El Festival Cinélatino de Toulouse es el mejor lugar en Europa para sentir el pulso del cine que se dirige y se produce en América Latina. De hecho, ahí está la puerta que se encuentra al final del pasadizo secreto que comunica los cines de ambos continentes.
Más allá de los lugares comunes que pringan Latinoamérica y su cine de condescendencia, la programación del Cinélatino de Toulouse apuesta por películas de calidad y promueve que un sinfín de nuevos autores sean revelados (¿rebelados?) en Europa. Festivales como el de Toulouse permiten comprobar hasta qué punto es importante que estos cineastas estén acompañados. ¿Dónde quedarían todos esos maravillosos cineastas sobre los que no se proyecta foco alguno? Mejor dicho, ¿dónde quedan?
Dos obras maravillosas, presentadas fuera de competición, marcan un antes y un después en la historia del cine latinoamericano y, si se me permite, de la historia del cine en general, que sobre eso hemos venido a hablar al fin y al cabo.
La primera se titula La Flor, dura catorce horas y media y fue dirigida por un genio argentino llamado Mariano Llinás. Diez años de rodaje después, la película está dividida en cuatro partes y presenta seis episodios protagonizados por las presencias y las ausencias de cuatro actrices: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa y Laura Paredes. Las cuatro, componentes del colectivo Piel de Lava. Cuatro historias, cuatro pétalos, que empiezan sin que se les conceda ningún final (¿es posible que los personajes hayan conocido un final sin que nos sea revelado a nosotros, los espectadores?). Una historia en el corazón del polen que empieza y acaba, un homenaje a Une partie de campagne, del eterno Jean Renoir. Al final, el tallo, una historia que empieza por la mitad y termina encontrando un final.
Enfrente se encuentra otra película excepcional. Se titula La Casa Lobo y fue dirigida por dos artistas visuales chilenos: Cristóbal León y Joaquín Cociña. Cinco años de rodaje en una película realizada con los medios de la animación y de la stop-motion. La Colonia Dignidad, lugar de infausta memoria en Chile, fue fundada por un miserable llamado Paul Schäfer, conocido por su ideología nazi y sus tendencias pedófilas. Cociña y León, al no poder acceder a los archivos audiovisuales de la Colonia Dignidad, decidieron realizar un simulacro de vídeo institucional de la colonia que hiela la sangre y que, al mismo tiempo, alivia la memoria de las víctimas que allí sufrieron cautiverio.
Ambas películas son diferentes pero son iguales en lo esencial: comparten el deseo por el cine y una voluntad de hierro para llegar hasta las últimas consecuencias de su propuesta. Asimismo, son dos películas extremadamente alejadas de los sermones y de los tópicos. Son el resultado del alumbramiento de un cine realizado en gerundio. Ausente en un número demasiado grande de directores de cine, la capacidad de experimentar y de maravillarse ante el imprevisto permite el nacimiento de las obras más fascinantes y complejas.
Miquel Escudero Diéguez