Las uvas de la ira

en Clásicos/Flashback por

En el polvo del camino

Hace exactamente 80 años, se estrenaba Las uvas de la ira. Obra cumbre de John Ford, y acariciado proyecto de Darryl F. Zanuck, en el seno de la 20th Century Fox, utilizando para ello la mítica novela de John Steinbeck, publicada muy poco tiempo atrás. Ford plasmaría en esta extraordinaria obra su amor por lo más auténtico del pueblo americano. Por sus gentes más humildes. Por la familia… Han pasado ocho décadas, pero la vigencia de este auténtico poema visual sigue inmarchitable.


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Aunque ambientada en las consecuencias de la gran depresión norteamericana –un ámbito que, desgraciadamente, las dolorosas circunstancias que estamos viviendo, y sus previsibles consecuencias económicas, traen de actualidad–, lo cierto es que Las uvas de la ira aparece de perenne vigencia, tanto por la fuerza de su original literario como por la conmovedora validez de su plasmación cinematográfica. Por eso las imágenes comprometidas, sentidas, emotivas, sobrias y casi emanadas de la conciencia y la dignidad de sus personajes, que retrata con cariño John Ford en esta adaptación de la galardonada novela de Steinbeck, resultan tan cercanas como provocadoras para todos nosotros. Hombres y mujeres que vivimos en una sociedad del bienestar y apenas recordamos cómo décadas atrás, de una u otra manera, todos los grandes pueblos del mundo occidental sufrieron periodos de crisis, carencias, limitaciones y privaciones, y gracias al coraje de nuestros antepasados y al esfuerzo común se logró llegar a ese aparente confort que también apunta fisuras por medio de inquietantes presagios. Puede que en la encrucijada que vivimos pueda servirnos de referente este acariciado proyecto del gran Darryl F. Zanuck, en mi opinión, el más valioso e inteligente tycoon que anidó en Hollywood, y del que el propio Ford siempre destacó su profundo conocimiento de la entraña del hecho cinematográfico.




Pocas películas como esta –ya digámoslo– obra maestra del cine social, del cine norteamericano, del cine a secas, mantienen esa aureola perturbadora en sus imágenes. Una inquietud que se transmite ya desde sus primeros compases, describiendo el caminar de su protagonista Tom Joad (un joven Henry Fonda, creando uno de los iconos más memorables del cine americano), discurriendo por unas polvorientas carreteras, en búsqueda de transporte para llegar al hogar de su familia, ubicada en una granja de Oklahoma. Joad ha cumplido cuatro de los siete años por los que fue condenado al matar en una pelea a un individuo en defensa propia. El contraste del medio rural y la llegada del progreso es ya una clave que se manifestará en diversas ocasiones de la película, provocando bajo mi punto de vista, de manera muy sutil, algunos de sus momentos más conmovedores. Muy pronto, con la llegada a la que fue su granja familiar, se dará de la mano la presencia de lo fantasmagórico, y el recuerdo de algo que fue su modo de vida. La contrastada, expresionista y muy oscura iluminación de Gregg Toland, resalta de forma admirable ese conglomerado de evocación y sensaciones. En ocasiones, la presencia del polvo, del viento que azota las hojas de los árboles o las propias tinieblas, ejercen su incidencia en ese aire de decadencia, de tiempo ya pasado e irrecuperable que transmiten las imágenes de la antigua granja ya abandonada, teniendo como contrapunto del relato, la presencia del alucinado Muley (John Qualen), que prácticamente ha perdido su sentido de la realidad, pero que permitirá relatar a Joad –y con él, al espectador, por medio de unos breves flashbacks– las circunstancias que posibilitaron desalojar de vida un territorio trabajado, raíz de varias generaciones de granjeros. En ese mismo terreno, polvoriento y deshabitado, nuestro protagonista logrará la amistad y la compañía de Casy (John Carradine), un extraño personaje, que ejerció como predicador en el pasado y ha perdido la fe contemplando y viviendo la realidad que le rodea.

UNA CONMOVEDORA “ROAD MOVIE”

Ambos acudirán a la casa de los abuelos de Tom, en donde está concentrada toda su familia, a punto de partir hacia California. Allí se iniciará para nuestro protagonista el proceso de emigración, que les llevará a él y a los suyos a recorrer con enormes dificultades numerosos estados del país, sufriendo la penuria y, en buena medida, el anacronismo que las gentes del campo ofrecen a ese nuevo norteamericano urbano que empieza a proliferar en sus contornos. Ford narra ese éxodo con la fuerza, serenidad y aliento poético de sus westerns más característicos. Y es que en este caso nos encontramos –al igual que en las muestras del género que le hicieron más popular–, con un retazo, aquí contemporáneo, de la historia de un país del que se erigió –y en este creo que no cabe duda alguna en admitirlo– como su más profundo poeta cinematográfico. Este largo fragmento que discurre como una road movie muestra momentos casi dolorosos –como la muerte de la abuela de los Joad que ha de disimular ma (una inconmensurable Jane Darwell, dando vida al que ha quedado como prototipo de la madre fordiana), para que los vigilantes que detienen el desvencijado vehículo no ordenen que finalice el viaje, o la brusca interrupción que unos lugareños hacen a la caravana de los Joad para impedir que se introduzcan en su territorio como trabajadores, ya que entre ellos sobra la mano de obra–. En su conjunto, Las uvas de la ira nos muestra de forma directa y al mismo tiempo delicada la complejidad de la evolución del pueblo americano ante la necesaria y al mismo tiempo convulsa situación que se produce, con la ya mencionada gran depresión, fundamentalmente centrada en ese mundo rural al que esta crisis acogió en toda su debilidad. Pero al mismo tiempo, esta adaptación de la emblemática novela de Steinbeck penetra más allá de esa circunstancia histórica e incide en la crisis de la familia, al tiempo que valora la fuerza que la misma tuvo en la historia norteamericana, especialmente en ese matriarcado que, ciertamente, constituyó su principal valedor.


Esta adaptación de la emblemática novela de Steinbeck penetra más allá

de sus circunstancias históricas e incide en la crisis de la familia,

al tiempo que valora la fuerza que la misma tuvo en la historia norteamericana



La obra de Ford se erige como una crónica épica y cercana al mismo tiempo. No deja de introducir algunas notas de su ya acostumbrado sentido del humor, pero cierto es que, en esta ocasión, está mucho más mitigado que en buena parte de sus films. No tanto por el hecho de resultar este un producto “de prestigio” de la Fox, sino por la especial implicación que el maestro americano aplica en la narración de este auténtico poema contemporáneo. Una crónica evidentemente pesimista, pero en la que no faltan momentos para la esperanza, centrados fundamentalmente en la fuerza del individuo –tal y como resalta su grandiosa conclusión– y la operatividad de determinados elementos reformistas –ese campamento que se mostrará para los Joad como un auténtico oasis de dignidad para vivir–. Cierto es que quizá consciente de la deliberada gravedad del tono adoptado en este caso, Ford filmara poco después una relativa continuidad de la película en la excelente –y esta sí, divertida– La ruta del tabaco (Tobacco Road, 1941).

TODO UN CANTO SOCIAL

En cualquier caso, con la solemnidad que articula con absoluta inspiración esta crónica nacida del alma americana, es evidente que Ford acierta a una apelación social, siendo primordialmente humanista. Logra plasmar un drama colectivo atendiendo a la intimidad, al gesto, a la compenetración y la convivencia de una familia que, en sus contradicciones y su inquebrantable unidad, representa el sentir medio del mundo rural. Las uvas de la ira es una obra maestra de la que se ha hablado tanto, que quizá ante ella la única vía posible para la implicación del espectador es dejarse llevar por esa odisea narrada por el maestro norteamericano, en la que tiene tanta importancia el sentir del viento, la fuerza de las inclemencias del tiempo o la imagen del polvo del camino, y que constituye no solo una de las obras cumbres de su realizador, sino una de las mas indiscutibles, sinceras y hondas meditaciones sociales que el cine ha recogido a lo largo de su historia.



Nos encontramos ante una película llena de momentos e instantes inolvidables, pero de la que me gustaría retener dos, quizá no muy comentados, pero que a mi juicio revelan esa innata humanidad que Ford sabía expresar en su narrativa y que, en este caso concreto, hablan mucho de la nobleza del pueblo norteamericano, y el contraste de un mundo rural, lleno de privaciones, y ese urbano que aparecerá en la antesala del american way of life. Me estoy refiriendo, en primer lugar, al momento en que pa Joad entra con sus nietos a un café de carretera para comprar diez centavos de pan. Inicialmente, los camareros y clientes se muestran esquivos, pero, en el último momento una de las operarias demuestra su sensibilidad con el anciano, disimulando su actitud para que la dignidad del viejo no sufra ningún quebranto. Mas adelante, cuando la caravana de los Joad llega a ese inesperado campamento que les ofrecerá una serie de necesidades para ellos casi vedadas, advertiremos la emoción de Tom cuando su responsable le menciona la existencia del algo tan simple como el agua corriente. Será en ese momento cuando este –maravillosa expresión de Fonda– le comentará a modo de confesión, que permanecerán en dicho recinto, ya que a su madre “hace tiempo que no la llaman señora” –aludiendo al trato que dicho responsable ha brindado a la matriarca de los Joad–.

Juan Carlos Vizcaíno Martínez


USA, 1940. T.O.: “The Grapes of Wrath”. Director: John Ford. Productor: Darryl F. Zanuck.  Guión: Nunnally Johnson, basado en la novela de John Steinbeck. Fotografía: Gregg Toland, en blanco y negro. Música: Alfred Newman (no acreditado). Intérpretes: Henry Fonda, Jane Darwell, John Carradine, Charley Grapewin, Dorris Bowdon, Russell Simpson, O.Z. Whitehead, John Qualen.