Pasión e infelicidad en la arquitectura del amor
Hace ahora seis décadas, producida al alimón por sus propios protagonista y director, se filmaba Un extraño en mi vida, uno de los melodramas más intensos, punzantes y renovadores, de la década de los 60. Con ella, el norteamericano Richard Quine plasmaba quizá su mejor obra, en unos años en los que se erigió como un puntal de la comedia, por lo general tamizada de una melancólica aura romántica. Sirvan estas líneas, al mismo tiempo, como homenaje al recientemente desaparecido Kirk Douglas.
Nos encontramos en 1960. Un marco de extraordinaria creatividad en el cine mundial, compartiendo la vitalidad seminal de los grandes clásicos con otros realizadores de generaciones más jóvenes. En dicho ámbito, y tras una experiencia previa de Richard Quine tanto en el policial, como la comedia e incluso el musical, el gran talento de la Columbia brindará con Un extraño en mi vida una de sus grandes obras. Quizá la cima de una carrera injustamente menospreciada, en la que se desplegó no solo uno de los directores clave del último gran periodo de la comedia americana sino, ante todo, uno de los últimos románticos, surgidos en las postrimerías del clasicismo cinematográfico.
Una elegante panorámica desciende del cielo, hasta insertarnos en el contexto de una lujosa urbanización norteamericana. Planos descriptivos y documentales nos introducen en lo que será el epicentro del relato: el encuentro de dos seres. Él es Larry Coe (Kirk Douglas). Ella, Margaret Gault (Kim Novak). Larry es un arquitecto, que se encuentra a punto de su consagración profesional, casado y con dos hijos. Margaret, una mujer deseable e insatisfecha, ligada a un hombre amable pero acomodaticio, carente de pasión, y con un hijo. Ambos representan sendas familias, instaladas en un entorno próspero, y ambos, con un extraordinario plano-contraplano, punteado con el inicio del maravilloso tema musical de George Duning –que se reiterará en diversas variantes a lo largo del metraje–, visualizarán con enorme concisión y rotundidad el inicio de una relación de adulterio, que pondrá en tela de juicio ese marco de progreso y falsa felicidad, en que se desarrolla el mismo. Siempre he pensado que fue Richard Quine el director que mejor sabía iniciar sus películas, logrando que el espectador se integrara en ellas casi embelesado. Este es uno de los ejemplos más admirables de dicho enunciado, introduciéndonos en un marco de urbana opulencia, superando el contexto de títulos como el apreciable Más fuerte que la vida (No Down Payment, 1957. Martin Ritt). Quine, a partir de la novela de Evan Hunter –también guionista–, no deja de plantear en segundo término el convencionalismo de ese mundo nuevo, descrito en esa mirada casi documental –que nos aparece, seis décadas después, con un sorprendente grado de veracidad cinematográfica–, plasmando ese silencio de las urbanizaciones, el supermercado, los cafés, los exteriores urbanos… Será el telón de fondo, que casi de manera involuntaria “escupirá”, con tanta sutileza como contundencia, esta efímera historia de amor, descrita al margen de esa cómoda sociedad, en la que se inserta un mundo con costuras de felicidad pero, en el fondo, revestido de convenciones.
Esa es una de las grandezas de la extraordinaria película de Quine. La de saber establecer ese fondo sociológico a partir del cual, articular una historia, narrada a flor de piel, con una insuperable mezcla de pasión, serenidad y melancolía. Ingredientes todos ellos, que se imbrican en una narrativa elegante, que utiliza con verdadera maestría el CinemaScope, apostando por el predominio de composiciones horizontales, que serán violentadas en ocasiones con atrevidos y físicos primeros planos, insertos en aquellos momentos en los que el estallido de las emociones, o el tono confesional, se incorpora como elemento dramático esencial.
Un extraño en mi vida es una obra casi inagotable. Pero, al mismo tiempo,una muestra de la elegancia y exquisita sensibilidad que brindó Richard Quine,ya definido entonces como uno de los grandes estilistas de su generación |
UNA FELICIDAD INSATISFACTORIA
En el fondo, Un extraño en mi vida, es un grito contra el hastío y la mediocridad existencial. Algo de lo que huirán esos dos efímeros amantes, cansados de una vida en apariencia cómoda y confortable, pero, en el interior de su alma, absolutamente insatisfactoria. Esa misma mediocridad es la que vivirá el escritor Roger Altar (Ernie Kovacs), autor de dos novelas de éxito, aunque vistas con reserva por la crítica, y de las que incluso su propio autor reconoce no expresan su mundo interior –las secuencias dialogadas entre el escritor y el arquitecto son todas ellas magníficas–. Todo ello, tendrá como eje esa lujosa casa, que Altar encargará a Coe y que servirá como nudo gordiano de este –por así decirlo– breve encuentro, dominado por el deseo y la infelicidad. Por el miedo a dar un paso adelante, intentando arriesgarse a recuperar una pasión que, en sus respectivas parejas, se ha perdido ya por completo. En este sentido, lo cierto es que el film de Quine difiere a la hora de plasmar el contexto familiar de sus dos protagonistas. Por un lado, define con extraordinaria perfección el entorno que envuelve a Margaret, su personalidad fogosa y, en el fondo su acomplejada personalidad, siendo consciente de que su atractivo y carnalidad provoca una serie de situaciones por ella no deseadas, al tiempo que mantiene un extraño conflicto con su madre que, en el fondo, en el pasado, la precedió en una similar personalidad. La película mostrará una de sus secuencias más aterradoras en ese encuentro nocturno entre la protagonista y su marido, sentados ambos en sus respetivas camas, casi en la oscuridad, mostrándose este remiso a esa petición casi suplicante de pasión que ella necesita, intuyendo en sus primeros contactos con Larry que se puede producir una no deseada historia de amor. Por su parte, la esposa del arquitecto, Eve (Barbara Rush), es alguien más activo en el entorno habitual de su marido –consulta con ella sus decisiones profesionales–, pero lo cierto es que su matrimonio se ha convertido en una relación bien engrasada, pero mecánica.
Así pues, la entraña de Un extraño en mi vida se plantea en esa rápida, y casi irreprimible, relación amorosa. Algo que, a fin de cuentas, aparecerá como un pequeño oasis, ya no tanto de felicidad sino, sobre todo, de última oportunidad, de desahogo emocional, antes de zambullirse de nuevo ambos, en las oscuras aguas de la convención. Todo ello, quedará expuesto en una puesta en escena en estado de gracia, en la que cada movimiento de cámara, cada encuadre, adquiere una extraña fuerza, a modo de caja de resonancia de la dureza del conflicto dramático que muestran sus imágenes. Dichos rasgos, aparecerán en extraordinarias secuencias intimistas –el extraordinario episodio final entre la pareja, instantes antes de cerrar su relación, en la ya construida edificación del escritor; la muy previa del primer encuentro nocturno de ambos en un café, teniendo como fondo esas olas llenas de fuerza–. O, por el contrario, en algunas corales, como ese asombroso episodio de la fiesta en casa de los Coe, una de las más memorables jamás plasmadas ante la pantalla, en la que el peso de la ubicación de los personajes, las miradas o su propio lenguaje corporal define un episodio, en el que, al mismo tiempo, percibiremos una sensación de hastío existencial, de esa nueva clase social, respetable y acomodada.
ELEGANCIA Y SENSIBILIDAD NARRATIVA
Nos encontramos ante una película repleta de matices, de pequeños detalles. De constantes destellos de inspiración, en el que me gustaría resaltar la perfecta evolución que ofrece del personaje de Eve –ayudado por la extraordinaria labor de Barbara Rush–. Sobre todo, en el tercio final del relato, acertando al mostrárnosla rotunda en su desprecio a Fred, cuando este le reconoce esa infidelidad que ella sospechaba, o la terrible secuencia de la insinuación del mezquino personaje que encarna Walter Matthau que, pese a no mostrar, en sí misma, nada extraordinario, reviste una tensión interna casi irrespirable. Todo ello hasta el reencuentro con su marido, arrodillándose y reconociendo que no podría vivir sin él, en un instante realmente conmovedor.
Un extraño en mi vida es una obra casi inagotable. Pero, al mismo tiempo, una muestra de la elegancia y exquisita sensibilidad que brindó Richard Quine, ya definido entonces como uno de los grandes estilistas de su generación, cetro que prolongó hasta mediada la década de los sesenta, aunque en su periodo dorado nunca alcanzara el éxito y el reconocimiento de otros realizadores. Quine se entrega hasta el límite en resaltar esa sensualidad tan carnal de la Novak, en una implicación muy poco frecuente entre director y actriz, hasta el punto de saber extraer de una actriz tan limitada, pero al mismo tiempo de aura tan poderosa, una extraordinaria gama de matices, expresando esa turbulencia que, en el fondo, palpita en su interior. Controlará al límite la tendencia el exceso de Kirk Douglas, permitiendo establecer una química con su pareja tan sensible como explosiva. Tan singular como arrebatadora. Tan a flor de piel como provista de una mirada crítica. La película, es cierto, aparece muy conectada con el cine de su tiempo –no sé por qué, pero ese plano final, en el que Kim Novak, dentro de su coche, vive entre lágrimas el fugaz acoso de uno de los operarios de la obra me recordó aquel de la coetánea Psicosis (Psycho, 1960. Alfred Hitchcock), en la huida en coche de Janet Leigh mientras, de repente, en el cristal delantero, aparece un siniestro policía–. Pero, al mismo tiempo, es singular y atrevida en algunas de sus elecciones formales–ese extraordinario plano, en el que Margaret revela a Fred su leve aventura con un camionero, ubicando su boca en primerísimo plano, a la derecha del encuadre, y a la izquierda, inclinado, el rostro desencajado del arquitecto; esas dos secuencias, insertas en distintos episodios de la película, en las que los dos protagonistas escudriñan en las pertenencias de su amante, valorando la escenografía de las dos acomodadas viviendas–.
Nos encontramos con un melodrama que camina al mismo tiempo con luz corta y luz larga. Con las recetas del melodrama de siempre, a través de una mirada personalísima y actualizada, en torno al género. Y que habla de pasión e infelicidad. De la fugacidad de la felicidad. Con ella, Quine prolongó ese puente establecido en el romanticismo del cine mudo con obras de Murnau, Frank Borzage o King Vidor, retomado por nombres como Leo McCarey y ya, en los 60, en obras de Blake Edwards, Vincente Minnelli o Stanley Donen. Una concepción de la plasmación del sentimiento amoroso, y su propia caducidad, que define todos y cada uno de sus planos, llenos de instantes irrepetibles, de los que me gustaría destacar uno tan estremecedor como fugaz, que define la turbación emocional de la protagonista. En medio de la fiesta, cuando Margaret escudriña en la vivienda de los Coe, de repente aparecerá el hijo pequeño, que se dirigirá a ella, diciéndole. “Qué guapa eres”. La emoción que aparecerá en su rostro mostrará su nostalgia por ocupar ese lugar en la familia del hombre que ama.
Juan Carlos Vizcaíno Martínez
USA, 1960. T.O.: “Strangers When We Meet”. Director: Richard Quine. Productores: Samuel J.Briskin, Leo Jaffe, Richard Quine y Abe Schneider. Guión: Evan Hunter, basado en su novela. Fotografía: Charles Lang, en color. Música: George Duning. Intérpretes: Kirk Douglas, Kim Novak, Ernie Kovacs, Barbara Rush, Walter Matthau, Virginia Bruce, Kent Smith, Helen Gallagher.