El placer

en Clásicos/Flashback por

Sentimientos encontrados bajo un aura de melancolía

La edición por parte de A Contracorriente, de El placer, de Max Ophüls, nos adentra en el universo, revestido de sensibilidad, sentimientos encontrados y melancolía, plasmados en tres historias, adaptadas de sendos relatos de Guy de Maupassant. El placer, el amor, la decadencia, la muerte… Un paseo por el amor y la muerte de la mano de uno de los grandes románticos del cine.


El placer (1952) se encuentra en el último periodo de la obra de Max Ophüls, tras su breve pero magnífica experiencia norteamericana. Todo ello surgirá en medio de un ámbito de producción caracterizado por películas de época, dominadas por su complejidad estilística, aunando la influencia del conjunto de las artes –esencialmente, nos encontramos con adaptaciones literarias–, y brindando en su conjunto una mirada dominada por la melancolía en torno a la condición humana, como si en realidad la enfrentara a la frivolidad de ese mundo moderno en el que se encuentran realizadas, pero que nunca aparecerá en sus imágenes.

Será esta su penúltima obra –tras ella, rodará la extraordinaria Madame de… (1953)–, eligiendo para la ocasión la plasmación de tres relatos del escritor francés Guy de Maupassant, desarrollados todos ellos en el siglo XIX, de parecida duración el primero y el tercero, y de mucha mayor extensión el ubicado en el ecuador de su metraje. Todos ellos se caracterizarán por una construcción abigarrada. En algunos casos, con la incorporación de planos de casi imposible construcción, muy propios de su cine. Sin embargo, por encima de esa personalísima impronta visual –valiosa, aunque, a mi modo de ver, más rotunda en resultados en algunos otros títulos de su obra–, lo cierto es que lo mejor de El placer proviene de la capacidad de Ophüls para transmitir sentimientos y emociones a través de su cine. Sentimientos en ocasiones encontrados, en esas extrañas oposiciones que sabe marcar el conjunto de su obra. Un mundo personalísimo, bañado en la nostalgia por una civilización perdida, que al mismo tiempo no deja de ponerse en cuestión en sus peores vicios, exorcizando nuestras inherentes debilidades y grandezas.



LA MÁSCARA DEL RECUERDO

El primer episodio del film de Ophüls matiza la relación del placer y el amor, adentrándonos en él la voz en off del actor Jean Servais, sirviendo de transmisión de la mirada de Maupassant, y trasladándonos al ámbito de una gran fiesta nocturna de máscaras, celebrada en París, en la que se incorporará un hombre provisto de llamativa y sofisticada máscara, empeñado en destacar dentro del frenesí que discurre en aquella atiborrada sala de baile. Ese empeño por vivir en carne propia la juventud representada en un baile sin fin pronto hará mella en sus posibilidades, sufriendo un desvanecimiento. Hasta entonces, el episodio adquirirá una extraña configuración, entre el ritmo frugal de su recorrido, la densa puesta en escena propuesta por su realizador, y la fantasmagórica presencia de ese hombre con máscara, casi como elemento disonante en el plano. Esa aura fantastique, se acrecentará con el intento casi desesperado del médico (Claude Dauphin) de poder quitarle la misma –en unos instantes angustiosos–, toda una prisión para la ayuda de un hombre que, pronto lo sabremos, se trata de alguien de avanzada edad.

La melancolía por un pasado perdido. La oscuridad de una decadencia. La vida perdida en un oscuro ático de casi ruinosa presencia, en medio de ese alambicado ascenso del atribulado anciano, ayudado por el médico, a través de unas escaleras que parecen no tener fin, y donde este será atendido por su esposa. Una mujer sufrida, tolerante ante la deriva imposible de su marido, que fue grande en el pasado, y se resiste a sufrir la obligada decadencia de todo mortal. Todo ello entre sombras. Entre rincones oscuros. Entre la ausencia de un mundo que fue, y ya no existe para ellos.

Podría decirse que el segundo episodio de El placer –un amplio mediometraje– se erige en sí mismo en una pequeña obra maestra. La mirada crítica a una sociedad hipócrita y puritana, poco a poco, con un extraño giro, dará paso a esa metáfora en torno al placer y la pureza. Nos encontramos en una pequeña localidad, en la que el burdel de madame Tellier (Madeleine Renaud) –en el que nunca penetrará la cámara– ejerce como epicentro de la vida nocturna de esos en apariencia intachables caballeros, que verán alterado su modo de vida, cuando la dueña del establecimiento cierre el mismo por un día, dado que acude a la comunión de la hija de su hermano –Joseph (Jean Gabin)–. Todas sus señoritas, ataviadas con sus mejores galas, acudirán hasta la localidad del acontecimiento, ubicada en plena campiña, violentando con su alegría ese nuevo mundo que visitan, y estableciéndose entre ambos una extraordinaria simbiosis. Todo ello confluirá en los instantes más memorables del film de Ophüls, con la plasmación de un extraño estado de ascesis, vivido en primera persona por las muchachas que se internan en el caserón de la familia de Joseph, en donde asumirán la extraña y casi aterradora sensación de percibir el silencio.


Un mundo personalísimo, bañado en la nostalgia por una civilización perdida,

que al mismo tiempo no deja de ponerse en cuestión en sus peores vicios,

exorcizando nuestras inherentes debilidades y grandezas.




COMUNIÓN Y TRANSFORMACIÓN

A la mañana siguiente, se celebrará la primera comunión de todos los niños del entorno. Ello quedará descrito en la plasmación del oficio religioso en el interior de la parroquia, en el que será uno de los episodios más memorables de la obra del cineasta alemán, transmitiendo a través de su recargada narrativa esa comunión interior de los asistentes, contagiándose todos ellos de las lágrimas que derraman todas las jóvenes muchachas del burdel, en especial, la muy sensible Rosa (Danielle Darrieux). Un sentimiento místico se extenderá a todos los presentes, para quienes, estoy seguro, el futuro de sus vidas nunca será igual. Las muchachas de Tellier tendrán tras la comida que volver a la ciudad, pero, en medio del camino, no dudarán en bajar del carro en que Joseph les transporta, cogiendo flores del campo, en un último gesto de fusión con ese mundo, que no era el suyo, y que ha transformado su alma. Volverán al burdel. Este se abrirá para sus habituales clientes, aunque, pese a haber transcurrido poco más de un día, la transformación habrá sido total en su interior. Lo cierto es que Max Ophüls utiliza todas sus armas, insertándonos en ocasiones en derroteros casi renoirianos, al transmitirnos ese joie de vivre que se transmite en la llegada de esas mujeres de vida alegre a un mundo que, hasta entonces, les ha sido por completo ajeno. Esa capacidad para trasladar a la pantalla sentimientos universales. Para emocionarnos. Para mostrar, sin tener que subrayarlo, la mezquindad en el comportamiento de esos burgueses lugareños que, si bien en la primera parte del episodio aparecen como seres hipócritas, en los pasajes finales del mismo quedarán descritos en una absoluta irrelevancia.

Después de una historia tan intensa y pródiga en sensaciones, el último segmento de El placer destaca por su brevedad y, también, por lo sombrío de su enunciado. Una vez más, se trasladarán a la pantalla sentimientos contrapuestos, bajo la premisa de tratar en él el placer y la muerte. Será un breve apólogo moral, en el que la pasión y la obsesión se dará de las manos, narrando las terribles consecuencias, y la rápida caducidad que se establecerá en la relación amorosa, marcada entre Jean (Daniel Gelin), un joven pintor, y Joséphine (Simone Simon), una modelo. El sentimiento de unión entre ambos surgirá casi de inmediato, pero, de forma paralela, el deterioro en dicha relación crecerá con la misma celeridad. Será un episodio, descrito en flashback, y bajo la mirada del observador y antiguo amigo de Jean (encarnado por Jean Servais). Todo ello comportará una mirada provista de misantropía, en el que la degradación de los sentimientos aparece plasmada entre marcos donde la plasmación de la expresión artística, sirviendo como contexto a la expresión visual del universo ophülsiano. Y en una película en donde la disposición y estructura de cada uno de sus tres episodios aparece dominada por una pátina diferente, el inicial quedará definido en un sentimiento de decadencia y forzada aceptación, el segundo aparecerá descrito en un contexto de extraño y casi metafísico vitalismo para el alma. En su oposición, la breve pero intensa historia final de esta película culminará con un extraño efecto de shock –que aún sigue impresionando, lo que da idea del impacto que pudo tener en el momento de su estreno–, dejando en sus imágenes finales una dolorosa sensación de negrura existencial.


Podría decirse que el segundo episodio de El placer –un amplio

mediometraje– se erige en sí mismo en una pequeña obra maestra.



Esa fue la arriesgada propuesta del gran cineasta alemán. La de combinar diferentes registros, a partir de la mirada de un escritor eminente, en medio de una sorprendente –y, reconozcámoslo, algo irregular– estructura, para articular un conjunto en el que las emociones, sentimientos y conclusiones se dan cita como en un extraño frenesí, envuelto en una plasmación visual compleja, singular y reconocible. Una apuesta definitoria de un artista de primera magnitud, provista de un considerable margen de valentía. Una inclinación por el trompe l’oeil que, de manera soterrada, se convirtió en una de las marcas de fábrica de los últimos exponentes del cine de Ophüls. Un cine siempre enmarcado en su querido ámbito de la Europa del siglo XIX pero que, bajo sus costuras, además de vislumbrar una mirada penetrante en torno a los claroscuros de la condición humana, sobre todo, tras la vivencia de la II Guerra Mundial, plasmó un mundo lleno de melancolía ante un presente incierto y desconcertante.

Juan Carlos Vizcaíno Martínez


Francia, 1952. T.O.: «Le plaisir». Director: Max Ophüls. Intérpretes: Jean Gabin, Danielle Darrieux, Simone Simon, Claude Dauphin, Madeleine Renaud, Ginette Leclerc, Pierre Brasseur, Jean Servais. EDITADO POR A CONTRACORRIENTE