APOCALIPSIS: EL FIN DEL MUNDO COMO OBRA DE ARTE

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DEL ORIGEN A LA GUERRA FRÍA

Podríamos parafrasear a los antiguos bardos de la antigüedad judeocristiana, como muestra inequívoca de que nuestra tradición (o al menos una parte de ella) tiene como elemento fundamental el fin de los días, el momento culminante en que llegará a término  la civilización tal y como la conocemos. A lo largo de los siglos de historia cultural, nos encontramos con bellas representaciones artísticas de lo que Susan Sontag ha definido como “estética del desastre”1, evocaciones pictóricas del Armagedón en el que se mezclan religiosidad y terror ante lo desconocido, veleidad profética y personal visión de un mundo que debe fenecer. Es difícil olvidar toda esa amalgama lírica, esa visión del fin tan arraigada en las mentes pensantes de generaciones y generaciones de artistas, a la hora de valorar la evolución de ese Apocalipsis por los recovecos de la historia del arte; y no obstante, también es difícil no hacer hincapié en la progresiva secularización de un mundo que con el Siglo de las Luces vería menguada su capacidad para imaginar la hecatombe postrera, esa profecía insertada en el “opio del pueblo” que el racionalismo desdeñó como forma de control social.



No por casualidad, las primeras muestras de cine apocalíptico

las encontramos en los años 30, justo en el instante posterior

de ese jueves negro de 1929 en el que se hundió la bolsa de Nueva York. 


En esa tesitura, el cine nace como paradigma de la evolución científica, como elemento inserto en los logros de la Revolución Industrial, dando sus primeros pasos (tímidos, eso sí) como nueva forma de representación artística, en un tiempo en el que el fin de los días es visto más como metáfora que como realidad futura, soslayando en última instancia su origen en la modernidad. Y no obstante, el nuevo arte no puede desvincularse definitivamente de esa tradición impuesta por los siglos que le antecedieron, quizás porque esa metáfora de la que hablábamos sirve para poner al ser humano frente al espejo de sus contradicciones, una vez que se apropió del mundo y jugó con él como un adolescente que no calibra la fuerza de su ímpetu. En un mundo global, ese planeta se presenta como un cuerpo endeble, y así también nos parece nuestra sociedad de la opulencia, que divagó durante el siglo XX entre los logros de la ciencia y el horror de Auschwitz e Hiroshima, sorteando las paradojas de una sociedad cuya firmeza puede desvanecerse en cualquier momento. No por casualidad, las primeras muestras de cine apocalíptico las encontramos en los años 30, justo en el instante posterior de ese jueves negro de 1929 en el que se hundió la bolsa de Nueva York. En 1931, el famoso cineasta francés Abel Gance dirige y protagoniza La fin du monde2, escrita también junto al astrónomo Camille Flammarion, en el que se narra la llegada inminente de un meteoro que va a destruir la Tierra. A destacar el hecho de que la película se inicia con la representación de la Pasión de Cristo, como búsqueda metafórica del principio y el fin de los tiempos. Su réplica americana la encontraríamos en la poco conocida Deluge (id, Felix E. Feist, 1933), donde un terremoto devastador destruye la costa oeste de los Estados Unidos, y da rienda suelta a una gran marea que amenaza con acabar con el mundo tal y como lo conocemos.

Primeras muestras, eso sí, de un subgénero que daría sus réditos a lo largo de la historia del séptimo arte y que aquí ya denotan la inquietud del final y la pequeñez de nuestra civilización frente a los estragos de la madre Naturaleza, un aspecto este que sería una de las bases del cine apocalíptico y que analizaremos con atención. En todo caso, la década de los años 40 no es pródiga en especulaciones de esa índole, por más que el horror de la II Guerra Mundial y el Holocausto sea lo más cerca que el ser humano haya estado del fin. Será la Guerra Fría la que dé alas a esa especulación que en ocasiones parecerá que tome visos de realidad.


«La hora final», la extraña película apocalíptica de Stanley Kramer.
Arriba: «La fin du monde» de Abel Gance y «Deluge» de Felix E. Feist.

Mucho se ha hablado de la paranoia de ese periodo, edad de oro de la ciencia ficción de serie B, con sus extraterrestres invasores y sus mutaciones atómicas. En esa circunstancia, nada más elocuente que narrar el fin del mundo como si de una historia futura se tratara, tal y como podemos ver en filmes como El día en que la Tierra se incendió (The Day The Earth Caught Fire, Val Guest, 1961), acertada pseudocrónica periodística en el que se explica la forma en que el planeta se desvía de su órbita y se dirige hacia el sol, a causa de dos explosiones atómicas simultáneas de rusos y americanos. En esta ocasión, el británico Val Guest consigue hilvanar una interesante reflexión sobre el papel de la prensa frente a acontecimientos que atañen a la Humanidad, y dota a la historia de un ritmo y una seriedad formal que lo alejan de las burdas especulaciones del periodo. No obstante, el peligro de una conflagración mundial planeaba por entre la reflexión sociológica del momento, en una era de quietud bélica que llevaría a un director como Stanley Kramer a plantear una bella historia de finitud. La hora final (On the Beach, 1959) es el ejemplo claro de ello, contando además con actores de la talla de Gregory Peck, Ava Gardner o Fred Astaire, para plantear una historia de aires apocalípticos, donde un reducto de humanos esperan en Australia la llegada de la radioactividad que ya ha asolado el mundo entero. Con esta excusa argumental, Kramer narra el fin de una época, metáfora de un paraíso perdido que se acerca a su final, y hace hincapié en la evolución de unos personajes que solo esperan el juicio final ante el ocaso y la muerte.

Aunque esta primera época Cold War fuese la más adecuada para plantear holocaustos nucleares, su influencia se dejaría sentir de forma explícita hasta la década de los 80, clímax final de una excusa argumental que daría paso a otras formas expresivas. En este sentido, la muy interesante 70 minutos para morir (Miracle Mile, Steve de Jarnatt, 1988) retoma el tema de la III Guerra Mundial para plantear una historia de amor con notas de humor absurdo, en un filme pequeño y modesto que, sin embargo, es capaz de insertar el tema del Apocalipsis dentro de la cotidianidad sin que por ello se vea menguada su capacidad de reflexión. El fin aparece aquí como acertado mcguffin narrativo que bebe curiosamente de filmes como Jo, qué noche (After Hours, 1985) de Martin Scorsese, en un crescendo dramático que marca el crepúsculo de ese Armagedón conceptual, justo un año antes de la caída del muro de Berlín. Cabe destacar, no obstante, el famoso cortometraje La Jetée (id, 1962) de Chris Marker, bellísima reflexión sobre el tiempo y la memoria, cuya excusa argumental, la de un mundo desolado por la conflagración mundial, sirve al cineasta para hilvanar un discurso poético en el que el pasado y el futuro se entremezclan en un intento desesperado de recuperación de la niñez, y plantea al espectador un viaje por la intimidad de nuestros recuerdos.


«La Jetée» de Chris Marker usa la distopía catastrofista como reflexión sobre la memoria.

En todo caso, el culpable de la situación es el propio ser humano, verdadero adalid de la destrucción y de los males que asolan al mundo. Esta desconfianza en los progresos de la ciencia, heredera de la posmodernidad, la hallamos en la irregular ¿Hacia el fin del mundo? (Crash in the World, Andrew Marton, 1965), en la que unas pruebas nucleares subterráneas provocan una fisura en la corteza terrestre que a punto está de enviar el planeta al garete. Reflexiones explícitas todas ellas de un mundo que puede fenecer a causa de un belicismo desaforado.

LA AMENAZA EXTERIOR

Es digno de mención que las primeras muestras de cine apocalíptico tuvieran en su seno la llegada inminente de un meteoro gigante a punto de hacer volar la Tierra por los aires. El fin de los días aparece así como suceso irrefrenable, como hecho impredecible que permite después sesudas reflexiones sobre nuestra insignificancia. Un ejemplo paradigmático de ello es Meteoro (Meteor, Ronald Neame, 1979), modesta pieza del engranaje catastrofista de los 70, cuyos logros se ciñen al aspecto puramente sociológico. El filme retoma la idea del desastre planetario, y deja entrever un ligero mensaje trasnochado a favor de la paz mundial, en un momento histórico de fuertes convulsiones en al ámbito del fantastique. Mucho se ha hablado ya de la influencia de la crisis del petróleo de 1973 en el estreno de este tipo de cine, en una circunstancia en la que los parabienes de la sociedad de la opulencia empezaban a resquebrajarse. Películas como Aeropuerto 75 (Airport 1975, Jack Smight, 1974) o El coloso en llamas (The Towering Inferno, Jon Guillermin, 1974) responden a esa llamada, y Meteoro no es más que una consecuencia de ese método de producción que, bajo una excusa argumental más bien vana, reunía un plantel de grandes figuras en papeles secundarios.


Tres visiones del meteoro final: «Meteoro», «Deep Impact» y «Armageddon».


Tendremos que esperar a la década de los 90 para retomar esa idea del final catastrófico, aunque en circunstancias históricas y cinematográficas diferentes. Un nuevo milenarismo se adueña de las taquillas ante la llegada inminente del cambio de siglo, con películas como Deep Impact (id, Mimi Leder, 1998) o Armageddon (id, Michael Bay, 1998), que retoman la idea esencial del cine de veinte años atrás con mayores medios a su alcance. En el primer caso, de nuevo hallamos este tipo de planteamiento dramático, basado en una serie de historias cruzadas, que pretende aunar intimismo y gran acontecimiento, y deja al final que los efectos especiales se adueñen de la función. Eso sí, nos permite la especulación (convertida años después en realidad) de ver a un presidente de los Estados Unidos afroamericano, interpretado en esta ocasión por Morgan Freeman. Y en cuanto a Armageddon, la llegada de un meteoro gigante que tiene que caer en la Tierra (y como siempre, justo en los USA) es una simple excusa para la aventurilla sin demasiada reflexión conceptual, propio de un Michael Bay atento a las necesidades de la audiencia (adolescente, a poder ser).

La catástrofe planetaria es, sin embargo, uno de los acicates de la metáfora, provenga de donde provenga. La española Tres días toma prestado ese planteamiento e indaga en las formas cinematográficas del Apocalipsis para narrar una historia de venganzas y de redenciones. El filme se inicia con un argumento inexorable: en el plazo de tan solo tres días la especie humana desaparecerá a causa de la llegada de un meteoro gigante sobre la Tierra. Toda esperanza es vana, toda posibilidad de salvación es inútil; y no obstante la historia se desmarca de un nihilismo fácil y aborda la narración como si de un thriller se tratara, con un protagonista que pretende salvar la vida de unos niños frente a la amenaza de un convicto fugado de la cárcel que solo busca venganza. Bajo presupuesto para una propuesta arriesgada que, pese a sus limitaciones, se presenta como un intento de renovación del subgénero. Una renovación que consigue del todo Lars von Trier con su excelente Melancolía (Melancholia, 2011), arriesgada propuesta lírica que conjuga de forma admirable catastrofismo y cine de autor de altos vuelos, sin que ambas partes de la ecuación chirríen. Con Melancolía, el cineasta danés se permite el lujo de ahondar en los recovecos de las relaciones humanas, a través de la visión de dos hermanas con diferente actitud frente a la muerte inminente, en el instante en que un planeta está a punto de colisionar contra la Tierra. Con este filme, se demuestra la capacidad del cine para imaginar y para narrar la verdad a través de una mentira, y convierte cualquier excusa argumental en válida para indagar en lo que somos y en lo que perdemos, convirtiendo la destrucción en verdadera obra de arte.


Con Melancolía, el cineasta danés se permite el lujo de ahondar

en los recovecos de las relaciones humanas, a través de la visión de

dos hermanas con diferente actitud frente a la muerte inminente



Intentos los ha habido anteriormente, esa intencionalidad primigenia de mezclar poesía y final de los días, pero nunca con ese grado de perfección formal, por más que Danny Boyle pretendiera conseguirlo con Sunshine (id, 2007), hermoso cuento que narra el viaje de una nave espacial que pretende descubrir por qué el Sol está empezando a apagarse. Con este planteamiento, el filme es capaz de renovar el subgénero con una historia que reflexiona sobre nuestra pequeñez frente al astro rey, por más que caiga en el desvarío visual al que su director nos tiene a veces acostumbrados.

LA NATURALEZA SE REVUELVE

Existen muchas formas de final. Virus mortíferos, cambios súbitos del clima, cataclismos naturales. Del mismo modo en que el ser humano ha conseguido domar a la naturaleza, esta (al menos en el ámbito cinematográfico) siempre tiene una respuesta adecuada a nuestros excesos. El primero de los casos es quizás uno de los más aterradores, esa amenaza casi fantasmal en la que los microbios son los amos de la función. Invisibles a nuestros ojos, percibimos tan solo su acción funesta: la enfermedad y el fin de la civilización. Uno de los filmes que mejor ha sabido plasmar esa sibilina acción es Contagio (Contagion, Steven Soderbergh, 2011), verdadera Biblia argumental del fin de los tiempos, que desmenuza las diversas capas que conforman nuestra habitabilidad sobre el planeta y convierte al humano en pasto vírico para sacar a la luz lo endebles que son los hilos que sustentan nuestro modus vivendi. Con Contagio, Soderbergh consigue retratar el minúsculo engranaje de nuestras querencias y nuestros miedos, y deja al espectador con el sinsabor de nuestro espectro, la imposibilidad de seguir amando o besando como antes.

En esa misma dirección se dirige la muy interesante 12 Monos (Twelve Monkeys, Terry Gilliam, 1995), que retoma la idea del virus contagioso y mezcla a partes iguales ciencia ficción, viajes en el tiempo y Apocalipsis, tomando como referencia el corto La Jetée de Chris Marker. Con una imaginería visual del exceso, propia de Terry Gilliam, 12 Monos se presenta como una especie de thriller contemporáneo en el que se buscan los parámetros básicos que convierten la narrativa en elocuente, con un continuo viaje de ida y vuelta en el que está en juego el futuro de la Humanidad. No abordaremos aquí la temática de los zombies, por más que conjuguen infección vírica y cataclismo. Entendemos que es un subgénero propio con sus propios cánones. En todo caso, podemos citar la interesante 28 días después… (28 Days Later…, Danny Boyle, 2002), intento de renovación del género, que transita entre lo post-apocalíptico y la estética de la suciedad, y consigue un ambiente opresivo en el que cualquiera puede verse infectado.



Pero no solo la naturaleza usa las armas de lo minúsculo para hacerse valer. No es extraño que en las circunstancias actuales, en el que el cambio climático es cada vez más una realidad, se estrenara un filme como El día de mañana (The Day After Tomorrow, Roland Emmerich, 2004), una blockbuster en el que se simplifican las amenazas del efecto invernadero para mostrar a una Tierra devastada por el súbito cambio de los elementos y de las mareas. Se retoma aquella añeja idea de los 70 sin acabar de darle una pátina nueva. Eso sí, los efectos especiales (en esta época nuestra de infografía exacerbada) son espectaculares, aunque la definición de los personajes se centre más en el cómo que en el por qué. Con mayor entereza había propuesto el mismo tema el australiano Peter Weir, que con su sobrecogedora La última ola (The Last Wave, 1977) fue capaz de aunar reflexión indigenista, cambio climático y milenarismo new age sin que el resultado desentonase. Con La última ola se recoge la angustia del Apocalipsis, entendido este como proceso de renovación y cambio, y muestra la pequeñez y falsedad de esa civilización occidental frente a la enormidad de la madre Tierra. Todo ello bajo los auspicios de una investigación ensoñada, una reflexión onírica sobre lo extraño y lo divino, y sobre los frágiles alambres que sustentan nuestra sociedad de consumo. Con menores pretensiones, el británico Jon Amiel dirigiría El núcleo (The Core, 2003), entretenida película que, retomando la ingenuidad de la serie B del pasado, narra la peripecia de unos investigadores para descubrir el por qué de una disfunción del núcleo terrestre que está a punto de destruir el planeta. Y lo hace tomando como referente (explícito o no) la aventura de Viaje alucinante (Fantastic Voyage, 1966) de Richard Fleischer. En todo caso, las implicaciones del ser humano en el proceso de destrucción son aquí nulas. Alejada cualquier veleidad discursiva, solo nos queda sentarnos en la butaca y disfrutar de un film cuya acción se sobrepone a todo.


Con La última ola se recoge la angustia del Apocalipsis,

entendido este como proceso de renovación y cambio,

y muestra la pequeñez y falsedad de esa civilización occidental


«La última ola». Arriba: «12 Monos» y «Contagio».

Pero como decíamos, lo más interesante es quizás buscar por entre los entresijos de nuestra situación en el mundo, la forma más o menos evidente en que influimos en la naturaleza, aquella Gaia transformadora que responde con acritud ante los ataques de la civilización. Siempre atento a buscar la trascendencia en el género, M. Night Shyamalan daría buena muestra de esa respuesta con El incidente (The Happening, 2008), que sin ser uno de sus mejores filmes continúa intentando una renovación (ni que sea formal) del fantastique apocalíptico. En esta ocasión, la naturaleza se rebela y provoca el suicidio masivo de la población. El incidente plantea un punto de partido repleto de sugerencias de difícil concreción, precisamente por su intangibilidad. De todos modos, es digna de mención la capacidad del director de origen indio para filmar casi un estado de ánimo, un ambiente, una amenaza invisible que provoca la locura y la autodestrucción. Admiración, en todo caso, por ser una propuesta arriesgada y alejada de una obviedad que encontraríamos en otros filmes genéricos como Contaminación (No Blade of Grass, Cornel Wilde, 1970), película que no puede desquitarse de una sensación de déjà vu, por mucho que tantee las posibilidades de un mundo que fenece a causa de los males del hombre. En ese sentido, dos aspectos a retener. Uno de ellos, el montaje paralelo de niños muriendo de hambre en África y británicos pegándose una comilona, en una secuencia que duele por su obscenidad. El otro, la presencia de unos motoristas post-apocalípticos que se avanzarían en una década a la estética filo-punk de Mad Max. Ahí es nada.

Deberemos esperar cuatro años más para que el cine nos muestre una forma original de conclusión final. Y la hallaremos en Sucesos en la IV Fase (Phase IV, 1974), único largometraje dirigido por el diseñador Saul Bass y verdadera rareza, no solo del cine apocalíptico, sino del género fantástico en general. El fin del mundo no llega de la mano de ningún cataclismo de masas, sino de la inteligencia de unas hormigas dispuestas a sustituir al ser humano como especie dominante.



Tres imágenes de «Sucesos en la IV Fase», «28 días… después» y «El incidente.

Como apunte final entre tanto estrago, dos gotas de milenarismo de la nueva era después del miedo al efecto 2000 y a las profecías mayas. La primera de ellas, Señales del futuro (Knowing, Alex Proyas, 2009), título que haría las delicias de los agoreros místicos, en un film en el que el fin del mundo se acerca a aquella antigua creencia del Armagedón bíblico, y en el que nos encontramos con un Nicholas Cage superado por las circunstancias. La segunda, 2012 (id, Roland Emmerich, 2009), que retoma la moda del cataclismo atávico y propone una absurda pirotecnia que tiende a la risa floja gracias a su nula capacidad de inventiva y a su palabrería supuestamente trascendente. Y no olvidemos, antes de entrar en otros temas, una rareza canadiense de finales de siglo, la irregular Last Night (id, Don McKellar, 1998), que narra las seis últimas horas del mundo tomando prestada la estética indie americana, protagonizada por unos personajes que deambulan sus miserias, sus deseos y sus frustraciones, y en la que el Juicio Final es una excusa argumental tomada con sentido del humor. A destacar la presencia de un hierático David Croneneberg y una siempre bella Génèvieve Bujold en papeles secundarios.

EL DÍA DESPUÉS

Si bien el fin de los días ha dado para muchas reflexiones cinematográficas, sean estas más o menos acertadas, lo cierto es que, desde un punto de vista especulativo, el cine se ha sentido bien con la imaginería post-apocalíptica. Elucubrar un mundo que renace de sus cenizas es siempre apetecible para el fantástico, seguramente porque permite mayor inventiva temática. No contradeciremos a nadie si consideramos a Mad Max: Salvajes de la autopista (Mad Max, George Miller, 1979) como la Biblia de este subgénero, por más que anteriormente se hubieran planteado paisajes parecidos. Lo que hace el film de George Miller es recoger la herencia del “día después” para darle un poso nihilista, y consigue con ello un enfatizar la metáfora del miedo a la crisis del 73 y a los movimientos contraculturales de la época como el punk. El resultado es una estética de la violencia visualmente fascinante, que se vería plagiada ad infinitum durante los años 80 aunque sin el ritmo ni la originalidad de este clásico que vería tres secuelas más 3. Lo que consigue la serie Mad Max es plasmar una visión del mundo salvaje y obscena, sin explicaciones de lo sucedido, y retrata un mundo donde la ética y la civilización se sostienen mediante la ley del más fuerte o el más astuto. Una visión que sería recogida por la literatura cyberpunk para plantear una simbiosis entre hombre y máquina. Akira (id, Katsuhiro Ohtomo, 1988) es el filme de animación que aúna esos parámetros en una Neo-Tokio distópica repleta de motoristas pandilleros.



Lo que consigue la serie Mad Max es plasmar una visión del mundo salvaje y

obscena, sin explicaciones de lo sucedido, y retrata un mundo donde la ética y

la civilización se sostienen mediante la ley del más fuerte o el más astuto


Tres fotogramas de la saga Mad Max.

No obstante, la temática post-apocalíptica ya la encontramos en una fecha tan temprana como los años 50, con El diablo, el mundo y la carne (The World, the Flash and the Devil, Ranald MacDaugall, 1959) como uno de sus referentes principales. Planteado como un episodio de la famosa serie The Twilight Zone (1959-1964), en el film nos encontramos a un minero que, después de permanecer encerrado durante unos días bajo tierra, descubre al salir que el mundo ya no es el que era. Con gran capacidad de síntesis, y un uso respetuoso de la elipsis, la película tiene la particularidad de ser protagonizada por un actor afroamericano (Harry Belafonte), en un momento histórico en que empezaban a encenderse los fuegos de la lucha por los derechos civiles. Se inicia con ella todo el potencial distópico de un subgénero del fantástico repleto de sugerencias. Una distopía que tendría mayor o menor grado de verosimilitud dependiendo de las circunstancias. No es lo mismo un filme como Callejón infernal (Damnation Alley, Jack Smight, 1977) que Delicatessen (id, Marc Caro y Jean-Pierre Jeunet, 1991), por mucho que sus puntos de partida en ocasiones coincidan. El primer título es un intento de recuperar el sabor añejo de la serie B, con un mundo contaminado por la radioactividad después de una conflagración mundial entre la URSS y los Estados Unidos (no olvidemos que todavía estamos en los años 70). Sin más intencionalidad que la del entretenimiento, Callejón mortal adolece sin embargo de ausencia de ritmo al narrar las aventuras de un grupo de supervivientes en busca de un nuevo Edén, un elemento que se repetiría de forma intermitente en otros filmes como El planeta de los simios (Planet of the Apes, Franklin J. Schaffner, 1968), Soy leyenda (I am Legend, Francis Lawrence, 2007) o Stake Land (id, Jim Mickle, 2010).

Delicatessen, por su parte, tiene la particularidad de plantear una comedia negra, y usa para ello una estética de lo grotesco que sería posteriormente usado por Jean-Pierre Jeunet en otros de sus filmes, como La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995) o Amelie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), aunque sin la misma capacidad de subversión y, por qué no decirlo, de mala leche.



Imágenes de las tres versiones cinematográficas de la novela «Soy leyenda» de Richard Matheson.

Distopías hay muchas en este subgénero pródigo en inventivas. Ya Richard Matheson se ingenió una curiosa especulación con su famosa novela Soy leyenda, en la que la Humanidad entera ha sucumbido al mal del vampirismo con la excepción de único hombre. Su éxito llevó a rodar tres adaptaciones, El último hombre sobre la Tierra (The Last Man on Earth, Ubaldo Ragona/ Sydney Salkow), 1964), El último hombre… vivo (The Omega Man, Boris Sagal, 1971) y Soy leyenda, con desigual resultado pero con un planteamiento especulativo alejado de la verosimilitud. Estos filmes son post-apocalípticos quizás en cuanto a forma, pero se alejan de la reflexión distópica con la intención de dotar al género vampírico de nuevas metáforas. Lo mismo sucede con Stake Land, en la que el mundo está repleto de vampiros sedientos de prevalecer sobre un grupo de humanos cada vez más reducido. Si en algo hay que destacar este último título es por ser una variante específica de otro filme de más enjundia, The Road (La carretera) (The Road, John Hillcoat, 2009) irregular versión de una novela homónima de Cormac McCarthy cuyo mayor mérito reside en plantear una alegoría sobre la supervivencia y sobre la maduración, al narrar las vicisitudes de un padre y un hijo en un mundo frío y desolado. Todo ello cargando las tintas sobre el proceso íntimo de evolución de personajes, lo que la aleja de otros títulos más grandilocuentes como Waterworld (id, Kevin Reynolds, 1995) o Mensajero del futuro (The Postman) (The Postman, Kevin Costner, 1997), películas planteadas como historias-río, versiones épicas de un planeta asolado por grandes cataclismos pasados, sea una inundación de la tierra habitable, sea por una guerra de consecuencias funestas. De todos modos, es un intento de ubicar el género dentro del cine de alto presupuesto, aunque los resultados en taquilla dejasen mucho que desear.


El famoso final de «El planeta de los simios», de Franklin J. Schaffner.

No podemos dejar de lado el que sea quizás el título post-apocalíptico más famoso de todos los tiempos, El planeta de los simios, película que ha hecho correr ríos de tinta sobre sus supuestas capacidades alegóricas (que las tiene), y cuyo final es uno de los más impactantes de la historia del cine. Nada más cabe que señalar su capacidad metafórica para ubicar al ser humano al otro lado del espejo. Es ahora un ser sumiso como un animal salvaje, que pugna por una libertad y un conocimiento que acabarán causándole un profundo dolor. Y para finalizar, un filme cuyo planteamiento es, si cabe, original, Hijos de los hombres (Children of Men, Alfonso Cuarón, 2006), que propone una tenebrosa especulación, al representar un mundo donde las mujeres han dejado de procrear, lo que lleva al ser humano a un lenta y agónica exterminación. Porque de eso habla el Apocalipsis, del fin de todo y de nuestras consciencias, de la debacle definitiva de una forma de entendernos y de amarnos. Hoy en día el cine (en su sentido más amplio de narración visual) es el elemento imprescindible para imaginar sobre ello y especular sobre nuestro destino. Quizás no están todos los que son, pero sí son todos los que están, en este subgénero tan particular que incluso un auteur como Michael Haneke llevaría a la gran pantalla con El tiempo del lobo (Le temps du loup, 2003), metáfora de un tiempo perecido y apocalíptico, cuyas cicatrices todavía supuran sobre el celuloide y que todavía nos hacen divagar sobre esa sociedad nuestra que, en cualquier momento y en cualquier circunstancia, puede irse al traste por nuestra propia inconsciencia o por un ardid funesto del destino.

Jordi Ardid

1. Susan Sontag “La imaginación del desastre” en Antonio José Navarro (ed.) El cine de ciencia ficción. Explorando mundos. Valdemar, Madrid, 2008.

2. Cabe mencionar que La fin du monde es el primer film sonoro de la cinematografía francesa.

3.  Mad Max 2, el guerrero de la carretera (Mad Max 2, 1981), Mad Max, más allá de la cúpula del trueno (Mad Max Beyond Thunderdome, 1985), y Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015) todas ellas dirigidas por George Miller.