«El artista Fellini me fascina. Cada imagen, cada encuadre de sus films, es un dibujo, es un cuadro, es una fotografía. Es un logro total y magnífico. Lo que propongo aquí es un homenaje a Fellini, a este artista admirable. ¡Fellini es enorme!» (David Lynch en el catálogo «Dreams – A Tribute To Fellini»).
En el contexto de la homogénea obra de David Lynch, para quien la fotografía, la pintura o la música forman parte del mismo cuerpo creativo, las referencias y conexiones se han ido multiplicando considerablemente con el paso del tiempo. Lynch ya no es aquel artista que quería dotar de movimiento, volumen y sonido a sus pinturas, y por ello empezó a realizar cortometrajes, y que entendía un zumbido electrónico como banda sonora musical. Sus referencias cinematográficas se limitaban, esencialmente, a aquellos artistas plásticos que también hicieron cine durante la plenitud de las vanguardias de los treinta. A diferencia de Scorsese, De Palma, Schrader, Lucas o Bogdanovich, directores de su misma generación, aunque de formación y trayectoria bien distinta, Lynch nunca fue un cinéfilo y hablaba de Man Ray, Jean Cocteau, Salvador Dalí, Hans Richter y Fernand Léger, aquellos pintores o fotógrafos fascinados por el cine, antes que de Hitchcock, Lang o Ford, aunque El crepúsculo de los dioses de Wilder es una película que ha citado muchas veces, junto a Lolita de Kubrick, como referentes.
Pero esto era en la época de The Alphabet, The Grandmother y Cabeza borradora, hace más de cuatro décadas. El Lynch actual baraja, cuando se le pregunta, niveles cinematográficos bien distintos. Con Federico Fellini le unen varias cosas, una de ellas la querencia de ambos por el sueño como válvula creativa. Así que no es de extrañar que la exposición de litografías realizadas por Lynch a partir de imágenes de la secuencia final de Ocho y medio se titule «Somnis» (Sueños). Recaló en la sala de exposiciones de la Filmoteca de Catalunya el pasado 6 de febrero y puede verse hasta el 31 de mayo.
El sueño de la razón produce monstruos, decía Goya, y Jonathan Glazer realizó el año pasado un corto, The Fall, en sintonía con esta idea. En el cine de Lynch, más que en el de Fellini, han aparecido muchos monstruos, pero su tratamiento no partía de la razón sino del sueño, por lo que han sido más cercanos que agresivos sin perder ese punto de reconocible perturbación. Ambos sueñan o soñaron fábulas en Rimini o carreteras perdidas. Dice Lynch que le gusta todo Fellini, especialmente La strada y Ocho y medio. Es probable que a Fellini le gustaran o interesaran Cabeza borradora y Mulholland Drive. No lo sabemos. Entraría en especulación de los sueños.
Lynch evoca a Fellini por partida doble en esta exposición. Ha realizado diez litografías que se apartan bastante de los trazos y texturas de su obra pictórica, de anteriores litografías, fotograbados e ilustraciones, y ha seleccionado doce dibujos de Fellini que concretan casi todo su mundo: autorretratos vestido de hombre y de mujer, dibujos de su amante Anna Giovannini y bocetos preparatorios de sus películas. Tal como están expuestos en la Filmoteca, estos dibujos fellinianos dialogan con las litografías en blanco y negro lynchianas en las que ha capturado con precisión gestos de Marcello Mastroianni y de Anouk Aimée, la geografía circense del final de la película, la pista del circo como plató de rodaje o el aire moteado de manchas muy características de la obra plástica del director estadounidense.
No puede sorprendernos en absoluto, en el devenir creativo del director de Terciopelo azul, que estas litografías formen un todo compacto con la visión de alguno de los episodios de Twin Peaks 3, con la serie de fotografías entre abstractas y orgánicas que con el título de «Small Stories» se exhibieron en el Festival de Gijón a finales del pasado año, con el pop electrónico de sus últimos trabajos musicales o la ironía con supuesto trasfondo vintage del cortometraje What Did Jack Do?, algo más que un divertimento minimalista realizado por Lynch en 2016, visto tan solo en el festival angelino Disruption –que dirige y apadrina Lynch a través de su fundación– y programado definitivamente por Netflix a partir del 20 de enero, día en que el autor cumplía 74 años.
Las litografías de Mastroianni y Aimée, o las de la carpa del circo y el presentador con chistera de espaldas, pueden situarse una frente a la otra como en este corto, que va del film noir al surrealismo incluyendo una secuencia musical también circense, aunque más onírica, se sitúan en plano–contraplano un agente federal interpretado por el propio Lynch y la criatura a la que entrevista en el bar de una estación de tren y a la que pregunta si tiene el carnet del Partido Comunista: es un mono capuchino que gesticula de modo entrañable y habla a través de una boca que es, creo, la del propio cineasta, insertada numéricamente en su cara. Jack Cruz, el mono en cuestión, termina cantando a la dicha y la llama del verdadero amor, como si fuera Julee Cruise en las fantasías pop de Lynch, pero iluminado con un duro blanco y negro y con una captura de sonido de las voces y ruido de fondo que parece la de un film de los años cuarenta. En este «breve encuentro» tan particular, se nos dice que el amor es como una banana, dulce con matices dorados. Tan lejos, tan cerca. Tan intangible y tan próximo. Un sueño real.
Quim Casas