Troya ideológico o justificar el delito mediante el burdo y ya vetusto recurso de la rebelión romántica contra el sistema. Todo sea por entretener, que de eso trata el espectáculo, ¿o no?
Eduardo J. Manola
España, 2017-2020. Creador: Álex Pina. Intérpretes: Úrsula Corberó, Itziar Ituño, Álvaro Morte, Pedro Alonso, Alba Flores, Jaime Lorente, Miguel Herrán, Esther Acebo, Enrique Arce, Najwa Nimri, Darko Peric, Rodrigo de la Serna. DISPONIBLE EN NETFLIX