DISTOPÍAS INCUMPLIDAS. Cuando el cine no es profeta

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El cine de ciencia ficción, y el fantástico en general, ha sido recurrente a la hora de especular sobre el futuro de la Humanidad. Con más o menos acierto, encontramos en él interesantes distopías o ecuaciones sobre la verdad o la mentira de una ciencia que, durante el siglo XX, ha mostrado la faz de su potencial o sus limitaciones, dejando que el arte evoque los extraños parajes que dejan los huecos del avance tecnológico. Nos encontramos en un momento histórico particular. Superada hace dos décadas la fecha mágica del año 2000, nos movemos por aguas procelosas, tanteamos a duras penas sobre las consecuencias de nuestro desarrollo y evocamos todavía mundos futuros, más o menos lejanos, que se hallan ya en nuestro siglo o en los venideros, después del fracaso de tantas y tantas especulaciones que se ubicaron en nuestra época.

No es tan solo el acercamiento a tantas utopías negativas, porque la distopía no trata de augurar los pormenores del futuro, sino colocar un espejo cóncavo frente a nuestras contradicciones, y usa la paráfrasis temporal como excusa argumental para imaginar o elucubrar, para reflexionar, en suma, sobre la sociedad que vio nacer tal o cual producto cinematográfico. Si tomamos como ejemplo un filme mítico como Blade Runner (id. Ridley Scott, 1982), nos daremos cuenta de esa cuestión esencial, porque sus creadores no pensaron en realizar la película para los espectadores del año 2019, fecha en la que se ambienta la historia, sino para los de 1982, para jugar con los miedos de la época respecto al avance genético, a la superpoblación o al mestizaje. Sin embargo, si en algo es importante ese filme, es porque trasciende todo ello al hablarnos del mismo concepto de humanidad, y retrata alegóricamente el temor a la muerte o la finalidad última de nuestra existencia a través de los miedos de un androide modelo Nexus 6.

Pero no entraremos en esas veleidades conceptuales, por más que la ciencia ficción sea género propicio para encontrar la verosimilitud en la falsedad de sus planteamientos más íntimos. Y esa verosimilitud tiene que ver sobre todo por su esencia especulativa, por su capacidad para imaginar evoluciones supuestas de nuestro siglo de la Razón, durante este siglo XX en el que el cine alcanzó su madurez para espacio de la representación. Tomando como fecha paradigmática la del cambio de milenio, el cine ha tanteado las posibilidades de la carrera espacial, la tecnología genética, la robótica o la distopía social pura y dura, acertando en sus predicciones (que en el fondo no lo son) o evocando extraños parajes pseudocientíficos en los que el ser humano se enfrenta a las consecuencias de su propia inteligencia. De eso trata la ciencia ficción, de aquello que puede ser imaginado y, por ende, puede convertirse en realidad. Parafraseamos a Arthur C. Clarke al decir que “cualquier avance tecnológico lo suficientemente avanzado es indistinguible de la magia”, y dejamos que sea la propia inventiva la que supere con creces esa ubicua sensación del progreso indefinido.


Blade Runner

LA CARRERA ESPACIAL

No es casualidad que una de las primeras cintas de ciencia ficción fuera el Viaje a la luna (Le voyage dans la lune, 1902) de Georges Méliès, por más que el filme sea una vistosa recreación de un mundo imaginario poblado de selenitas. El viaje espacial sirve como endeble excusa argumental a partir de la cual dar pábulo a la evolución del cine como contenedor expresivo. Viaje a la luna no es (ni lo pretende) una especulación sobre la carrera espacial, sino una vertiginosa sucesión de efectos mágicos en búsqueda de la sorpresa en un público poco acostumbrado a ellos, una hermosa anécdota dramática ubicada en los aledaños de lo fantástico en lo que lo importante no es tanto la reflexión conceptual, sino la exposición del propio cine como lugar idóneo para la estética de lo imposible. Llevar a la imagen en movimiento a posibilidades más amplias para hacernos crédulos de una fascinante mentira.

Habrá que esperar, por lo tanto, casi treinta años para que el viaje en el espacio comience a adquirir visos de posible realidad, con el estreno de La mujer en la luna (Frau in Mond, 1929), última película muda de Fritz Lang y verdadero punto y seguido de esa dramaturgia del tránsito allende las estrellas. Dejando aparte sus virtudes estrictamente cinematográficas, que son muchas, La mujer en la luna buscaría con fruición un cierto poso de verdad en su puesta en escena, contando para ello con colaboradores científicos como Hermann Oberth, que en aquellos momentos trabajaba en el programa de cohetes alemán que vería nacer los famosos V1 y V2 usados durante la II Guerra Mundial. De la conspicua realidad de esos bocetos darían buena cuenta los nazis, que mandarían destruir todas las maquetas del filme por miedo al espionaje científico, y sería ese mismo programa espacial el que usarían los norteamericanos una vez acabada la guerra de manos del científico Von Braunn.



Viaje a la luna, La mujer en la luna y Aelita

Nos encontramos, por lo tanto, en esa bisagra histórica en la que la ciencia ficción se consagra como género bastardo, como mezcla de ingredientes fantásticos y especulaciones verosímiles en los que la ciencia tiende a la ficción y la ficción se apoya en la ciencia para dar cuenta de una imaginería particular. La misma película La mujer en la luna da buena cuenta de esa dualidad en ocasiones renqueante. Si bien la primera parte del filme es un alegato de cientifismo casi puntilloso, la segunda se deja llevar por las corrientes más imaginativas y desdeña elementos tan imprescindibles para la verosimilitud como la ausencia de gravedad o de atmósfera en la luna. Los astronautas pasean tranquilamente por la árida Selene casi sin traje espacial que los proteja. Eso sí, por primera vez se usa en un filme la famosa cuenta atrás en el momento de lanzamiento del cohete, una idea del propio Lang que usó como recurso dramático, y que sería después utilizado por la NASA, convirtiéndose así en un lugar común de la carrera espacial [1].

¿Qué hay de los 50 y toda su imaginería de serie B, al servicio de un público adolescente cada vez más expectante? Si bien la mayoría de títulos de la época, en lo referente a viajes espaciales, están ambientados por los alrededores del año 2000, no podemos decir que existiera en ellos intentos de aunar a partes iguales ciencia y ficción. Tampoco existe un intento de augurar las condiciones de vida de los habitantes de este mundo entre centurias, sino más bien potenciar la vertiente más fantástica para adentrarse en los terrenos más manidos de las space opera. El siglo XXI (o los siguientes) es tan solo una excusa lo suficientemente lejana para dejar volar la imaginación, en pos de otras necesidades argumentales más cercanas al cuento de hadas transmutado en odisea espacial, en un tránsito que parte de la primigenia Aelita (id. Yakov Protazanov, 1924) soviética a La guerra de las galaxias (Star Wars, George Lucas, 1977), pasando por Planeta Prohibido (Forbidden Planet, Fred M. Wilcox, 1956), títulos estos que no desmerecen en nada su presencia en la historia del cine, pero que se muestran reacios a la hora de dar consistencia científica a su argumentación. Tendremos que esperar a Stanley Kubrick y su famosa 2001, una odisea del espacio (2001 A Space Odyssey, 1968) para que la especulación científica tome las riendas de un desarrollo dramático acorde con los nuevos tiempos que se acercan. Se ha hablado tanto de ese filme, se ha desmenuzado tanto su carácter de poesía visual que apenas quedan adjetivos originales para analizarla. En todo caso, el filme de Kubrick, además de magnífica epopeya de la imagen en movimiento, intenta por vez primera elucubrar sobre bases científicas el supuesto desarrollo de la Humanidad en el cambio de milenio. Existen, pese a su rigor, numerosas lagunas que el tiempo se ha encargado de poner en solfa, como es una expedición tripulada a Júpiter o la existencia de un ordenador central, el celebérrimo HAL 9000, capaz de pensar por sí mismo y tomar decisiones que atañen a su propia supervivencia. No obstante, 2001 se atreve a dar un paso formal en el ámbito de la especulación científica y se revela como una cinta memorable capaz de aunar trascendencia y ciencia, verdadero referente de la ciencia ficción en su grado mayor de madurez.


De eso trata la ciencia ficción, de aquello que puede ser

imaginado y, por ende, puede convertirse en realidad


2001, una odisea del espacio, Planeta prohibido y Star Wars


Sin el estreno de 2001 no hubieran sido posibles reflexiones futuristas de mayor enjundia, como la de Naves misteriosas (Silent Running, 1972), película de tintes ecológicos dirigida por Douglas Trumbull [2] y ambientada en un hipotético año 2002. En ella, la Tierra ha quedado desolada y tres naves espaciales que orbitan Saturno guardan como reliquias especímenes vegetales que han conseguido salvarse de la debacle. De marcada tendencia filosófico-naturalista, Naves misteriosas tampoco acierta en sus augurios más tenebrosos, por más que en la actualidad nos veamos azorados por cambios climáticos imprevistos. No hemos conseguido enviar ningún ser humano a viajar a planetas exteriores del Sistema Solar, aunque el filme indague en las posibilidades de la protesta social, en un momento histórico de numerosas voces discordantes en pos de la redención ecológica. Del filme nos quedan dos apuntes a considerar. La presencia de tres robots que pueden considerarse la antesala del famoso R2D2 y las canciones de Joan Baez que, pese a su belleza, no pueden desmarcarse de su carácter coyuntural.

¿Y qué hay de los viajes a Marte, ese planeta rojo hacedor de tantas fantasías por realizar? En 1969, gracias a los éxitos de la exploración lunar, la NASA auguraba que en 1985 se enviaría una misión tripulada a Marte y que en 1989 subsistiría una colonia de 48 individuos sobre el planeta. El tiempo, sin embargo, ha puesto las cosas en su sitio, hasta en lo que respecta a los achaques de la MIR y las dificultades de ensamblaje de la Estación Espacial Internacional. Nada que objetar si tenemos en cuenta la imaginería cinematográfica de décadas muy posteriores, con un filme como Una fantasía del porvenir (Just Imagine, David Butler, 1930), en la que se ambienta una futura ciudad de Nueva York de 1980, que se prepara para la salida inminente de una misión tripulada a Marte. Un intento que Brian de Palma rescataría con la interesante Misión a Marte (Misión to Mars, 2000), en la que se narran las vicisitudes de la primera exploración marciana, tomando como referencia el Plan Directo a Marte, una propuesta real sugerida por la NASA para la llegada de los primeros seres humanos al planeta rojo. No obstante, ya no tenemos que esperar unos pocos años para ese augurio, porque el filme en cuestión está ambientado en un supuesto año 2020.


Misión a Marte

DE ROBÓTICA Y ENGENDROS GENÉTICOS

Fue el estadounidense Matt Novak el que acuñó el término de paleofuturismo, a través de su revista Paleo-Future, e intentó así dar nombre a todos aquellos supuestos avances tecnológicos que serían realidad en el año 2000, pero que quedaron en una sarta de elucubraciones cargadas de naftalina. Colonias en Marte, casas domóticas, ordenadores inteligentes, robots con raciocinio humano… la capacidad de inventiva del ser humano desplegó todas sus posibilidades a lo largo del siglo XX, aunque en el mayor de los casos esa profecía futura quedó como una evocación museística, como una nueva moda afianzada en lo retro que la posmodernidad se encargaría de deslavazar definitivamente[3]. El cine fue partícipe, quizás más que nadie, de ese augurio cimentado en el ansia de progreso, sin darse cuenta de que la evolución tomaría otros derroteros apenas imaginados como la telefonía móvil, el microchip o Internet, avances estos que ni tan solo fueron esbozados en aquellas rupestres imaginerías del futuro supuesto. Heredero de la segunda Revolución Industrial, el siglo XX imaginó un mundo mecanizado en el que las máquinas tomarían definitivamente el relevo del ser humano en la mayor parte de las tareas, y sería la figura del robot el elemento clave de esa evolución conceptual. Desde Robby de Planeta prohibido hasta el joven androide de A.I. Inteligencia artificial (Artificial Intelligence: A.I., Steven Spielberg, 2001), muchos han sido los protagonistas mecánicos de la historia del cine, verdadera ristra de retratos del mañana más o menos tenebrosos. No obstante, el verdadero punto de partida del robot contemporáneo surge de la pluma de Isaac Asimov, que con su obra Yo, robot, publicada en 1950, marca las directrices modernas de esa imaginería post-industrial gracias a sus famosas tres leyes de la robótica: “1. Un robot no puede hacer daño a un ser humano o, por su inacción, permitir que un ser humano sufra daño. 2. Un robot debe obedecer las órdenes dadas por los seres humanos, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley. 3. Un robot debe proteger su propia existencia en la medida en que esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley”. Verdadera declaración de principios que daba un paso adelante en la concepción filosófica del acompañante mecanizado o artificial, y consigue hacer evolucionar figuras emblemáticas de la literatura fantástica como el Golem. La ruptura de esos principios son el resorte dramático que permite jugar con los miedos del espectador, tal y como vemos en la famosa Almas de metal (Westworld, Michael Crichton, 1973), ambientada en un parque temático en los aledaños del año 2000, en los que unos androides usados para el entretenimiento empiezan a rebelarse contra su destino de juguete de feria.


Almas de metal

No obstante, en el cine la figura del robot ha pasado de verdadera esperanza en el progreso de la Humanidad a convertirse en una figura más o menos recurrente en el seno del fantastique, del mismo modo que lo son los vampiros o los zombies. No existe en ellos atisbo de aquella filosofía evolutiva con la que nació, y apenas quedan rastros de aquella ansia por crear un ente a semejanza del ser humano, superada ya esa mecánica obsoleta por otra especulación basada en la inteligencia artificial o la genética.  la devastación provocada por una guerra entre robots y seres humanos iniciada a finales del siglo XX. Será Matrix (The Matrix, Andy y Larry Wachowski, 1999) la que dé un paso adelante en ese imaginario mecánico. Tomando también como punto de partida la contienda entre máquinas y personas, lo enlazará hábilmente con la realidad virtual y el avance de las nuevas tecnologías de la información, convirtiéndose así en una bisagra conceptual entre automatismo y cibernética de la nueva era y retomando el hilo de filmes como Johnny Mnemonic (id. Robert Longo, 1995), Nivel 13 (The Thirteenth Floor, Josef Rusnak, 1999) o El cortador de césped (The Lawnmower Man, Brett Leonard, 1992), verdaderos adalides del mundo hiperreal del microchip integrado.

Más acorde con los tiempos está la figura del cyborg, que surgió de las entrañas de la literatura cyberpunk, con William Gibson en cabeza, o de filmes más o menos underground como la japonesa Tetsuo, el hombre de hierro (Tetsuo, Shin’ya Tsukamoto, 1989). Es cierto que hoy en día ya existen personas identificadas como cyborg, con ojos artificiales o circuitos electrónicos dentro de su cuerpo[4], pero nos queda mucho, sin embargo, para alcanzar el status planteado en RoboCop (id. Paul Verhoeven, 1987), con aquel policía mitad hombre, mitad máquina que conduce un Ford Escort de los años 80 por una ciudad hiperviolenta.


En el cine la figura del robot ha pasado de verdadera esperanza en el progreso

de la Humanidad a convertirse en una figura más o menos recurrente en el seno

del fantastique, del mismo modo que lo son los vampiros o los zombies



Terminator, Gattaca y Splice

La evolución de los parámetros genéricos va por otros derroteros. Después de la clonación de la oveja Dolly en 1997 se ha abierto la vía para la especulación genética, y se ha creado así un nuevo subgénero que ni James Watson y Francis Crick se llegaron a imaginar. Si obviamos primigenios acercamientos a la manipulación genética como La isla de las almas perdidas (Island of Lost Souls, Erle C. Kenton, 1932), y dejamos de lado también verdaderas filigranas conceptuales de la vida artificial como Blade Runner, podríamos decir que el primer filme (comercial) que indaga en las contradicciones filosóficas del gen es Gattaca (id. Andrew Niccol, 1997). Aunque no sepamos a ciencia cierta en qué época se ambienta el filme, sí podemos suponer un futuro más bien cercano. La historia se acerca a las distopías filosóficas de nuevo cuño y se aleja de productos más bien simplones como El sexto día (The 6th Day, Roger Spottiswoode, 2000), protagonizada por un Arnold Schwarzenegger pre-gobernador de California y ambientada en un 2015 demasiado cercano para la especulación. Pronto, demasiado pronto para elucubrar demasiado, por más que la manipulación genética ya tenga en sus vitrinas su reverso tenebroso con el Splice. Experimento mortal (Splice, 2009) de Vincenzo Natali. El tiempo nos dirá si nos equivocamos o si esos filmes entrarán en las vitrinas de lo retro.

ESPECULACIONES DISTÓPICAS

Toda historia ambientada en el futuro tiene en su seno un elemento utópico o distópico (mayoritariamente lo segundo), que nos lleva a reflexionar sobre la visión que de nuestro presente tenemos, y también sobre la supuesta evolución que ese presente tiene en su seno. La distopía es un recurso dramático que daría para un libro entero, no obstante no podemos dejar de esbozar breves apuntes de esa profecía de lo irreal, porque incide directamente en la plasmación de lo social y se mueve cómodamente en la especulación de lo político. El ejemplo de todo ello es, cómo no, la famosa novela de George Orwell 1984, publicada en 1949 y verdadero referente cultural de la crítica a los totalitarismos. De ella se hicieron dos versiones cinematográficas de relevancia. La primera en 1956 (1984, Michael Anderson) y la segunda, más famosa, en 1984 (Nineteen Eighty-Four, Michael Radford), y son ambas interesantes propuestas con puntos partida sociológicos casi opuestos. En el momento histórico del aplastamiento soviético de la rebelión húngara se estrena el filme de Michael Anderson, fundamentado históricamente en la coyuntura de los años de plomo del telón de acero y verdadera metáfora de aquel Gran Hermano que tenía los visos del Politburó ruso. Existe por lo tanto, un paralelismo evidente entre realidad política y alegoría filosófica que el remake de 1984 se encargó de cuestionar bajo los apuntes de una estética fría, de un sentido de cinta-homenaje más cercano a lo hipertextual, en un momento de distensión evidente entre las dos superpotencias que conduciría al fin de la Guerra Fría. Orwell acertó en sus planteamientos metafóricos, pero erró el tiro en darle una continuidad histórica a finales del siglo XX. Lo que nos queda, no obstante, es una reflexión sobre la castración intelectual y social del individuo que nos lleva a plantear preguntas de otra índole, en este mundo hipertecnificado e hipercomunicado, en el que el nombre de Gran Hermano sirve para titular un reality show y cuya presencia en la pequeña pantalla se acerca más a los planteamientos de Aldous Huxley y Un mundo feliz que a los de la crítica política pura y dura. Siendo quizás consciente de ello, Terry Gilliam estrenaría al año siguiente Brazil (id., 1985), un acercamiento bastardo a la novela de Orwell más cercano a la sátira y al exceso estético que, sin embargo, se amolda con maestría al espíritu de su referente, dando entrada a ese retro-futuro tan fascinante visualmente[5].


Brazil

En aquel paleofuturo que comentábamos con anterioridad apenas existen trazos que definan la evolución social. En 1950 o 1960, al enumerar los avances tecnológicos que deberían sucederse a finales del siglo XX, nos encontramos con familias blancas, de clase media y con todos sus miembros heterosexuales, a pesar del empuje por el cambio de finales del periodo, y a pesar también de la importancia de la tecnología para los cambios de la sociedad que la ve nacer. Sin embargo, el cine es capaz, sobre todo a partir de los años 70, de ahondar en la crítica social a través de un futuro imaginado mucho más turbio. El estreno de The Warrios (Los amos de la noche) (The Warriors, Walter Hill, 1979) llevó al inefable John Carpenter a realizar su propia distopía particular, 1997, rescate en Nueva York (Escape from New York, 1981), certera aventura futurista en la que el ejército ha establecido un cerco sobre una ciudad de Nueva York repleta de bandas de maleantes sin ningún escrúpulo ni normativa social. El protagonista deberá rescatar de allí dentro al mismísimo presidente de los Estados Unidos (¡), cuyo avión se ha estrellado en mitad de la vorágine. Interesante propuesta del cineasta, 1997 no acierta en sus predicciones, ya que los 90 serían para la historia contemporánea una suerte de belle epoque para la potencia americana, con el fin de la Guerra Fría y el advenimiento de una Pax Americana fundamentada en el poder blando y el surgimiento de Internet como nueva herramienta de conocimiento y comunicación; no obstante, el film mantiene en su seno un balsámico acercamiento anarcoide al tema que los movimientos antiglobalización podrían muy bien tomar nota, sobre todo después de la famosa batalla de Seattle de 1999. El éxito relativo del filme, llevaría a otras copias más o menos burdas como 1990: los guerreros del Bronx (1990: i guerrieri del Bronx, Enzo G. Castellari, 1982) o Fuga del Bronx (Fuga dal Bronx, Enzo G. Castellari, 1983), versiones italianas que recuperarían el hilo exploitation hasta la saciedad y que se quemarían como papel de fumar hasta el advenimiento de nuevas formas de distopía más asépticas.


1997: Rescate en Nueva York

A medida que nos acercamos al famoso año 2000, las distopías aquietan sus predicciones en la industria del cine, al menos en lo referente a ubicar las historias en fechas concretas, en años-mito que permitan elucubraciones arriesgadas. Por esa razón nos encontramos con dos contextos bien diferenciados. O bien la distopía se ubica en un futuro lejano, a finales del siglo XXI o en el siglo XXV por ejemplo, o bien no se especifica la fecha en la que se desarrolla la acción. En ambos casos, la especulación es vana. O bien sirve para buscar reversos tenebrosos de nuestra sociedad de la opulencia, como The Road (La carretera) (The Road, John Hillcoat, 2009) o V de Vendetta (V for Vendetta, James McTeigue, 2005), o bien se usa para plantear un relato-espectáculo en el que prima el continente sobre el contenido y en el que temas como la clonación o los viajes espaciales son excusas argumentales para la acción sin respiro, como es el caso de filmes como El quinto elemento (The Fifth Element, Luc Besson, 1997), La isla (The Island, Michael Bay, 2005) o Desafío total (Total Recall, Paul Verhoeven, 1990), en ocasiones grandilocuentes puestas en escena cercanas en esencia a aquel Viaje a la luna de Méliès sin atisbo de realidad posible. Visto lo visto, nos quedamos con aquellas antiguas paráfrasis de lo nuevo, aquellas imaginativas especulaciones retro cercanas a Julio Verne en los que los coches conducirían solos, viajaríamos a la Luna para hacer turismo o tendríamos en casa robots domésticos que nos harían la comida al llegar del trabajo. Porque la sociedad del pasado, y el cine como parte de ella, apenas imaginó aspectos de enjundia como las autopistas de la información, las células madre o la fecundación in Vitro, y buscó por los anaqueles de un mundo que cambiaba demasiado rápido en lo tecnológico pero muy poco en lo social o en lo político. Y de nuevo el cine, capaz de hacernos imaginar lo inimaginable, no se imaginó que él mismo cambiaría, que se vería sometido al empuje de una nueva forma de difusión o de distribución por streaming, que usaría las computadoras para digitalizar monstruos o realidades imposibles, que se transformaría en un arte en tres dimensiones, o que seguiría buscando futuros en el seno de un pasado ya superado. Al observar con ternura e ironía las distopías del siglo XXI, solo cabe preguntarnos con cierta confusión: ¿el futuro era esto?

Jordi Ardid

[1] Sería arduo pero interesante analizar las relaciones casi simbióticas que se llegaron a establecer entre la NASA y la industria de Hollywood a partir de los años 60. No por casualidad, la mayor parte de instalaciones espaciales se encuentran en California y se usaron técnicos cinematográficos para filmar para televisión el despegue y aterrizaje de los diferentes módulos espaciales. Una relación esta que llegaría a su cúspide durante la administración Reagan y su famosa “Guerra de las Galaxias”.

[2] Un realizador que se había encargado precisamente de los efectos especiales de 2001, y que también lo haría con la mítica Blade Runner

[3] Para un análisis detallado del término paleofuturo véase el artículo de Pablo Francescutti “Futuro pluscuamperfecto”. El País, 20 de febrero de 2011.

[4] Para más información sobre los cyborg actuales, véase el artículo “El cyborg del tercer ojo” de Juan José Millás. El País, 17 de enero de 2012.

[5] No por casualidad, la película de Gilliam iba a titularse inicialmente 1984 ½ .