El legado del vampiro
Divisa acaba de editar en formato Blu-ray Las novias de Drácula, una de las mejores y más célebres películas de terror gótico realizadas para la productora Hammer Films por el realizador británico Terence Fisher, protagonizada (al igual que Drácula, la anterior entrega de la serie de Hammer dedicada al rey de los vampiros) por Peter Cushing, en el papel de Van Helsing.
Usando una terminología moderna, Las novias de Drácula (The Brides of Dracula, 1960) no sería una secuela de Drácula (Dracula, 1958, Terence Fisher), sino lo que ahora se denomina un spin-off, es decir, una derivación argumental de la película seminal, por más que en sus primeras escenas, mientras la cámara de Fisher recorre un bosque tenebroso de árboles de ramas retorcidas y cubierto por un ligero manto de niebla, una voz en off nos recuerda brevemente que el conde Drácula murió –en el clímax de la anterior película de serie–, pero que su legado terrorífico sigue vivo. Las novias de Drácula, escrita, al igual que el primer Drácula de Hammer Films, por Jimmy Sangster, si bien en esta ocasión firma el guión junto con Peter Bryan y Edward Percy –un libreto abundantemente reescrito que, además, sufrió cambios por parte del propio Fisher e incluso del actor Peter Cushing durante el rodaje–, incide en un aspecto que posteriores aportaciones de Hammer al personaje creado por Bram Stoker no harían sino profundizar: lo que el vampiro y el vampirismo tienen de simbólica vulneración de los códigos de lo que se conoce como familia y sociedad tradicionales, y de qué manera Drácula y su «familia» –los vampiros que él mismo va creando a partir de sus víctimas– vienen a erigirse en un modelo familiar y social alternativo.
Desde el principio del relato y hasta su virulenta conclusión, puede verse y entenderse Las novias de Drácula como esa visión alternativa de lo familiar y social que recurre a la perversión de determinadas convenciones de la novela romántica decimonónica e, incluso, del cuento de hadas, para mostrar en segundo término, pero no por ello de forma menos relevante, una sutil parodia hecha con sorna de numerosos estereotipos de clase social. El arranque de su trama argumental ya parece, de hecho, una mezcla de esas convenciones de la literatura romántica y el cuento de hadas. Una «damisela-en-apuros» en-potencia, la joven francesa Marianne Danielle (Yvonne Monlaur), viaja sola en una diligencia conducida con un exceso de celo por un conductor que cubre su rostro con un sombrero y una bufanda (en lo que puede verse un guiño a esa famosa escena de la novela de Stoker en la que Jonathan Harker es conducido hacia el castillo de Drácula por un misterioso conductor que no es otro que el propio conde vampiro). Tras una serie de diversas y misteriosas vicisitudes –entre ellas, una parada en una posada cuyos habitantes viven aterrorizados bajo el peso de la superstición, poco más o menos como en los primeros capítulos de «Drácula»–, Marianne va a parar a un escenario indiscutiblemente gótico, el castillo de la baronesa Meinster (la extraordinaria Martita Hunt), donde se enamora, inocentemente, estúpidamente, del apuesto hijo de la baronesa, el barón Meinster (David Peel), un «príncipe azul» que en realidad es ¡un vampiro! Más adelante, y tras haber sido rescatada por Van Helsing (Peter Cushing), Marianne llega, finalmente, al final de su viaje: una escuela para señoritas donde ha sido contratada como maestra, y en la que rige un hipócrita código moral y ético: tanto las jóvenes residentes como sus maestras tienen prohibida la «visita de hombres» mientras vivan en el recinto, pero esa prohibición se viene abajo tan pronto como el hombre que allí se presenta hace gala del adecuado aire de respetabilidad: bien sea Van Helsing, cuando escolta a Marianne hasta la escuela sana y salva, y más tarde el mismísimo barón Meinster, de la cual Marianne sigue enamorada, y con el cual los rígidos administradores de la escuela, el matrimonio Lang (Henry Oscar y Mona Washbourne), hacen una excepción, consintiendo sus visitas a Marianne, dada su elevada categoría social y por el hecho, nada despreciable, de ser el dueño de los terrenos sobre los cuales se edifica la escuela…
Al igual que Drácula, Las novias de Drácula acumula turbulentassugerencias sobre la sexualidad del vampiro que vienena perturbar desde su raíz la hipócrita moral victoriana |
EL TERROR COMO SUBVERSIÓN
Al igual que Drácula, Las novias de Drácula acumula turbulentas sugerencias sobre la sexualidad del vampiro que vienen a perturbar desde su raíz la hipócrita moral victoriana. Basta un vistazo de Marianne sobre el barón Meinster desde el balcón de su dormitorio en el castillo por parte de la primera para que esta se enamore de inmediato del vampiro (¿puede verse en ello una inversión, asimismo pervertida, de la famosa escena del balcón del «Romeo y Julieta» de William Shakespeare?). El barón tiene un tobillo atado a una cadena de oro, que le contiene (una cadena será, precisamente, el arma que improvisará para intentar matar con ella a Van Helsing en el molino), y le implora a Marianne que le ayude a liberarse consiguiendo la llave de la argolla que esconde la baronesa: cadena y llave son, asimismo, símbolos de represión y liberación sexual desde el punto de vista de determinada imaginería. En una escena memorable, Van Helsing irrumpe en el castillo de los Meinster, y una vez allí descubre a la baronesa, convertida en vampiro por el mordisco de su propio hijo, en un gesto de evidentes connotaciones incestuosas (es extraordinario ese momento en que la baronesa, avergonzada de su nueva condición de vampiresa, esconde sus colmillos tras su velo con el mismo pudor con que escondería su desnudez). Ya en la residencia para señoritas, Gina (Andree Melly), la compañera de habitación de Marianne, suspira con mal disimulada envidia ante el hecho de que un noble como el barón se haya prometido en matrimonio con la protagonista femenina (sic), en una actitud un tanto ambigua: ¿suspira, como dice, porque ella también quiere hallar algún día a un prometido tan apuesto como el barón…, o porque va a perder a una compañera de dormitorio tan bella como Marianne?
Más tarde, Gina no tardará en conocer la verdadera naturaleza, diabólica y sexual, del barón Meinster, tan pronto se convierta en víctima de sus colmillos y, una vez transformada en vampiresa, intente morder a Marianne, en un gesto claramente lésbico, a la vez que insinúa la posibilidad de que ella, Marianne y el barón acaben protagonizando un trío amoroso para toda la eternidad. La sugerencia lésbica flota, asimismo, en todo lo que atañe a Greta (Freda Jackson), la fiel criada de la baronesa, en realidad cómplice de los juegos perversos del barón, o a la pareja de vampiresas que forman Gina y la muchacha del pueblo (Marie Devereux), ambas vestidas con similares ropas blancas con las cuales han sido introducidas en sus ataúdes antes de resucitar a la no-vida. No falta siquiera la sugerencia homosexual que, como comenta el amigo Joaquín Vallet Rodrigo en su libro sobre Fisher, ya se encontraba presente en Drácula (1): el barón Meinster consigue lo que no logró el mismísimo príncipe de las tinieblas, morder a Van Helsing en el cuello y beber su sangre (ergo, penetrarlo con sus colmillos); tras recuperar el conocimiento, Van Helsing recurrirá a un gesto masoquista para purificarse: quemar esa mordedura con un hierro al rojo vivo y regar la herida con agua bendita.
José María Latorre, gran estudioso del cine de Fisher, ya reveló en numerosas ocasiones muchos de los grandes momentos de puesta en escena de esta bellísima Las novias de Drácula, entre ellos el travelling lateral que muestra a Van Helsing acercándose sigilosamente al cementerio, donde presenciará, escondido, la resurrección a la no-vida de la joven del pueblo animada por la enloquecida Greta (un movimiento de cámara aparentemente funcional, siguiendo los movimientos de Van Helsing, pero en realidad antinatural, mágico, en cuanto parece más bien el punto de vista subjetivo de un ser fantástico espiando al intrépido cazador de vampiros); la concepción dinámica del plano, tan característica de Fisher, en ese momento en que el realizador construye un encuadre con Van Helsing, en primer término, intentando atrapar el crucifijo protector que está a punto de caer por un agujero en el suelo de madera del molino, mientras, al fondo del encuadre, vemos, amenazador, al barón Meinster; o el clímax de la función, con Van Helsing destruyendo al barón usando la sombra en forma de cruz que forman las aspas del molino iluminadas a la luz de la luna, una idea delirante pero que, gracias a la convicción del realizador y del gran Peter Cushing, funciona magníficamente (2).
Tomás Fernández Valentí
(1) «Terence Fisher». Cátedra. Madrid, 2013. Colección Signo e Imagen/ Cineastas n.º 96.
(2) Es famosa la anécdota según la cual las primeras versiones del guión tenían previsto que el film concluyera con el barón Meinster siendo destrozado por una bandada de murciélagos, pero, ante las dificultades técnicas que presentaba dicha escena –y puede que también bajo la influencia de Peter Cushing, que veía en este final mágico un carácter extravagante que chocaba con la naturaleza del personaje de Van Helsing–, la misma fue suprimida, si bien se recuperaría en parte para el clímax de la interesante The Kiss of the Vampire (Don Sharp, 1963; véase mi comentario en DIRIGIDO POR…, n.º 440, enero 2014).
Reino Unido, 1960. T.O.: «The Brides of Dracula». Director: Terence Fisher. Intérpretes: Peter Cushing, Yvonne Monlaur, David Peel, Martita Hunt, Freda Jackson, Andree Melly. EDITADO POR DIVISA