THOMAS TRYON El novelista que mató al actor

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Una reciente reedición española de la novela “El otro” a cargo de Impedimenta nos da pie a hablar de su interesantísimo autor: Thomas Tryon (1926-1991), de quien los cinéfilos recordarán su primera etapa como actor bajo el nombre de Tom Tryon y que, una vez retirado del cine, se reveló como un magnífico literato. El otro, de Robert Mulligan, y Fedora, de Billy Wilder, siguen siendo a fecha de hoy las dos únicas películas rodadas para el cine a partir de sendos textos suyos.


Uno de los primeros niño-demonio: El Otro



Dicen voces más o menos fiables que la decisión de Tom Tryon para dedicarse a la escritura le sobrevino después de visionar La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968) de Roman Polanski, verdadero paradigma del cine fantástico de raíz demoníaca e interesante disquisición utero-neurótica tan acorde con la paranoia mental retratada con maestría en la excelente Repulsión (Repulsion, 1965). No obstante, El otro, la novela de Tryon publicada hace casi medio siglo, da un paso adelante en el retrato de una mente desquiciada, y convierte su relato quizás en el primer ejemplo contemporáneo del terror psicológico. Un texto casi olvidado sobre la locura y el horror, que conjuga a partes iguales costumbrismo y demencia. Nada hacía suponer que Tryon acabaría convirtiéndose en autor de culto, gracias precisamente al éxito de El otro y de la posterior adaptación cinematográfica de Robert Mulligan, verdadera rareza oculta entre las sombras de una cinematografía pausada como pocas.

Antes de dedicarse al mundo de la literatura, Tryon era conocido en el mundillo de Hollywood como uno de esos actores apuestos cuyo título de referencia, El cardenal (The Cardinal, 1963) de Otto Preminger, no había servido para dejarlo de encasillar como un intérprete de serie B. De ahí que su paso al mundo del negro sobre blanco fuese visto como una excentricidad más que como una necesidad vital de un autor que, con El otro, demostró las verdaderas posibilidades narrativas a la hora de desglosar los vaivenes y las consecuencias de la confusión mental y la esquizofrenia. Y no obstante (o quizás gracias a ello) la novela de Tryon funciona como un elaborado criptograma, como un puzzle laboriosamente hilvanado en el que cada una de las piezas es imprescindible para la comprensión de un mundo que se mueve como un engranaje entre la objetividad y la subjetividad, entre la verdad y la ilusión, entre la ingenuidad y el horror, y convierte cada párrafo en certera evocación de un mundo luminoso envuelto de tinieblas. Bordeando siempre el exceso de trascendencia, El otro puede entenderse como certero experimento narrativo, verdadero tour de force literario en el que el drama asoma por entre las grietas de un mundo interior plagado de oscuridad, de locura, de asesinato, sin que por ello deje de lado el lado amable del costumbrismo y de la evocación de una infancia feliz; quizás porque esa infancia evocada es la otra cara de un espejo deformante en el que se juegan continuamente las bazas de un subjetivismo atroz, de una mirada perturbada que replantea al lector todo aquello que cree que comprende. La historia de estos dos gemelos unidos por el insondable sueño del recuerdo y de la muerte se hace evidente en toda su crudeza, porque esos asesinatos y mutilaciones (siempre narrados de forma sibilina o críptica) no tienen más razón de ser, no permiten más causalidad que la creada por la mente enferma de un niño inocente. Ahí radica su fuerza, su paseo íntimo por la oscuridad.




El director encargado de llevar esta historia a la gran pantalla fue Robert Mulligan. Sorprende a primera vista la elección de ese cineasta propenso a la evocación, tal y como podemos ver en filmes como Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962) o Verano del 42 (Summer of ’42, 1971), pero no sorprende tanto si nos fijamos en su atención por el detalle, en su íntima convicción de que cada uno de los elementos que conforman una puesta en escena tiene vital importancia en la comprensión de la narración, en la visualización total de una escenografía en la que ningún elemento se filma como sobrante. Uno de los aspectos más interesantes de la novela original de Tryon tiene que ver precisamente con la causalidad del objeto. El dedo mutilado, el anillo, el candado del sótano, la caja de tabaco, la barrica de vino son elementos imprescindibles no solo para el desarrollo dramático de la historia, sino también para su la acción del propio protagonista, aunque en ocasiones echemos de menos cierto atrevimiento alegórico que vaya más allá de su aspecto funcional. En el objeto reside el recuerdo malsano de los dos gemelos protagónicos, y es en el objeto donde comprendemos su terrible secreto, la maldad esquizoide que deambula entre la inocencia demencial y sus actos más oscuros. Es ahí donde Mulligan se encuentra más acertado, y sienta las bases de ese poder objetual que se haría más evidente en El hombre clave (The Nikel Ride, 1974), su posterior película.

La adaptación de Mulligan del texto de Tryon es relevante no tanto por lo estrictamente cinematográfico, sino más bien por la casual biografía del cineasta. Aunque Mulligan nació en Nueva York pasó toda su vida en una pequeña población de Connecticut, precisamente el estado que vio nacer al actor y escritor Tryon. Ambos llegaron al mundo con una diferencia de cuatro meses, y eso se nota en la querencia generacional por un ambiente añejo ambientado en la Gran Depresión y por un costumbrismo voraz que El otro se encarga de subrayar desde las primeras páginas escritas y las primeras imágenes filmadas. Una duda subyace en todo ello, la de si ese costumbrismo se hilvana con el fantastique o si aquel se adueña de la función para narrar los pormenores más tétricos de un mundo de ensueño; es decir, si El otro está filmado como film fantástico o si el género en sí es más bien una excusa argumental apta para plasmar otras obsesiones. Al fin y al cabo, tanto la obra literaria como la película se encargan de retratar las consecuencias de una enfermedad mental, jugando, eso sí, y aunque solo sea tácitamente, con la figura del döppelganger, el otro Yo en el espejo de la realidad, representado en ese hermano muerto que solo parece ver el protagonista. ¿Es eso suficiente para considerar El otro como una historia fantástica? En todo caso existe en las imágenes filmadas un intento de hacer encajar las piezas de este puzzle narrativo que vaya más allá de la anécdota o de la estructura dramática.

En un momento del film (y también de la novela), la abuela de Niles, el niño protagonista, le hace jugar a un extraño juego, consistente en intentar empatizar con un animal, como si Niles formara parte de su espíritu salvaje. La narración literaria es muy críptica en ese pasaje, y permite que la vaguedad permanezca en todo momento en el ánimo del lector. Potencia con ello la extrañeza propia del género. Mulligan no desdeña este pasaje, sino todo lo contrario. Cuando Niles se concentra para introducirse en el alma de un cuervo, Mulligan filma unos planos subjetivos aéreos que parecen querer decir que el muchacho lo ha conseguido, que por unos instantes es un pájaro y que le es posible ver el mundo desde el cielo. De ahí a ocupar el lugar del hermano muerto hay solo un paso, y es ese plano el que presenta la extrañeza en el espectador, la hace evidente, y ensambla el engranaje narrativo sin necesidad de excesivas explicaciones. El fantastique está ahí, sin duda. Aunque solo sea por el acertado uso que hace Mulligan de la ambigüedad del plano.


Una duda subyace en todo ello, la de si ese costumbrismo se hilvana

con el fantastique o si aquel se adueña de la función para

narrar los pormenores más tétricos de un mundo de ensueño



El director juega a fondo la contraposición entre la luz y la sombra, juega en todo momento con el ambiente soleado y casi paradisíaco del pequeño pueblo donde se desarrolla la historia y la tiniebla mental de un niño enfermo, gracias sobre todo al trabajo luminoso del director de fotografía Robert Surtees, que da buena cuenta de esa paradoja visual desde las primeras imágenes del film.  Observamos un paraje boscoso a plena luz del día. La cámara se desplaza en travelling lateral hasta un claro, donde se halla el joven Niles arrodillado, como si estuviera orando, mientras sujeta entre sus manos ese anillo, cuyo origen será posteriormente uno de los misterios a resolver. Se escuchan entonces unos pasos y de forma fugaz el hermano de Niles, Holland, le insta a que le siga en sus correrías. En apenas un par de minutos se plantea esta historia de irrealidades que, pese a su complejidad formal, no cae en la tentación de la abstracción vacía, un recurso que le había dado tan buenos resultados en el muy interesante western La noche de los gigantes (The Stalking Moon, 1968), pero que aquí desdeña por la necesidad imperiosa de que sea la fisicidad la que se adueñe del discurso, de que sea la humanidad del personaje protagonista la que nos desvele los pormenores de su enfermedad y de su relato.

Interesante aunque poco conocida adaptación, El otro se mueve torpemente por los aledaños de un clasicismo narrativo, en un momento histórico de cambios profundos en la elaboración del recetario fantástico de los 70. Superada en espectacularidad un año después por El exorcista (The Exorcist, 1973) de William Friedkin y rematada un poco más tarde por La profecía (The Omen, 1976) de Richard Donner, El otro es (quizás sin saberlo) el primer ejemplo de niño-demonio del cine contemporáneo, aunque sus reflexiones, más empañadas de realidad, no dejen traslucir la fuerza de su mensaje, la belleza oculta que subyace bajo los paradigmas luminosos de la evocación y el sueño.

Jordi Ardid

 

USA, 1972. T.O.: “The Other”. Director y productor: Robert Mulligan. Guión: Thomas Tryon, basado en su novela. Fotografía: Robert Surtees, en color. Música: Jerry Goldsmith. Intérpretes: Uta Hagen, Diana Muldaur, Chris Udvarnoky, Martin Udvarnoky, Norma Connolly, Victor French, Loretta Leversee.


Un mito de cristal: Fedora



Muchos aficionados al cine recuerdan a Tom Tryon, actor norteamericano nacido en Hartford (Connecticut) el 14 de enero de 1926 y fallecido en Los Ángeles, el 4 de septiembre de 1991, a la edad de 65 años, víctima de un cáncer de estómago, veinte años después de haberse retirado del cine. Debutó como intérprete en la televisión a mediados de los años cincuenta y lo hizo en el cine poco después. Empezó a ganarse cierta notoriedad gracias a su intervención en títulos tan variopintos como el film de ciencia ficción de serie B I Married a Monster from Outer Space (Gene Fowler Jr., 1958) –editado en DVD por L’Atelier 13 como Me casé con un monstruo del espacio exterior, y a pesar de su risible título, una película mejor de lo que parece (véase mi crítica en DIRIGIDO POR…, n.º 503 (octubre 2019), sección Cinema Bis–, La historia de Ruth (The Story of Ruth, 1960, Henry Koster) y la famosa superproducción bélica El día más largo (The Longest Day, 1962, Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki); pero sería a raíz de su elección por el realizador Otto Preminger para que fuera el protagonista de El cardenal (The Cardinal, 1963), adaptación de una novela de Henry Morton Robinson, cuando su carrera alcanzaría un relativo punto culminante. Y decimos “relativo” porque la pésima relación personal de Tryon con el tiránico Preminger desanimó notablemente a la joven e incipiente estrella, quien tras ese film rodó otra importante película con el mismo director, Primera victoria (In Harm’s Way, 1965), si bien en un papel secundario, y fue espaciando sus posteriores trabajos como actor, sobre todo para televisión, hasta su retirada definitiva de la profesión a principios de los setenta.

Como digo, muchos cinéfilos recordarán a Tom Tryon, el actor, pero quizá no sean tantos quienes recuerden a Thomas Tryon, el escritor. Puede decirse que en 1971 “moría”, simbólicamente hablando, el actor Tom Tryon, y “nacía”, asimismo metafóricamente, el escritor Thomas Tryon, quien ese año publicaba su primera novela, “El otro”, con un fulminante éxito de crítica y público. A la misma le seguiría “Harvest Home” (1973), que salvo error del que suscribe carece de edición española, y “Lady” (1974), esta sí editada en España por Argos Vergara en 1977; hasta 1995, cuatro años después de su muerte, Tryon publicaría más libros: otras cinco novelas, de nuevo y salvo error inéditas en nuestro país –“Wings of the Morning” (1988), “The Night of the Moonbow” (1989), “In the Fire of Spring” (1991), “The Adventures of Opal and Cupid” (1992) y “Night Magic” (1995)–, y un par de libros de relatos, el también inédito “All That Glitters” (1986) y el que nos interesa destacar aquí: “Crowned Heads” (1976), editado en España por Argos Vergara en 1977 con el título de “Mitos de cristal” y compuesto a su vez por cuatro novellas o cuentos largos, mas un relato corto, la primera de aquéllas “Fedora” –las otras tres se titulan “Lorna”, “Bobbitt” y “Willie”, y el cuento que remata el volumen, “Tiempos difíciles”–, base de la película homónima de Billy Wilder de 1978 que aquí evocamos y que es, hasta la fecha, la última vez que una obra literaria de Tryon ha servido de base para un film. Esto último ocurrió tan solo en otras dos ocasiones: como es notorio, Robert Mulligan adaptó “El otro” en su magnífica película homónima de 1972, y “Harvest Home” dio pie a una miniserie de televisión que goza de cierta reputación: The Dark Secret of Harvest Home (1978), dirigida por Leo Penn (padre de Sean y Chris Penn), y protagonizada por Bette Davis, Donald Pleasence y una joven Rosanna Arquette.



Cuando Billy Wilder se hizo cargo de la adaptación de la novella de Tryon, era perfectamente consciente de que el film, debido a su argumento y a la presencia de William Holden en el principal papel masculino, iba a evocar inmediatamente El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950), pero era algo que le traía sin cuidado. A los numerosos problemas de producción que sufrió la película –la mala relación de Wilder con la actriz protagonista, Marthe Keller, el desfase de presupuesto, las dificultades para lograr un montaje definitivo, lo cual supuso la eliminación de hasta doce minutos– hubo que añadir, posteriormente, la pésima recepción crítica, sobre todo en los Estados Unidos, donde fue masacrada con saña. Todo ello ha contribuido a convertir Fedora en una de las obras malditas de su director. Y si bien es verdad que, en sus líneas generales, se trata de un film fallido, no es menos cierto que tampoco había para tanto, habida cuenta de que el conjunto no está desprovisto de interés.

En este sentido, no cuesta ver en Fedora una película que se puede encuadrar en cierta tendencia, que se hizo patente en otros veteranos realizadores de una generación cercana a la de Wilder y que también habían brillado en la época de lo que se conoce como Hollywood Clásico, los cuales en el ocaso de sus carreras llevaron a cabo sendos “cantos del cisne” desde variadas perspectivas. Dos años antes que Wilder, Vincente Minnelli y Elia Kazan finiquitaban sus carreras con Nina (A Matter of Time, 1976) y El último magnate (The Last Tycoon, 1976), respectivamente; y, otros dos después, Nicholas Ray accedía a filmar su propia agonía, en connivencia con Wim Wenders, en Relámpago sobre el agua (Lightning Over Water, 1980). Eran, asimismo, los años en que otros realizadores más jóvenes fracasaban estrepitosamente en la taquilla con otras evocaciones de ese mismo Hollywood Clásico, como James Ivory, con Fiesta salvaje (Wild Party, 1975); Peter Bogdanovich, por partida doble, con At Long Last Love (1975) y Nickelodeon. Así empezó Hollywood (Nickelodeon, 1976); o los británicos John Schlesinger, con Como plaga de langosta (The Day of the Locust, 1975), y Ken Russell, con Valentino (ídem, 1977).


No resulta descabellado ver en las alteraciones que Wilder y Diamond efectuaron

sobre la trama de Tryon cierto propósito de convertir “Fedora” en una especie de

“deconstrucción” casi brechtiana de los mecanismos narrativos del Viejo Hollywood



Desde este punto de vista, la principal diferencia de Fedora con respecto a los mencionados títulos de Kazan, Ivory, Bogdanovich, Schlesinger y Russell es que se trata de una evocación del Viejo Hollywood hecha con una deliberada renuncia al glamour. Puede que las limitaciones presupuestarias de la película terminaran acentuando este aspecto de una manera no del todo voluntaria por parte de Wilder, pero a pesar de ello llama la atención el estilo seco y casi desnudo con el cual el veterano realizador austríaco hizo frente a un material sobre la decadencia de ese Viejo Hollywood desde una perspectiva, asimismo, “vieja”: hay momentos en que la visión que el film ofrece de la decadencia del Hollywood Clásico y, al mismo tiempo, del propio Wilder acaban siendo indisociables. Hay que señalar, además, que al contrario que la mayoría de películas citadas anteriormente, Fedora no es una película retro; ni siquiera lo es en aquellos momentos en los cuales la acción retrocede en el tiempo para recrear ese Viejo Hollywood Clásico que en ningún momento parece ni viejo ni clásico, sino exactamente lo que Wilder, creo, pretendía que fuera: más que una recreación, una mera representación de un tiempo ya pasado, de algo que no existía ya cuando el realizador hizo este film.

No es de extrañar, en este sentido, que Wilder y su guionista habitual, I.A.L. Diamond, alteraran en parte el argumento de la excelente novella de Tryon, convirtiendo a su protagonista masculino, Barry Detweiller (Holden), en un viejo productor de Hollywood que anda detrás de la antigua estrella de la pantalla Fedora (Marthe Keller) a fin de ofrecerle un guión que podría ser el fulgurante retorno al cine de esta última y, de paso, una última oportunidad de oro para Detweiller de remontar su maltrecha carrera en la así llamada Meca del Cine; un poco, salvando las distancias, lo que le estaba pasando al propio Wilder, que antes de Fedora había firmado una película estupenda que, a pesar de ello, había fracasado en taquilla: Primera plana (The Front Page, 1974), esta sí decididamente cercana al cine retro, o por lo menos mucho más retro que Fedora. Tampoco resulta descabellado ver en las alteraciones que Wilder y Diamond efectuaron sobre la trama de Tryon cierto propósito de convertir Fedora no en el nostálgico monumento al cine del pasado que se pretendió ver en el momento de su estreno (y que, probablemente por eso mismo, frustró tantas expectativas en este sentido), sino más bien una especie de “deconstrucción” casi brechtiana de los mecanismos narrativos del Viejo Hollywood. Salvando las distancias, Fedora jugaría en la carrera de Wilder el papel que jugó la todavía tan lamentablemente incomprendida Family Plot (La trama) (Family Plot, 1976) en la de Alfred Hitchcock, no por casualidad también rodada por esos años, es decir, erigirse en sendos striptease estilísticos de sus autores, una exhibición impúdica y al desnudo de los mecanismos de su propio cine, pero con una gran diferencia: lo que en Hitchcock fue un denso autoanálisis en profundidad, en el Wilder de Fedora era un honesto pero un tanto desolador reconocimiento público de que su cine, fuera del contexto en el cual nació, creció y maduró, ya no daba más de sí.




Esto es lo que convierte a Fedora en una película agónica y un tanto fantasmagórica, y ese sigue siendo, a pesar de sus imperfecciones, su punto fuerte: su abrazo, consciente y casi desesperado, de ciertas convenciones hollywoodienses “clásicas” con la plena conciencia de que no son sino convenciones. Como decía, Wilder y Diamond alteraron sobre todo la estructura del relato original de Tryon, en el cual el protagonista masculino, el citado Barry Detweiler, no es como en el film un productor de cine, sino un periodista y escritor empeñado en escribir un libro sobre la retirada estrella de cine Fedora; el Detweiler de Tryon también es, como el Detweiler de Wilder, un admirador de Fedora, pero mientras que, en la novella, el primero guarda de la segunda un platónico recuerdo de juventud con motivo de un encuentro casual en un museo de París, en la película, el joven Detweiler (Stephen Collins) fue el amante de una noche de la estrella, durante el rodaje de una de las películas de esta última en la cual él trabajaba como ayudante de dirección. Y, así como Tryon construye su relato en torno a la narración en primera persona que Detweiler le hace a una amiga y colega periodista de “la verdad sobre Fedora” poco después del anuncio de la muerte de esta última, y le explica cómo llegó a deducir por sí mismo cuál era el secreto de la misteriosa eterna juventud de la estrella, en cambio Wilder y Diamond desvelan ese secreto a Detweiler, y de paso al espectador, por medio de subrepticios flashbacks que arrancan con motivo de la asistencia de Detweiler al funeral de Fedora.

Dicho de otro modo: lo que en Tryon es una mirada “objetiva” y “periodística”, se convierte para Wilder en un pretexto para una exhibición de narrativa “clásica”, tal y como se entendía en el Viejo Hollywood. Ello explica que esos flashbacks que nos descubren que, en efecto, la auténtica Fedora no es sino la anciana condesa Sobryanski (Hildegard Knef), y que la “Fedora” misteriosamente joven que se acaba de suicidar no era sino su hija Antonia, idéntica a ella, son una especie de simbólico equivalente de lo que, bajo cierto punto de vista, era el cine del Hollywood Clásico: un maravilloso artificio bajo el cual se hallaba una gran mentira. Ni que decir tiene que la muerte de Fedora, el mito, equivale a la muerte de un Hollywood también mítico (o, si se prefiere, mitificado), del mismo modo que Fedora, el film, termina adoptando la forma de un cántico fúnebre sobre una determinada manera de entender el cine y entonado, además, por quien fuera uno de sus máximos valedores. Es ese punto artificioso que flota en muchos momentos de esta extraña película, reforzado por una partitura musical tan “clásica” como excesiva, tan suntuosa como demodé de Miklós Rózsa, o por las no menos fantasmagóricas apariciones especiales de Henry Fonda y Michael York interpretándose a sí mismos, “personajes” añadidos por Wilder y Diamond con respecto al relato de Tryon, lo que otorga –vuelvo a insistir: por encima de sus imperfecciones y titubeos, que los tiene– un valor especial a esta melancólica Fedora, auténtico “final” de la carrera de Billy Wilder a pesar de que, tres años después, filmara otro fantasmagórico intento de reverdecer laureles en formato de comedia-de-viejos-camaradas, titulado Aquí un amigo (Buddy Buddy, 1981).

Tomás Fernández Valentí

 

Francia-República Federal Alemana, 1978. Director y productor: Billy Wilder. Guión: Billy Wilder y I.A.L. Diamond, basado en el relato de Thomas Tryon. Fotografía: Gerry Fisher, en color. Música: Miklós Rózsa. Intérpretes: William Holden, Marthe Keller, Hildegard Knef, José Ferrer, Frances Sternhagen, Mario Adorf, Stephen Collins, Henry Fonda, Michael York.