Cotton Club: En el territorio de lo mítico

en Clásicos/Flashback por

La edición en Blu-ray de Cotton Club nos permite recuperar una de las numerosas obras malditas de la carrera de Francis Ford Coppola: una costosa producción de Robert Evans ambientada en la Nueva York de finales de los 20 y principios de los 30 a ritmo de jazz y ametralladoras.


HAY UN DETALLE DE puesta en imágenes de Cotton Club (The Cotton Club, 1984) que, a mi entender, resume buena parte del sentido más profundo de este film. Dicho detalle aparece justo en la primera secuencia: en montaje paralelo, ese procedimiento narrativo tan querido por su director, Francis Ford Coppola, vemos, por un lado, los títulos de crédito insertados en rótulos de tonalidad sepia y estética retro, y por otro, la actuación del cuerpo de baile del Club Cotton de Nueva York, moviéndose coreográficamente a los sones de «The Mooche» (Duke Ellington y Irving Mills, 1928); en un momento dado, la cámara de Coppola traza una lenta panorámica circular alrededor de las bailarinas puestas en fila india y se detiene, en plano medio, delante de la chica que baila al principio de la fila, la cual no solo no evita mirar a la cámara sino que, por el contrario, la mira directamente, y con ello, lanza su mirada directamente hacia el espectador. Desde luego que podemos pensar que este detalle es puramente casual o, todo lo más, un guiño a cierta tradición del cine musical que se remonta a los tiempos de Busby Berkeley, en cuyas películas las bailarinas también sonreían mirando a cámara para que el público viera lo-guapas-que-eran. Pero, y aquí es cuando me pongo subjetivo, podemos interpretar que esa mirada a la cámara nada más empezar la película es una especie de advertencia para el espectador con respecto a algo que el film irá confirmando a lo largo de su metraje: que esta costosa producción del recientemente fallecido Robert Evans (casi 60 millones de dólares de mediados de los años ochenta) no es ni pretende ser una visión realista ni de los auténticos personajes que sazonan su trama, ni de los ambientes que describe, ni del período histórico en el que se enmarca. Es, por tanto, una mirada como la de esa bailarina, de dentro del film hacia afuera del mismo, en la que todo está contemplado desde la perspectiva de la ensoñación. En el territorio de lo mítico.



REALIDAD POCA, FANTASIA MUCHA

Es obvio que, como incursión en el cine de gánsteres, Cotton Club es muy distinta tanto de las dos primeras entregas de El Padrino (1972- 1974) que Coppola ya había realizado previamente, como de la todavía menospreciada tercera parte (1990) que firmaría seis años después. De hecho, y por más que Cotton Club no sea específicamente ni una película de gánsteres ni un film musical, sino un híbrido entre ambos géneros, se encuentra mucho más cerca no ya de otras incursiones de su director en el género del musical (El valle del arco iris, Corazonada), sino también cercana a otras producciones suyas en las que el artificio de la imagen prima sobre cualquier otra consideración, no por casualidad adscritas al género de la imagen por excelencia, esto es, el fantástico (Drácula de Bram Stoker y, sobre todo, su extraordinaria e incomprendida Twixt).

Es indiscutible que, a pesar de la brillantez general de sus resultados, la película acusa, y mucho, sus numerosos problemas de producción, como mínimo, a nivel de guión: es bien sabido que el libreto, oficialmente escrito por Coppola y el novelista William Kennedy a partir de un argumento de ambos y de Mario Puzo inspirándose en un libro de fotografías de James Haskins, fue sometido a numerosísimas reescrituras y cambios (Kennedy llegó a afirmar que entre treinta y cuarenta), además de contribuciones no acreditadas como la del actor Fred Gwynne, intérprete del gánster Frenchy Demange, quien escribió –paradójicamente– una de las mejores escenas del film: aquella en la que, después de haber sido liberado de las garras de Vincent Dwyer (Nicolas Cage), el mafioso que le ha secuestrado a cambio de un rescate de 50.000 dólares, se enfrenta con su amigo y socio Owney Madden (Bob Hoskins), el dueño del Club Cotton, convencido de que este tan solo ha pagado 500 dólares por su rescate; Dwyer destroza el reloj de bolsillo de Owney, pero luego, una vez descubre que su colega ha pagado esos 50.000 dólares…, inmediatamente le hace entrega de otro reloj de bolsillo, idéntico al destrozado, que tenía preparado por si las moscas, antes de que ambos se fundan en un amistoso abrazo. La escena, magníficamente interpretada por ambos actores y resuelta con admirable sobriedad por Coppola en un único plano, es espléndida.


«Cotton Club» es muy distinta de las tres entregas de «El Padrino»



Sospecho que esos problemas de guión debieron influir de un modo u otro en la estructura del relato, que está construido de modo episódico: el grueso de la trama transcurre en el interior del Club Cotton, y las entradas y salidas de nuevos personajes en el local suelen coincidir con las de los mismos en el argumento: el trompetista Dixie Dwyer (Richard Gere), los hermanos bailarines de claqué Delbert «Sandman» Williams y Clayton «Clay» Williams (Gregory y Maurice Hines), Vera Cicero (Diane Lane), la amante del gánster Dutch «El Holandés» Schultz (James Remar), el mafioso negro Bumpy Rhodes –basado en el auténtico gánster afroamericano Bumpy Johnson, interpretado tanto aquí como en la película de Bill Duke Hampones (Hoodlum, 1997) por Laurence Fishburne– o, en los momentos culminantes de la función, el mismísimo Charles «Lucky» Luciano, a cargo de Joe Dallesandro, una de las numerosas «estrellas invitadas» que jalonan el relato en forma de pequeños papeles o de cameos (Gwen Verdon, Julian Beck, Tom Waits, Woody Strode). A ese carácter episódico hay que unir las apariciones de personajes inspirados directa o indirectamente en figuras reales. A los mencionados Dixie Dwyer (en quien se ha querido ver un trasunto de George Raft), Owney Madden, Dwight Schultz, Vincent Dwyer (inspirado a su vez en el gánster Vincent «Mad Dog» Coll), Bumpy Rhodes/ Johnson y Lucky Luciano, hay que añadir las apariciones de émulos de Gloria Swanson, Duke Ellington, Cab Calloway, Charles Chaplin, Fanny Brice y James Cagney.

BALAS Y BAILE

Pese a esa irregularidad de fondo, en virtud de la cual las vicisitudes de los personajes y las relaciones que se dan entre ellos interesan en la medida de la convicción que les imprimen sus excelentes intérpretes –el ascenso al estrellato de Dixie, que pasa de trompetista de jazz a protagonista de películas de gánsteres; su relación amorosa con Vera; su amistad, primero, y enemistad, después, con «El Holandés»; la complicidad, separación y reconciliación de los hermanos Williams, etc.–, lo más interesante de Cotton Club reside en la manera como Coppola contrapone esas peripecias de los personajes con los números musicales sobre el escenario del Club Cotton o del Vera’s, el club que «El Holandés» le ha pagado a Vera a cambio de sus favores sexuales. Una idea teóricamente brillante, aunque también de resolución irregular, pero que hace gala de una interesante progresión dramática y narrativa. Al principio, Coppola filma los números musicales del Cotton de una manera, digamos, «cotidiana», como si no le interesa tanto el número en sí como su utilidad para situar al espectador en un determinado contexto histórico, finales de los años veinte y principios de los treinta del siglo XX. Es a medida que avanza la acción cuando empiezan a producirse las más profundas interrelaciones entre la fantasía musical que se desarrolla en los escenarios y las vicisitudes de los personajes. Eso se hace cada vez más y más evidente a medida que se desarrolla la trama, sobre todo en la segunda mitad del film, de la cual se recuerdan, sobre todo, dos excelentes secuencias a ritmo de claqué: el número musical de los hermanos Williams, que culmina con el sentido abrazo de reconciliación de ambos tras haberse distanciado temporalmente; y, sobre todo, el espectacular momento en que Coppola lleva a cabo un montaje en paralelo entre un número de claqué en solitario de «Sandman » Williams y la ejecución a tiros de Dutch Schultz por orden de Lucky Luciano, donde se establece una eficaz analogía entre el zapateado del bailarín y el tacleteo de las ametralladoras que siegan la vida del «Holandés» y sus compinches. Es fácil pensar aquí en las escenas finales de las tres partes de El Padrino, por más que, insisto, Cotton Club es una película bastante diferente.



Coherente con este planteamiento, en los minutos finales de Cotton Club Coppola rompe por completo el verosímil que ha ido pulverizando poco a poco a lo largo de todo el metraje, cerrando la función con otro número musical resuelto mediante montaje en paralelo: Dixie y Vera cogen un tren y se van juntos a Los Ángeles, al mismo tiempo que una última coreografía sobre el escenario del Club Cotton se va convirtiendo, por obra y gracia de la música de John Barry, de la coreografía y del montaje, en un baile interpretado, indistintamente, por los bailarines del club y los empleados de la estación ferroviaria.

Tomás Fernández Valentí


USA, 1984. T.O.: «The Cotton Club». Director: Francis Ford Coppola [acreditado como Francis Coppola]. Intérpretes: Richard Gere, Gregory Hines, Diane Lane, Lonette McKee, Bob Hoskins, James Remar, Nicolas Cage, Fred Gwynne. EDITADO POR DIVISA.