IMAGINARIOS DE UNA PANDEMIA GLOBAL

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Ver lo que se halla ante nuestros ojos requiere hacer un esfuerzo por querer verlo

George Orwell


I. SOMA Y SUMAS: A MODO DE INTRODUCCIÓN

Este artículo constituye un intento por aproximarnos a los relatos institucionales, mediáticos, culturales y populares suscitados por la pandemia de coronavirus que sufrimos mundialmente desde principios de 2020. Tiene, como las entregas de los podcasts Trincheras de la Cultura Pop y Perros Verdes que hemos grabado junto a otros compañeros interesados en el tema, un carácter obligado de actualidad, incluso de urgencia. Lo escribimos al fin y al cabo cuando se cumplen apenas dos meses desde que existe una conciencia colectiva de hallarnos ante un grave problema, seis semanas después de decretarse en España el Estado de Alarma —que ha supuesto en la práctica un confinamiento histórico de la población no sujeta a actividades sanitarias y productivas esenciales— y en vísperas de la «Nueva Normalidad» que caracterizará los próximos meses.

A fin de garantizarse la supervivencia, el ser humano tiende a mudar con rapidez el signo de su realidad, algo que las nuevas tecnologías e Internet han llevado al paroxismo. Nadie sabe en qué términos respirará la esfera pública en una semana y si los podcasts mencionados y este artículo no serán artefactos inexactos o caducos. Pedimos disculpas por ello y asumimos las responsabilidades que correspondan. En todo caso, creemos que vale la pena acometer sin más dilación análisis razonados de los imaginarios y los storytellings surgidos —y obviados— al calor de la pandemia, precisamente por hallarnos en el ojo del huracán, y tener por tanto una perspectiva próxima a los hechos. Perspectiva que consideramos esencial por dos razones. En primer lugar, porque observamos en una parte significativa del ecosistema social y cultural mainstream una resistencia a abordar de frente asuntos clave acerca de lo consensuado oficialmente sin pestañear como admisible e inadmisible, visible e invisible, en la crónica de la pandemia.

Cualquier apunte crítico puede sonar prescindible o desestabilizador ante el «estrés social», el «fear factor», en palabras del comentarista Bill Maher, que se ha apoderado comprensiblemente de la ciudadanía y que ciertos políticos y medios han instigado con sensacionalismo. Y, por otro lado, la polarización ideológica predominante en los últimos años ha causado, sin distinción entre países, que muchos de quienes han nutrido con su voto las opciones políticas que gobiernan estén cerrando los ojos con premeditación y alevosía ante los facetas más crudas de la pandemia y las posibles negligencias y responsabilidades derivadas de la misma; más aún, gustan en ocasiones de amedrentar a las voces discrepantes con actitudes-simulacro de ciudadanía refinada, virtuosa, responsable, que loarían las autoridades chinas, cuyo talante dictatorial puede que despierte en estos momentos más afinidades de lo que pensamos. Para estos sectarios, el storytelling de la pandemia no sirve solo al objeto de hacer digerible una realidad dura; cumple el objetivo de enmarcarla, exhibirla, y deja fuera de cuadro —deslegitimar, en definitiva— otras.

Dejémoslo claro desde ya: ser ciudadano implica ser crítico en cualquier circunstancia. De otro modo, no se es ciudadano sino súbdito y consumidor, posición en la que parecen sentirse ¿sorprendentemente? cómodos ahora mismo muchos y muchas de entre quienes, por su profesión o supuesta vocación, estarían obligados a desarrollar un espíritu crítico y consciente. El compositor de cine Roque Baños, víctima de la enfermedad, manifestaba su perplejidad tras una angustiosa estancia en el hospital por lo que describía como «una actitud de control y censura a quien critica la gestión y actuación de este gobierno [el español] ante esta crisis tan grave que estamos viviendo, que me deja perplejo. Personas en las que yo confiaba que borran tweets, que exponen excusas sin argumento, ejemplos que no vienen al caso y que carecen de toda lógica, negando lo evidente y desviando la culpa a terceros para generar confrontación con el fin de desacreditar opiniones críticas […] Se pretende que perdamos nuestro derecho a poder expresar con libertad, no solo lo que vemos o vivimos, sino además lo que sentimos o pensamos […] Hablemos todos, con coherencia y respeto siempre, pero con la verdad y la libertad por delante». Por su parte, un programador de un festival de cine español, aquejado asimismo con dureza del coronavirus, tenía el valor de señalar en voz alta y a todo un estamento una obviedad: «de personas vinculadas al audiovisual no me interesa tanto que compartan en redes sociales enlaces de películas o que digan que una foto [de la pandemia] no se puede mostrar por mal gusto, sino que reflexionen sobre las imágenes de estos días y su importancia para cuestionar relatos oficiales».



En segundo lugar, y ligado a lo anterior, entendemos que es necesario establecer una cierta memoria, todo lo subjetiva que se quiera, del presente, porque es probable que quienes ansían perpetuar un determinado statu quo aboguen, en cuanto empiece a tenerse la percepción de que el escenario mejora, por un olvido selectivo y humanitario, por un pasar constructivo de página. Es la tendencia imperante en la burbuja de hiperrealidad en que nos desenvolvemos en la actualidad los agentes político-económicos, sociales y culturales: opacar, manipular y reconfigurar la realidad de acuerdo a los intereses de cada cual. Los relatos de los que hoy por hoy nos enorgullecemos individuos y colectivos de formar parte, podrían calificarse de flexibles. Hacen gala en cada instante de una solidez, una convicción emocional cautivadora. Y son capaces a la vez de cambiar en un segundo en otros asimismo persuasivos, pero de signo diferente. No es nada nuevo, por otro lado, aunque hayamos llegado a asimilar y compartir sus ritmos de mutación hasta extremos inauditos.

Se trata ni más ni menos que del doblepensar acuñado por George Orwell en «1984» (1948): «Saber y no saber. Ser consciente de lo que es verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas que también se sienten como verdad. La lógica contra la lógica […] Dos y dos son cuatro: si esa libertad se admite, todo lo demás se da por añadidura. Ahora bien, el doblepensar nos permite admitir que dos y dos son cuatro, pero también, si el líder dice que dos y dos son cinco, que sean cinco. La libertad se cifra ahora en sostener lo insostenible si es preciso porque así conviene a nuestro bienestar […] El doblepensar implica sostener dos opiniones a la vez sabiendo que son contradictorias, y creer sin embargo en ambas según lo que convenga en cada situación». Como veremos, «1984» y su envés intelectual, «Un mundo feliz» (1932), de Aldous Huxley, en la que se retrata «un mundo infinitamente benévolo gracias a la gestión de las emociones por medio del llamado soma [… ] que libra de todo lo desagradable en vez de aprender a soportarlo […] al precio de hacer de la felicidad un dueño tiránico», continúan de plena actualidad; en las páginas de ambas novelas pueden rastrearse la mayor parte de los paradigmas que convulsionan las sociedades occidentales desde hace décadas, y en particular los surgidos desde el arranque de la presente pandemia.

II. IMAGINARIOS DEL PODER

«Se han aplicado protocolos cambiantes y se han adoptado diferentes criterios ante una misma situación a lo largo del tiempo. Hay que entender que con el COVID-19 hemos aprendido todos sobre la marcha, pero no me cabe ninguna duda de que lo que había que haber sido es sumamente claro y decir: “nos falta material y ese es el motivo por el que ahora el protocolo es este y mañana como tenemos un poco más lo cambiamos” […] No estaría de más que los responsables políticos asumieran su parte de responsabilidad y pidieran perdón a los sanitarios por no haber llegado a tiempo con todo el material de protección necesario. Con la sinceridad se habrían evitado muchas cosas». Estas declaraciones del doctor Kepa Urigoitia, presidente del Colegio Oficial de Médicos de Álava, se bastan para comprender el problema a que se ha enfrentado la humanidad ante el coronavirus. A estas alturas, el poder se ha acostumbrado y nos ha acostumbrado a las perspectivas bizantinas sobre la realidad que hemos arruinado cualquier posibilidad de una acción franca, rápida y efectiva cuando la naturaleza ha echado la puerta abajo.

Es muy difícil estar preparado al cien por cien para un fenómeno como una pandemia, pero las instituciones nacionales y supranacionales han reaccionado con un negacionismo, una descoordinación, e incluso un egoísmo, que no habla precisamente bien ni de sus componentes ni de quienes les hemos delegado en ellos nuestra confianza con indolencia o ceguera. A juicio del historiador y filósofo Yuval Noah Harari, «cuando estalló la crisis no había ningún adulto en la habitación». En palabras más crudas de Angélica Liddell, somos «hijos de una época caracterizada por una mezcla de ignorancia y prosperidad, delegados de un siglo estúpido donde la mera ofensa generaba poder, exención, equidad y jurisprudencia […] hijos decididos a vivir en la pasividad, pero ofendidos, con plena garantía de víctimas, exigiendo todo tipo de derechos sin tomar en consideración el derecho de nadie. En fin, constituíamos una sociedad moderna». Por ello, en nuestra opinión la crisis del coronavirus no ha supuesto un golpe traumático a un estilo de vida, sino que ha expuesto a plena luz todas sus características y, en ciertos aspectos, las ha exacerbado. La evolución de normalidad a Nueva Normalidad tiene así toda su lógica. Nada ha tenido la oportunidad de cambiar. Todos esperamos y deseamos que todo siga igual.


A fin de garantizarse la supervivencia, el ser humano tiende a

mudar con rapidez el signo de su realidad, algo que

las nuevas tecnologías e Internet han llevado al paroxismo



Este panorama lo confirma el modo en que el poder ha articulado el relato de la pandemia: datos y gráficos que ayudan «a alisar y hacer fluida la parte problemática de la existencia humana, absorbida, adoptada y resuelta eficazmente por los algoritmos, que no dejan espacio a las singularidades, las discontinuidades, las diferencias» (Christian Salmon). Y, en paralelo a las matemáticas, la seducción, que funciona porque estamos predispuestos a ser seducidos. En este sentido, el gobierno de progreso liderado por Pedro Sánchez y Pablo Iglesias es el primero en nuestro país —aunque otro gobierno socialista, el comandado por José Luis Rodríguez Zapatero, ya había experimentado con ello— en hacer de la propaganda algo más que el brazo armado de la política; para el actual gobierno español, el combo propaganda/ marketing atraviesa el ejercicio de la política. Algo detectable en las comparecencias del presidente del gobierno con motivo de la pandemia, en las que siempre se nos ha vendido un eslogan con gancho. «Este virus lo paramos unidos». «Este gobierno no dejará a nadie atrás». «La prioridad: aplanar la curva». «Vamos a contribuir a que nuestro sistema productivo entre en hibernación durante un tiempo». «Ha llegado el momento de la desescalada […] Estamos ante el principio de una Nueva Normalidad».

El efecto es tan convincente, valga la contradicción, como el de un actor que recitase con éxito sus parlamentos. Lo valoramos en lo que vale como representación, y eso no nos pone ante un dilema porque ya hemos asumido que todo lo es en el escenario político. Lo que exigimos por el precio de nuestro voto es que la obra nos permita engañarnos con estilo; algo, por otra parte, no tan fácil de lograr, a la vista de despropósitos como la cuenta de Instagram de Pablo Casado, presidente del Partido Popular, y otros muchos intentos penosos de atraernos hacia su función por parte de la oposición al gobierno. De salir adelante el autoengaño, como ocurre a menudo ante una comparecencia de Pedro Sánchez, nos permitimos dejar pasar por alto negligencias, errores, incoherencias y hasta acciones y omisiones reveladoras de mala fe ideológica. Nuestra emoción satisfecha tiene el problema, eso sí, de que quedan sin respuesta clara interrogantes vitales sobre la enfermedad, su origen y sus síntomas, modelos privilegiados de economía que colapsan por un parón de una semana y no tienen solución inmediata a una carencia de mascarillas, y tantos otros. Este río revuelto de mentiras que aceptamos como verdades y verdades que desechamos como mentiras es idóneo para la proliferación del invent a nivel individual y las fake news colectivas, la guerra por el monopolio de la intoxicación política y de las emociones en la que vivimos.

Los bulos patentes de la oposición y los elípticos del gobierno dependen para su inseminación en las mentes de los internautas de auténticos ejércitos de cibervoluntarios y bots, hasta el extremo de que un usuario de aplicaciones de mensajería, foros y redes sociales puede llegar a navegar por paisajes virtuales en los que presencias inocentes, o tangibles al otro lado de la pantalla, como la suya, son la excepción. Esta sobreabundancia espectral de sicarios, voluntarios y fanáticos ideológicos y, sobre todo, de inteligencias artificiales, ha alcanzado tal nivel de infiltración que ya en 2013 los responsables de YouTube temieron que sus herramientas para desenmascarar bots sufrirían un fenómeno de inversión por el cual el tráfico humano se habría considerado falso y habría sido expulsado mientras que el fraudulento habría sido validado. Un escenario distópico del que podría no haber estado lejos cualquier usuario de Internet en los momentos álgidos de crispación política ligados a la pandemia. La compra de seguidores falsos, la distribución masiva de desinformación, la monitorización de nuestros datos de cara a establecer sesgos en nuestra navegación, indican que la guerra fría digital entre Estados Unidos y China de la que tanto se habla desde hace unos años ya tiene réplica virtual en nuestro país; y la ciudadanía tiene mucho menos peso en este conflicto entre intereses visibles e invisibles del que cree.

III. IMAGINARIOS MEDIÁTICOS Y CULTURALES

Hablemos de publicidad. Aunque pueda no parecerlo en un principio, también lo estamos haciendo de la reacción de los constructos mediáticos y culturales ante la tragedia. Si hay algo característico de la publicidad es su adaptación a nuestro ecosistema capitalista a velocidad de vértigo. Quien haya visto anuncios estos días en la plataforma audiovisual que sea habrá comprobado que sus autores han tenido que encontrar un equilibrio entre el reconocimiento de que decenas de miles de muertos es un suceso excepcional al que ningún vendedor puede dar la espalda sin parecer insensible, y la negación en la práctica de toda concreción sobre esas víctimas y sus causas porque sería una locura bajarle la libido consumista a quien mira. A esta estrategia se ha sumado, como hemos visto ya, el poder, pero también marcas, corporaciones, instituciones de todo tipo, obligadas a hacer acto de presencia en el campo de batalla y, a la vez, obsesionadas por que interpretemos los derramamientos de sangre en clave de explosión primaveral de amapolas.



El resultado de esta estrategia generalizada de figurar para limitarse luego a practicar trucos de magia con el espectador ha dado lugar a algunas campañas incómodas. Véase la de Payasos sin Fronteras, que se comprende haya tenido una presencia pública discreta. La organización no gubernamental española creada en 1993 para arrancar sonrisas a la infancia víctima de conflictos críticos había abogado en su comunicado de prensa por transformar la tesitura en una «pandemia de esperanza contagiosa y viral [gracias a] sonrisas dibujadas sobre los millones de mascarillas que tapan hoy nuestros rostros […] Convertir #sonrisavirus en una gran pandemia [en redes sociales]». Estos juegos de palabras tan desafortunados, muy habituales en un presente que prefiere retorcer el lenguaje hasta lo absurdo antes de dejar que exprese sus razones libremente, es con todo preferible a los anuncios perfectos de grandes compañías de energía, telefonía o entretenimiento, cuyos argumentos saltan con ligereza del pasado al futuro sin pisar el presente. El crítico José Francisco Montero explotaba ante uno de ellos afirmando en redes sociales que «La abyección de las imágenes [se cifra hoy] en un desplazamiento genérico: del posible relato terrorífico al “musical” pulcro y “estiloso” de ciertos anuncios». Lo interesante estriba en que no hay diferencias de peso entre esa pulcritud y ese estilo y los que han impregnado noticias y expresiones culturales sobre la pandemia.

La velocidad con que los poderes institucionales y mediáticos globales han configurado el imaginario en que se ha cifrado la crisis del coronavirus para el común de los mortales encerrado en su domicilio tiene mucho que ver con el hecho de que tal imaginario no es nuevo, solo ha habido que desempolvarlo. Se acuña con motivo de la otra gran pandemia moderna, la de gripe de 1918, momento histórico en el que eclosiona lo que la ensayista Nancy Tomes denomina «entretenimiento epidémico, en el que confluyen la revolución en la industria de los medios impresos y otra revolución, la de los saberes médicos en torno a la transmisión y prevención de enfermedades infecciosas […] El tratamiento informativo de la gripe española estableció la plantilla para todas las crisis posteriores […] un relato formulaico en el que no pueden faltar ni los sanitarios heroicos, ni los pacientes cargados de nobleza y dignidad, ni los buenos samaritanos».

Este escenario, que ha sido útil para crisis sanitarias, pero también bélicas o terroristas, se ha repetido en 2020 sin un ápice de originalidad ni cuestionamiento. Por ello cobra tanta importancia lo que se ha establecido sin pensar digno de conformar el relato —enfermeras heroicas, aplausos…— como lo que queda fuera —la agonía, la muerte, el duelo, y su gestión—. Los debates renovados en torno a la pertinencia o no de descripciones escritas y gráficas explícitas ofrecen dos vertientes. La primera incumbe a la estabilidad del poder en cualquier latitud. Quien lo ostenta y sus acólitos pretenden y justifican que no existan dichas descripciones explícitas, amparándose en que atentan contra la dignidad de las víctimas y apelan al morbo de quien mira; no son necesarias, argumentan, tenemos conciencia plena de lo que está sucediendo. Mientras que quienes ansían el poder y sus voceros buscan sin escrúpulos cualquier oportunidad para mostrar la herida abierta.

Unos y otros son muy conscientes del enorme poder de lo explícito. Afirmar en 2020 que mostrar imágenes de esa clase no es decisivo para hacerse una idea visceral, instantánea, de lo que se tiene delante en una coyuntura crítica es, seamos amables, hipócrita. Y, por el contrario, explotar dichas imágenes de acuerdo a filtros partidistas es, cuando menos, cínico. La imagen justa es, a la hora de la verdad, la que sirve a las necesidades discursivas de cada cual. «Quizá las imágenes puedan llevar por el mal camino a los salvajes, los niños, y las masas analfabetas, pero nosotros los modernos lo comprendemos mejor» (W.J.T. Mitchell). En nuestro país se ha llegado a un acuerdo representativo tácito: a partir de cierta fecha han empezado a publicarse reportajes en los que palabras, fotografías y vídeo escapan a la trivialidad imperante, pero están legitimadas por la mediación de relatos e imágenes del profesional sanitario, militar o policial. El enfermo, el paciente, el fallecido, tienden a estar en un discreto segundo plano. La ironía última es que también el profesional, y más concretamente el sanitario, han acabado presas de esa convención informativa/ representativa: el canto de su heroísmo ha eclipsado el recuento de sus necesidades laborales y de seguridad, que no han sido cubiertas como se debería.



La segunda vertiente en cuanto a la pertinencia o no de ser explícito se corresponde con la utilidad de recurrir o no a ello. Los estudios sobre el impacto en fumadores de ilustraciones agresivas en las cajetillas de tabaco y, sobre los conductores, de anuncios de tráfico despiadados, parecen demostrar que este tipo de campañas funcionan si la exhibición de atrocidades está protagonizada por una persona que las ha padecido realmente: una joven cuya adicción al tabaco derivó en cáncer terminal de pulmón y cerebro, un conductor imprudente que se llevó por delante las vidas de su pareja y su hijo y quedó tetrapléjico. La huella primaria y, al mismo tiempo, emocional, de estas imágenes perdura durante un tiempo, incitando a la responsabilidad en lo relativo a uno mismo y los demás. Viene al caso recuperar el testimonio de un soldado de la Unidad Militar de Emergencia, recogido el 10 de abril por el diario «El Español», cuya misión ha sido la de recoger cadáveres en residencias de ancianos y hospitales de Madrid: «Más de una imagen de las que hemos visto o vivido las ponía en el periódico para que la gente realmente viera lo que está pasando. No ayuda hacer como que no pasa. Es una manera de abrir los ojos. La gente tiene que ver lo que hay de verdad. Para que vean la realidad cruda, que esto nos podría haber tocado a nosotros […] Jode estar haciendo este trabajo y ver cómo la gente no se toma en serio el confinamiento […] como si la realidad fuera otra». Los testimonios explícitos ayudan, como ha sido siempre obvio, a comprender mejor la magnitud de tragedias como la que nos ocupa. Meterlas en el cajón es un ejercicio de irresponsabilidad ciudadana.

El estilo y la pulcritud de espíritu que predomina en cambio en la esfera pública ha salpicado también a los agentes culturales, al menos en nuestro país, salvo por lo que se refiere a sátiras amables de masas como los vídeos del dúo Pantomima Full y otras minoritarias como el número especial del fanzine «TMEO» aparecido en abril. La mayoría, quizá por contribuir a la paz social en una tesitura delicada, quizá por simpatizar con el establishment, temerlo, o aspirar a sus migajas, ha aportado poco de relevancia más allá de su propia cuota de negacionismo y una reivindicación inoportuna de «apagón cultural» que daba cuenta en muchos casos de la falta habitual de empatía del sector hacia las realidades que no sintonizan con su programación ideológica. Porque, ¿cuáles han sido sus producciones significativas? Dejando aparte espacios tan bochornosos como la serie de Televisión Española Diarios de la cuarentena (2020), que podría haber protagonizado Paco Martínez Soria en 1960, en líneas generales se nos han ofrecido obras y rutinas empeñadas en simular que nada ha sucedido en estos meses y, de cara a competidores y arribistas, que la silla no ha quedado libre.

La oferta cultural, de hecho, se ha multiplicado, algo que parecía imposible dado el colapso en el que ya nos encontrábamos: el ofrecimiento gratuito por cada cual de sus obras a fin de aliviar a los demás su tiempo de confinamiento ha semejado en última instancia una estratagema publicitaria, otro «¡Sigo aquí!» de impacto verdadero en contadas ocasiones. Por otro lado, como reflexionaba en redes sociales nuestro compañero de páginas Álvaro Peña, «tienen más variedad los síntomas del coronavirus que las reacciones culturales que ha suscitado». Es perturbador constatar hasta qué punto, en sintonía con el conformismo sociopolítico apuntado, las vertientes críticas y especulativas han brillado por su ausencia entre los artistas. Las recopilaciones por grandes medios de «fotografías poéticas», cavilaciones filosóficas e «ilustraciones comprometidas» con la crisis del coronavirus han adolecido de tal impotencia expresiva y tanta alienación discursiva que no ponen de manifiesto ninguna conciencia de nuestra nueva realidad y agotan sus sentidos con el pasar de página.

Además, como ha denunciado entre otros el sociólogo estadounidense Johnny Eric Williams, esa afasia cultural ha edulcorado la vivencia de la cuarentena al invisibilizar las muchas problemáticas individuales y colectivas que se han cebado en sus domicilios con los más débiles y con quienes ni siquiera disponían de un techo, y supone una afrenta de clase contra los trabajadores de servicios esenciales y de consumo, que no han tenido más remedio que verse expuestos diariamente a la pandemia con medios precarios; sus experiencias han gozado de una atención testimonial mínima. Si el encuentro informativo virtual que celebraron el 18 de abril el ministro Pedro Duque y el portavoz sanitario del gobierno Fernando Simón con niños de toda España tuvo un cariz esencialmente más adulto que muchas de las ruedas de prensa gubernamentales previas, trufadas de torpezas, contradicciones y eslóganes, lo mismo cabe decir de la portada de la historietista Tillie Walden para el suplemento infantil del «New York Times» del 26 de abril, en la que dos niños a punto de acostar prestan atención a una figura en sombras que se asoma a una ventana de la casa que tienen enfrente.


Si hay algo característico de la publicidad es su adaptación

a nuestro ecosistema capitalista a velocidad de vértigo



Aunque está encabezada por un optimista «¡No estáis solos!», la ambigüedad psicológica que se deduce de la perspectiva y los claroscuros reinantes en la ilustración de Walden trae aparejados unos grados de madurez y comprensión de las interioridades de la situación por la que atravesamos muy superior a los de la serie de portadas ya icónicas que ha venido realizando Chris Ware para la sofisticada revista «The New Yorker». La más famosa de todas ellas, centrada en una sanitaria que da las buenas noches a su familia a través del móvil antes de proseguir en el hospital su tarea de salvar vidas, es un ejercicio de framing sociocultural de manual, que nos deja reducidos ante la gestión de la pandemia a la condición de infantes que han de contemplar sin rechistar a través de una pantalla lo que se tiene a bien enseñarles.

IV. DE FOROS Y ATAÚDES

El British Film Institute anunciaba el 28 de abril que organizará un archivo histórico con los mejores contenidos audiovisuales ideados por el pueblo inglés en torno a la pandemia, desde «los que han hecho reír y llorar a nuestros compatriotas a aquellos que repudiaron por incitar al pánico». Aunque la idea de «mejores» expresada por el comisario de ficción contemporánea Will Massa se da de bruces con el carácter espontáneo y prolífico de este tipo de creaciones, es un reconocimiento de que los imaginarios populares juegan en la actualidad un rol tanto o más importante que los institucionales, periodísticos y culturales a la hora de mediatizar nuestro compromiso con la realidad a través de foros, móviles y redes sociales.

El papel higiénico, los carteles encomiables o ignominiosos en comunidades de vecinos, «la Stasi de balcón» o el grato confinamiento del periodista Alfonso Merlos se cuentan entre los motivos más explotados por los ciudadanos de nuestro país para comunicarse, para rozar al otro, y más vampirizados a su vez por los medios tradicionales con el objetivo de que se repare en su presencia, siquiera como cámaras de resonancia. Ninguno de tales motivos ha sido en cualquier caso tan revelador de una manera entre lo insolente y lo aprensivo de afrontar a nivel global la enfermedad y la muerte como las imágenes de los alegres porteadores ghaneses de féretros, símbolo inmejorable del desplazamiento eterno vía la cultura de nuestros terrores atávicos al humor mórbido. En este aspecto cabe entender también las fake news, las leyendas negras, «cuya diferencia con las mentiras radica en nuestra disposición delirante y maliciosa a aceptar el engaño [porque] reafirma nuestra obtusa, doctrinaria y en ocasiones fanática identidad ideológica» (Pablo Blázquez).

Las fake news son un instrumento de contaminación política, pero, también, un síntoma de nuestra necesidad de validar sesgos cognitivos y paliar los efectos de la ansiedad y la paranoia, sentimiento prevalente en la contemporaneidad al que, como hemos reseñado, han procurado excelente caldo de cultivo en la coyuntura presente políticos y medios consolidados por su actitud negacionista. Como se escuchaba en uno de los contenidos audiovisuales más heterodoxos, incluso psicotrónicos, aparecidos durante la pandemia, la entrevista concedida a través de Instagram Live por Jean-Luc Godard a un equipo de la Escuela Cantonal de Arte de Lausana, «los periodistas están adiestrados para morir por conseguir una buena noticia, pero no preparados para vivir con franqueza sus propias vidas […] Sus noticias no nos están aportando información sobre el coronavirus sino un determinado contexto […] Solo vemos curvas de contagiados y cifras de muertos, y sobrepuesto a ellas una jerga que lo embrolla todo».



La lúcida equiparación por Godard de los números y gráficos gélidos de la información con expresiones de miedo y dinámicas del capital, su constatación de que el lenguaje también es un virus y las sociedades avanzadas han visto condicionadas desde hace años sus facultades comunicativas por el alfabeto de lo económico, dan alas a la aceptación por muchos ciudadanos de los voceros alternativos de la comunicación; síntomas, como explica Christian Salmon, de que «todo lo que ha sido pacificado interesadamente por los algoritmos resurge en otra parte bajo una forma caótica y salvaje que multiplica las convulsiones conforme a una lógica que ya no es política, sino simbólica»; por mucho que la apariencia rebelde, políticamente incorrecta, de tales apóstoles de la verdad, no oculte sino una versión distorsionada del mismo sistema. Gusten o no sus postulados, periodistas en los márgenes como Carles Enric y Matthew Bennett son ahora mismo gurús para cientos de miles de personas y, en el caso de Iker Jiménez, de millones, mientras que espacios virtuales apestados como Forocoches sufren caídas continuas de sus servidores ante la afluencia masiva de internautas.

Cabe recordar que achacar cuando nos conviene ignorancia al ciudadano medio para explicar su adicción a Iker Jiménez y Forocoches o su caída en las garras de la ultraderecha es únicamente una manera de desviar la atención sobre nuestra incompetencia para otorgar credibilidad a nuestros propios discursos. Da que pensar sobre los mecanismos que nos incitan a depositar nuestra confianza pública en unos u otros emisores, las razones objetivas o gregarias que hay detrás de ello, la siguiente anécdota: entre las razones por las que Taiwán ha sido uno de los países que mejor ha respondido hasta la fecha a la pandemia está que uno de sus altos cargos sanitarios, Luo Yi-jun, tomó conciencia de la gravedad de la enfermedad gracias a sus visitas frecuentes a PTT, un foro local abierto a todo tipo de asuntos activo desde 1995, en el que están registrados millón y medio de usuarios.

Yi-jun se topó a finales de diciembre de 2019 en los hilos de debate de PTT con información sin filtro aportada por dos doctores chinos sobre el poder infeccioso y la virulencia del COVID-19, y se arriesgó a tomar las decisiones que correspondían. Parafraseemos al crítico Jorge Acevedo para concluir que las codificaciones amateurs de sucesos y vivencias nacen de imágenes mentales que no han encontrado cuerpo en unos modelos dominantes de representación de la realidad obcecados con ser simulacros del mundo y de los que, por lo tanto, sentimos excluida nuestra experiencia. O, mejor dicho, se nos ha hecho sentir sin disimulo ninguno que no valía la pena tenerla en consideración.

V. FICCIÓN/ NO-FICCIÓN

«Fue como una película de ciencia ficción», exclamaban el pasado 20 de abril los padres de dos mellizos nacidos en un hospital de Madrid en circunstancias nada habituales por lo que se refiere a contexto y protocolos. Poco antes, el 15 del mismo mes, un miembro de las patrullas de emergencia que recorren las calles españolas para asistir a enfermos graves en sus domicilios había descrito las situaciones dantescas a las que tenía que hacer frente con un «jamás he sentido este miedo, es una pesadilla zombi». El mismísimo Slavoj Zizek dejaba los disimulos a un lado y, en una de sus aportaciones intelectuales a la crisis, no se preguntaba por la coyuntura que atravesamos sino por «la clase de película real en que vivimos», para concluir que «esta realidad no seguirá ninguno de los guiones cinematográficos ya imaginados y por eso necesitamos desesperadamente escribir otros nuevos […] Necesitamos un horizonte de esperanza, necesitamos un nuevo Hollywood pospandemia».



Todos somos conscientes de que las coordenadas de la ficción hace tiempo que se han sobrepuesto al territorio anárquico de la realidad y que, lejos de buscar que nos aclaren algo sobre ella, hemos conseguido que nos la oculten por completo. Pero, aun así, no deja de sorprender que personas situadas en el epicentro de una pandemia, expuestas sin (apenas) filtros al peligro, el sufrimiento y la muerte, se remitan para explicarse a géneros de la ficción que, por otra parte, representan menos una aproximación a lo que sucede que líneas de fuga. Ninguna película, por realista que se pretenda, tiene el poder de transmitir el horror de comprender que no nos hallamos ante una ficción al dar a luz entre trajes de protección infecciosa, al encontrar un cadáver en un salón, sin banda sonora ni efectos fotográficos o de montaje que nos faciliten sublimar la consistencia, la banalidad del momento.

En esa línea, tampoco ninguna ficción ha sabido dar cuenta de un apocalipsis vírico tan falto de atributos como el que experimentamos la mayoría de nosotros ahora mismo. Hasta que llegan los síntomas, las malas noticias, la asignación al frente de batalla —momento en el que las experiencias humanas desaparecen detrás de un telón de cuentas de colores—, nos hallamos frente a la pantalla del móvil en un estadio semejante al del pause en un medio de reproducción, o el de Wile E. Coyote cuando queda suspendido en el aire un segundo antes de precipitarse al vacío: (mal)acostumbrados a lo que ha sido nuestra vida, con fe ciega en que todo permanecerá igual, pero aterrados ante la posibilidad cierta de que el abismo se abra bajo nuestros pies.

Esto no quiere decir que la ficción haya fallado a la hora de anticipar la situación, y que tengamos derecho nuevamente a pedirle cuentas por no estar a la altura. La ficción, fantástica o de cualquier otro género, no funciona ni a nuestra conveniencia ni como predictora de nada, sino como proyección imaginativa y reflexiva de nuestra realidad, de los miedos y las esperanzas de nuestro propio presente. Las descargas compulsivas de Contagio (Steven Soderbergh, 2011) al principio de la pandemia, los reiterados comentarios chistosos acerca de hallarnos durante el confinamiento en la misma situación que el protagonista de Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993), no han podido tener un carácter más literal, más ansiolítico. Puede que deliberadamente, puesto que las moralejas respectivas de ambos films están lejos de resultar confortables: la vida proseguirá su camino sin importar que como individuos se nos obligue a apearnos de ella, y nada será diferente si le exigimos al mundo que cambie para que reduzca sus dimensiones a nuestras mentalidades y formas de vida estrechas, en vez de exigirnos a nosotros mismos más altura de miras.

Por tanto, lo interesante es prestar atención a las obras gestadas durante y a partir de la pandemia, a lo que dicen de nuestras auténticas inclinaciones actuales, más allá de nuestras representaciones de cara a la galería. Aunque es demasiado pronto como para que sean muchas y supongan algo más que ejercicios de histeria u oportunismo, su misma existencia es un acto de subversión frente a ese caudal inagotable de productos bienintencionados, (auto)censurados, clónicos, volcados en las plataformas de visionados online, que —volvamos a parafrasear, ahora a Alberto Olmos— no han hecho otra cosa que darnos la razón como los ciudadanos mansos que somos y colmar nuestra adicción a la superioridad moral. Destaquemos dos de ellas. One World: Together at Home (2020) es una recopilación del macroconcierto benéfico retransmitido por Internet y televisiones el 18 de abril, en el que tomaron parte decenas de artistas de todo el mundo desde sus hogares.



Las actuaciones buscaban recaudar fondos para la lucha contra el coronavirus y concienciar a los espectadores sobre la necesidad de mantener distanciamiento social. Una no-ficción, como suele ocurrir en esta clase de eventos, que ponía en escena emociones y discursos pautados, un relato sin aristas. Sin embargo, en un giro insospechado de los acontecimientos, One World: Together at Home fue recibido con tibieza. Hubo quienes echaron en cara a los participantes un grado escaso de profesionalidad frente a los talentos de cualquier ciudadano de a pie que se hace viral con una interpretación musical grabada en su dormitorio con el móvil. Perder el rango de la imagen-espectáculo, que desplaza e incluso opaca los valores vocales e instrumentales, y competir de tú a tú con la imagen-usuario, ha dejado en evidencia las limitaciones de muchos artistas.

La pregunta ¿por qué tú sí y yo no? adquiere una pertinencia impensable cuando se formaba parte de una grey de cien mil personas que adoraban en vivo a un ídolo musical o que compartían en YouTube sus impresiones ante un videoclip presupuestado en medio millón de dólares. Y, por otro lado, la exposición de los salones, los jardines y las piscinas desde donde las grandes estrellas del show business han compartido los sinsabores del confinamiento con el común de los mortales han recrudecido la antipatía de clase que flotaba desde hace tiempo en el ambiente… La estética del lo-fi y el readymade, que ya alentaron a nivel audiovisual la imagen videográfica y digital, Internet, y las aplicaciones para móviles, puede subir un nuevo escalón de popularidad debido a la cuarentena y el distanciamiento social. Si eso sucede, entre los precursores de la tendencia se encontraría Corona Zombies (2020), obra de uno de los grandes veteranos de la reapropiación y el sampleo: el emperador del cine de serie B y Z Charles Band.

La mayor parte del metraje de Corona Zombies la integran fragmentos de noticiarios y de Virus (Bruno Mattei & Claudio Fragasso, 1980) y Zombies vs. Strippers (Alex Nicolaou, 2012) —dos subproductos fantásticos sobre los que Band ostenta derechos—, todo ello doblado para adaptarlo a la coyuntura. Band ha filmado, además, con el fin de dar argamasa al conjunto, un puñado de escenas con una sola actriz, Cody Renee Cameron, en la piel de Barbie; una de las últimas resistentes a una infección que, como cualquier otra gripe, transforma a los infectados en muertos vivientes. Como película, Corona Zombies es irrelevante salvo por lo que toca a su desenlace: Barbie es absorbida por las imágenes de Virus, su destino queda ligado a códigos añejos del relato y las imágenes. Una alegoría imprevista, magnífica, sobre la imposibilidad del presente social y cultural para forjar horizontes de futuro, y nuestra querencia consiguiente por bucólicas Arcadias, paraísos perdidos incluso cuando se leían en clave de crisis. Si el coronavirus no ha representado en nuestro mundo sino un punto y seguido, el cénit puntual de un modo de vida, Corona Zombies no nos dice en esencia nada diferente a lo que ya habían certificado producciones fantásticas previas a la pandemia como Vengadores: Endgame (Joe & Anthony Russo, 2019), Historias del bucle (Nathaniel Halpern, 2020) y Devs (Alex Garland, 2020). Por último, a la espera del thriller Corona (2020) —largometraje improvisado de Mostafa Keshvari sobre un grupo de personas enfrentadas en un ascensor al COVID-19 y el racismo (sic)— y la serie de Netflix Social Distance (Diego Velasco, 2020), los cortometrajes Coronavirus. Apocalypse (Sergey A., 2020) y Coronavirus: The Movie (Blake Ridder, 2020) naufragan en la categoría resbaladiza de las buenas intenciones.

VI. EROS Y TÁNATOS

Ojalá los agitadores culturales, el periodismo de prestigio, los gobiernos, e instituciones como la Unión Europea, la Organización Mundial de la Salud y Naciones Unidas hubiesen reaccionado a la expansión del coronavirus con la celeridad con que lo ha hecho el mainstream más invisible y socorrido del mundo, en especial desde el confinamiento: la imagen pornográfica. La evolución global de la pandemia ha podido seguirse minuto a minuto prestando atención a las nacionalidades de los practicantes amateurs y los profesionales del sexo cuyas grabaciones alusivas a la enfermedad, muy demandadas, se sucedían en las portadas de Pornhub, XVideos, YouPorn y tantas otras webs especializadas. Muchos de estos vídeos apenas tienen otra conexión con el tema que un título oportunista; se aprecia con claridad que han sido grabados tiempo atrás y reciclados, o que su función subrepticia es la de derivar al usuario a «la película completa», disponible en una plataforma de pago.


Todos somos conscientes de que las coordenadas de la ficción hace tiempo que se

han sobrepuesto al territorio anárquico de la realidad y que, lejos de buscar que nos

aclaren algo sobre ella, hemos conseguido que nos la oculten por completo



Hay sin embargo otros vídeos que han eludido el cerrojazo preventivo de la industria del porno o se han grabado en familia, y cuyas imágenes aciertan a reformular la pandemia desde los códigos de la lubricidad y lo humorístico; a veces, también, con los medios suficientes como para que un comentarista se preguntase tras disfrutar de uno de ellos «si me he masturbado por estar caliente, o por apaciguar mi ansiedad al ver que ellos están follando con mascarillas, en habitaciones de hospital disponibles y con respiradores, y yo me voy a tener que morir en casa». La ambivalencia de este internauta refleja la conexión entre Eros y Tánatos, sexo y muerte, que caracteriza sotto voce cualquier gran crisis colectiva desde tiempos inmemoriales, como ha sistematizado la Teoría de la Gestión del Terror. Las videoconferencias, las cámaras de los móviles, las apps de mensajería y contactos y las infracciones físicas de la cuarentena obligatoria han tenido entre sus grandes protagonistas, como atestiguan conversaciones informales, foros y, sí, hasta las virtuosas redes sociales, múltiples anécdotas ligadas al sexo. La interpretación por muchos en clave medical fetish de las estampas de figuras atractivas de la política —Pedro Sánchez, Isabel Díaz Ayuso— ataviados con mascarillas y guantes de nitrilo, son la punta del iceberg de unas pulsiones que el porno está explotando sin complejos y que quién sabe si en próximas temporadas no saltarán a los ámbitos de la moda y los folletines televisivos, o si no harán que reinterpretemos películas como Inseparables (1988) o La casa de los mil cadáveres (2003) en clave de comedias románticas.

Este tipo de vídeos cubre un amplio espectro de imaginarios, en los que lo tabú juega, por supuesto, un papel esencial. El chantaje sexual a un jefe que pensaba practicar un ERTE a una empleada. El exhibicionismo en lugares públicos desiertos o el riesgo de jugar con quien no se debe en domicilios atiborrados de familiares. La impotencia sexual producida por el estrés y sus remedios caseros. Las perversiones a las que no tiene más remedio que abocar antes o después el teletrabajo. Maneras creativas de matar el aburrimiento en casa, y remedos humorísticos de los sex education films nórdicos de los años sesenta, que muestran qué actividades y qué posiciones impiden contagiarse. El impulso de rasgar o no la mascarilla para practicar una felación o un cunnilingus, y la imagen perturbadora resultante de hacerlo y entrar en acción. Curas milagrosas para el coronavirus a golpe de sexo. Lo que se está dispuesto a hacer por un rollo de papel higiénico. Las delirantes combinaciones entre los imaginarios del medical fetish y el bdsm, que apuntan en ciertos casos extremos tanto al deseo como al puro terror, véase Cogiéndome al paciente zero… Hay que sumar desde finales de febrero la popularidad —y polémica— despertadas por el avatar ProjektMelody, la primera camgirl hentai: «Nadie me ha creado. Nadie maneja mis hilos en tanto avatar virtual. Lo que ves es lo que hay. Soy una inteligencia artificial». Dado que el coronavirus ha hecho de todos nosotros hikikomoris, viejóvenes atrapados para rato en el cuarto de estar con nuestros juguetes tecnológicos preferidos, quizá ProjektMelody acabe por ser nuestra unidad sexual de destino en lo universal.

Enfermera otorga a una abuela su último deseo, protagonizada por actores de carne y hueso, es una muestra de narrativa capaz de trascender. Como indica su título, una enfermera se apiada de una anciana abrazada a un respirador —más bien una milf, la pornografía también se acoge a los límites de la representación en atención a la sensibilidad de sus fieles— y le procura un largo rato de intimidad en su habitación con tres guerreros nubios, no sin antes probar las habilidades de todos ellos con un admirable sentido de la deontología profesional. Los operarios logran que la enferma se olvide del respirador, de su dolencia, de sí misma, hasta que en uno de sus numerosos trances tiene lugar un encadenado y comprendemos que ha fallecido: en la habitación, iluminada ahora con luz nívea, no hay nadie con ella. Desorientada, nuestra protagonista abre la puerta, y se topa en el pasillo con un tropel de ángeles musculados con alitas de atrezo, que la reciben con aplausos y un ramo de flores y con los que se dirige entre risas hasta la salida del recinto, sumida en una luminosidad cegadora. Hay en Enfermera procura a una abuela su último deseo más comprensión hacia quienes han sufrido en mayor medida esta pandemia, y menos paternalismo en el retrato de su condición, que en la inmensa mayoría de los relatos oficiales y oficialistas con lo que hemos tenido que comulgar si nos interesaba aspirar al título de buenos ciudadanos.

Elisa McCausland y Diego Salgado