UN RASGO DISTINTIVO DE LA CRÍTICA ANTERIOR a las redes sociales, frente a los que hoy entronizan o destierran a un mismo autor con el cambio de temporada de festivales, era su capacidad de ahormar consensos duraderos, fueran justos o no. Quizá sea el motivo de que un cineasta como Lars von Trier lleve arrastrando la etiqueta de «provocador» desde Los idiotas (Idioterne, 1998) y su manifiesto Dogma 95: entonces, objeto de mofa; ahora, de callada influencia en producciones de cualquier orden, toda vez que la tecnología ha acabado por permitir ese estilo de rodaje desnudo e inmediato sin pagar un alto precio estético.
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