Fellini Satiricón

en Clásicos/El film reencontrado por
 

[Nota previa: El presente artículo es una combinación de un texto mío, y revisado, que se publicó originalmente en DIRIGIDO POR…, núm. 390 (junio 2009), dentro del artículo titulado Los viajes fantásticos de Fellini, y del texto de José María Latorre La aventura de la romanidad, dedicado asimismo a Fellini Satiricón y publicado en su libro «La vuelta al mundo en 80 aventuras» (Libros Dirigido Por, Serie Mayor, núm. 7. 1995), concebido así a modo de «diálogo» con Latorre, cuyo texto se destaca en cursiva.]



El viaje fantástico que propone Fellini Satiricón (Fellini Satyricon, 1969), la personalísima lectura llevada a cabo por Federico Fellini de la obra de Petronio, empieza y termina de manera simétrica. Al principio del relato, el joven Encolpio (Martin Potter) declama en voz alta su malestar contra sus dos amantes, su amigo Ascilto (Hiram Keller) y su joven esclavo, el efebo Gitone (Max Born), porque le han traicionado, riéndose de él a sus espaldas; el reproche de Encolpio tiene lugar en un escenario singular, unas termas romanas cuya extraña arquitectura parece guardar a la vez ecos de los decorados del expresionismo alemán y de los paisajes cúbicos del pintor Giorgio De Chirico. Uno de los mayores atractivos de este film inimitable radica en la diversidad de criterios con que puede ser visto y entendido: como cine de autor es una prolongación (y ampliación) de los logros obtenidos por Fellini en su anterior film, “Toby Dammit” (1968); también interesa si es visto como adaptación literaria (de un clásico) a cargo de un realizador nada aficionado a las adaptaciones (…); y si resulta fascinante como film de ciencia ficción, no es menos atractivo visto como un film de aventuras.

Pero sigamos concretando: antes de que oigamos a Encolpio profiriendo sus reproches contra sus amantes, la cámara recorre un muro de las termas manchado con toscos dibujos y ásperas inscripciones que hacen pensar en una especie de primitivo grafiti; frente a ese mismo muro, Encolpio empieza su airada digresión. He mencionado que hay una simetría entre el principio y el final del film, que se cierra precisamente con otros muros, o mejor dicho, los restos de unos murales donde aparecen reproducidos, en vivos colores, Encolpio y el resto de los principales personajes que han ido asomando sus fantasmagóricas presencias a lo largo de un relato marcado, entre otras muchas cosas, por una poderosísima estética, visual y musical, fruto sobre todo del sentido inferido por Fellini a todos los elementos plásticos y sonoros por medio de una puesta en escena que convierte este paseo por los mundos urdidos por Petronio en una inesperada odisea a un planeta de otra galaxia. “Fellini Satiricón” se abre con unas imágenes negras y un espacio cerrado, y se cierra con unas imágenes luminosas y un espacio abierto (lo que podría entenderse como una inversión de la figura del viaje romántico, de la luz a la tiniebla) (…) Ese continuo recurrir a la difuminación de decorados y cuerpos, sumiendo los encuadres en una noche ciega, desemboca en una pirueta formal que no tiene nada de caprichosa: los personajes se convierten en historia, en fragmentos de un pasado al que nadie, ni el propio realizador, tiene posibilidad de acceso. Esa renuncia es una de las más hermosas confesiones fellinianas: todo cuanto se ha visto es fruto de la fantasmagoría, de la pirueta de un ilusionista para dar vida a unos seres adheridos al pasado y que ahí quedan, convertidos en piedra, gracias a la terrible mirada del autor y sus cómplices.




VISITA AL PLANETA ROMANIDAD

No descubro nada cuando afirmo que Fellini Satiricón es una especie de película de ciencia ficción con elementos de «romanidad». Es sabido que a Federico Fellini le gustaba decir, a propósito de su versión del “Satiricón” de Petronio, “Fellini Satiricón”, que había rodado un film de ciencia ficción, en el sentido de que constituía “un viaje a lo desconocido, un viaje a un planeta llamado Romanidad”. La refinada escenografía de la película, que rehúye cualquier intento de reconstrucción histórica de la Roma Antigua donde se supone transcurre la acción, en beneficio de una reconstrucción imaginaria, traslada al espectador a unos paisajes más propios del género de la ciencia ficción. En la secuencia en la que Encolpio visita un museo en compañía del poeta y filósofo Eumolpo (Salvo Randone), el decorado de la sala de arte tiene un diseño prácticamente contemporáneo; mientras ambos personajes conversan sobre la triste posibilidad de que el arte acabe desapareciendo en el futuro, a sus espaldas, casi mágicamente, vemos pasar a través de un enorme ventanal una especie de rudimentario «tren» formado por una plataforma de madera llena de silenciosos pasajeros (¿acaso un apunte sobre cuál será en el futuro, esto es nuestro presente, la actitud de la humanidad frente al arte «antiguo»?: fría, distante, como de pasada mientras se coge el transporte público camino del trabajo). Más adelante, Encolpio y Eumolpo asisten a dos fiestas dadas por el rico Trimalción (Mario Romagnoli); la primera de ellas tiene lugar en un espacio al aire libre donde esclavos desnudos chapotean en un estanque para solaz de sus amos, mientras estos últimos están cómodamente instalados en una especie de cabinas individuales cuyo diseño hace pensar, en combinación con el carácter irreal del paisaje recreado en estudio, en el famoso monolito de 2001: Una odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968 Stanley Kubrick). La segunda fiesta, más bien una continuación de la anterior, se sitúa en la mansión de Trimalción, y en ella tiene lugar una de las secuencias más largas y célebres del film: un impresionante carrusel de inquietantes personajes, masculinos, femeninos y andróginos maquillados, peinados y vestidos con luminosos colores que paradójicamente los hacen parecer más tenebrosos, y que concluye con una poderosa imagen que, en cierto sentido, resume el carácter depravado de la reunión: ese gigantesco horno de la cocina donde se asa la carne, que parece una entrada al Infierno.


No descubro nada cuando afirmo que Fellini Satiricón es una especie

de película de ciencia ficción con elementos de «romanidad»



“Fellini Satiricón” es un film de estructura discontinua que, sin embargo, narra una aventura lineal: la que vive Encolpio siguiendo los pasos de su amigo Ascilto y el efebo Gitone a través de un paisaje que parece nacer y morir en cada nueva secuencia. Estas concluyen a menudo con un fundido en negro que comienza con la dilución del decorado y prosigue borrando del encuadre los rostros y los cuerpos: con esto se crea una extraña sensación de vacío y se acentúa la impresión de que todo lo que Encolpio va dejando atrás deja de existir en el momento en que el personaje deja de mirarlo. [El subrayado es de Latorre.]

Naturalmente, el carácter fantástico de la «romanidad» según Fellini no se infiere únicamente de las texturas y colores diseñados por Danilo Donati y fotografiados por Giuseppe Rotunno o del carácter atonal de la partitura de Nino Rota (por maravillosas que sean, claro está, las aportaciones de todos y cada uno de ellos al conjunto), sino sobre todo del sentimiento de extrañeza que generan la conducta y el carácter de los personajes, cuyas vicisitudes están en gran medida vehiculadas sobre sus inclinaciones sexuales. El tratamiento del sexo, en la frontera misma del surrealismo, contribuye sobremanera a la creación de inagotables espacios imaginarios en los cuales hasta el impulso sexual consigue parecer diferente; véanse: la secuencia del burdel, en la cual por medio de la cámara subjetiva y el travelling lateral vamos descubriendo fragmentos de las más exóticas actividades sexuales (1); los bellos fundidos en negro que subliman los abrazos amorosos de Encolpio y Gitone; la boda de Encolpio con Lica (Alain Cuny), con este vestido de mujer, a bordo de su barco; el trío amoroso que forman Encolpio y Ascilto con una hermosa esclava negra (Hylette Adolphe) cuyo misterioso lenguaje resulta tanto o más erótico que su cuerpo desnudo; la dama enloquecida y presa de una irresistible ninfomanía (Sibilla Sedat) que es transportada al templo del hermafrodita en el interior de un carromato, atada de pies y manos, presta para ser usada carnalmente; el desastroso coito al cual es empujado Encolpio, tras su lucha con el minotauro (George Eastman), en presencia del procónsul (Marcello Di Falco) y sus invitados; el extraño lecho donde Ascilto y las prostitutas se columpian en el burdel del desierto; la visualización del cuento del hechicero que robó el fuego del pueblo y cómo se lo devolvió indicándoles que podían recuperarlo gracias al calor corporal que desprende la entrepierna de Enotea (Donyale Luna); el coito de Encolpio con una rotunda mujer cuya exuberante feminidad evoca algunas representaciones primitivas de la Madre Tierra, seguido de la imagen de ese paisaje donde Encolpio reflexiona sobre la conclusión de su viaje iniciático junto a un fálico monumento.



UNA ODISEA ITINERANTE

Fellini Satyricon está construida a modo de odisea itinerante e intuitiva, sin rumbo fijo, pero que no se olvida de recordarnos el carácter poético de la búsqueda de la plenitud que emprende Encolpio y, junto a él, el espectador, en pos del amado Gitone; un viaje en el que las experiencias se van acumulando, en ocasiones, sin que ni siquiera sea Encolpio el principal receptor de aquéllas. Precisamente el que posiblemente sea no ya el más hermoso fragmento del film sino incluso uno de los más logrados de toda la obra de Fellini, la extraordinaria secuencia del noble romano (Joseph Wheeler) y su esposa (Lucia Bosé) que se quitan la vida tras haber dado la libertad a sus esclavos, demuestra no solo que su autor merece ser recordado como uno de los más grandes estilistas que ha tenido nunca el arte del cinematógrafo, sino que además nos recuerda que el sentido de Fellini Satiricón (si es que de «sentido», en su acepción más racional, puede hablarse) reside en sus cualidades intrínsecas. Encolpio no es aquí testigo de excepción de la patética tragedia de los nobles suicidas, sino que llega posteriormente a su mansión cuando la misma ya se ha consumado; asimismo, la película no pretende imponer un único punto de vista (el de Encolpio), sino proponerle al espectador, a través del viaje físico del personaje que sirve como hilo conductor, una suerte de viaje mental en el que cualquier cosa es posible y ninguna puerta está cerrada por completo.

Pero, a poco que se mire con atención, “Fellini Satiricón” muestra una profunda unidad sin que, por ello, su narrativa resulte menos audaz. Incluso los dos episodios que parecen más furtivos (el suicidio de los patricios; Encolpio haciendo frente al Minotauro en el laberinto) son absolutamente coherentes. Si el episodio de la villa de los suicidas es una especie de remanso dentro del alucinado y alucinante flujo de imágenes (…), o como un exorcismo felliniano al temor de ese horror vacui del que fue acusado por su excelente e incomprendido ballet fantástico “Julieta de los espíritus” (Giulietta degli spiriti, 1965) lo cierto es que su inclusión no puede ser más lógica si se tiene en cuenta la violencia de las imágenes precedentes (la muerte del César, el avance triunfal de las tropas del nuevo César en un lúgubre festival apoyado sobre los ritmos bárbaros de la música de Rota): una situación que dos seres sensibles son incapaces de afrontar y que reclama a gritos un contrapunto dulce o, al menos, discreto, como así sucede (blancura fotográfica, la noble expresión de los dos personajes, la llama sagrada, colores suaves, la discreción de la música al inicio de la secuencia, el peso del silencio que contrasta con el casi continuo sonido del viento en la columna de sonido de la película). La aparición final de Encolpio y Ascilto en la villa de los suicidas sirve de nexo para que la historia no pierda unidad. [Los subrayados son de Latorre.]


A poco que se mire con atención, Fellini Satiricón muestra una

profunda unidad sin que, por ello, su narrativa resulte menos audaz.



De acuerdo con la idea del viaje, la movilidad es incesante en el film: en la diversidad de decorados, en los continuos movimientos de la cámara, en la profundidad de campo de los encuadres (…) A veces, la descripción es tan intensa que el placer estético se funde con un malestar casi físico (…). Pero, en definitiva, ese es el secreto de esta aventura felliniana: borrar los límites que separan el placer y el dolor, la luz y la oscuridad, el pasado y el presente. Un experimento no-narrativo donde la forma acaba siendo el fondo y el fondo, la forma, de tal manera que no puede entenderse la una sin el otro en el conjunto de una película que destruye, como han conseguido muy pocas a lo largo de la historia del cine, las fronteras entre significante y significado, entre lo que se dice y el cómo se dice; citemos, rápidamente, La bruja vampiro (Vampyr, 1932, Carl Theodor Dreyer), El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961, Alain Resnais) o Persona (ídem, 1966, Ingmar Bergman). Cine elevado a la enésima potencia.

Tomás Fernández Valentí

(1) Secuencia que fue fusilada casi literalmente por Clive Barker en su adaptación de su propia novela «Cabal»: Razas de noche (Nightbreed, 1990); hasta Danny Elfman se permitía aquí imitar a Nino Rota.


Italia, 1969. T.O.: «Fellini Satyricon». Director: Federico Fellini. Productor: Alberto Grimaldi. Guión: Bernardino Zapponi. Federico Fellini y Brunello Rondi, basado en la obra de Petronio. Fotografía: Giuseppe Rotunno, en color. Música: Nino Rota, con temas de Tod Dockstader, Ilhan Mimaroglu y Andrew Rudin. Intérpretes: Martin Potter, Hiram Keller, Max Born, Salvo Randone, Magali Noël, Capucine, Alain Cuny, Lucia Bosé.