Narciso Ibáñez Serrador: Cartas de amor al fantástico

en Directores/Estudios por

Recientemente galardonado con un Goya de Honor, Narciso Ibáñez Serrador es conocido, sobre todo, por sus popularísimos concursos y programas de entretenimiento para televisión (como el célebre Un, dos, tres… responda otra vez), pero aquí queremos recordarle por su faceta como guionista y realizador de ficción fantástica, materializada en una serie de televisión, Historias para no dormir, y en dos largometrajes para el cine, La residencia y ¿Quién puede matar a un niño?


PEQUEÑOS GRANDES RELATOS FANTÁSTICOS

Nacido en Ciudad de Montevideo, Uruguay, el 4 de julio de 1935, hijo del actor español nacionalizado argentino Narciso Ibáñez Menta y de la actriz argentina Pepita Serrador, no es ningún secreto a estas alturas que, cuando Narciso Ibáñez Serrador concibió para TVE la serie Historias para no dormir, lo que hizo fue una continuación lógica de anteriores trabajos suyos como actor, guionista y realizador especializado en el género fantástico llevados a cabo en Argentina, sobre todo para la televisión –cf. series, miniseries y telefilms como Ligeia (Marta Reguera, 1959), Berenice (Reguera, 1959), Obras maestras del terror (Enrique Carreras y Reguera, 1959-1962), Cuentos para mayores (Francisco Guerrero, 1960), La figura de cera (Reguera, 1960), El fantasma de la ópera (Ibáñez Menta y Reguera, 1960), Mañana puede ser verdad (1962), El hombre que comía los pecados (Reguera, 1962)–, pero también para el cine –el largometraje Obras maestras del terror (Carreras, 1960), inspirado en la mencionada serie homónima–. Historias para no dormir tuvo, además, un claro precedente: la versión española de Mañana puede ser verdad (1964-1965), para la cual Ibáñez Serrador dirigió un único episodio –N.N. 23 (1965)–, que en ocasiones suele ser incluido dentro de Historias para no dormir.


Narciso Ibáñez Serrador, en una de las presentaciones de la serie «Historias para no dormir».

La serie constó de tres etapas: la primera, comprendida entre 1966 y 1968, y rodada en blanco y negro; la segunda, si es que la consideramos como tal porque estuvo formada por un único episodio, El televisor (1974), ya en color; y la tercera, y menos interesante, asimismo en color y compuesta por cuatro títulos realizados en 1982: Freddy; El caso del señor Valdemar, adaptación de Edgar Allan Poe que ya había llevado a cabo en el episodio El pacto (1966); El fin empezó ayer; y El trapero, que reversionaba el telefilm homónimo argentino de 1974. En 2006, Ibáñez Serrador escribió y dirigió su último trabajo tras las cámaras, el telefilm La culpa, perteneciente a la serie Películas para no dormir (2005-2006), suerte de reedición/ homenaje a Historias para no dormir en el que participaron con sendos episodios Álex de la Iglesia, Jaume Balagueró, Paco Plaza, Enrique Urbizu y Mateo Gil. Ni La culpa, ni sus cuatro episodios para Historias para no dormir de 1982, revisten particular interés, aun sin ser despreciables, por lo que voy a centrarme en sus trabajos del período 1966-1974.

Tampoco descubro nada nuevo, y es algo reconocido por el propio Ibáñez Serrador, que la construcción de la mayoría de episodios de las Historias para no dormir de los años sesenta (no es el caso de El televisor), con Ibáñez Serrador presentando cada episodio al principio del mismo, en ocasiones haciendo gala de un humor desengrasante, estaba directamente inspirada en las presentaciones de Alfred Hitchcock para sus series Alfred Hitchcock presenta (Alfred Hitchcock Presents, 1955-1962) y La hora de Alfred Hitchcock (The Alfred Hitchcock Hour, 1962-1965). Igualmente, la construcción narrativa de muchos episodios de Historias para no dormir, en particular la de los episodios de alrededor de media hora de duración, recuerda mucho la de otra famosa serie de televisión fantástica con creador- presentador a la cabecera de cada capítulo: la extraordinaria Dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), de Rod Serling. A diferencia de esta última o de las series de Hitchcock, que corrieron a cargo de numerosos realizadores, Historias para no dormir se caracterizó por que todos sus episodios fueron dirigidos por Ibáñez Serrador, quien también firmó en solitario la mayoría de los guiones bajo su seudónimo habitual, Luis Peñafiel, con las raras excepciones de los episodios La cabaña (1966), eficaz relato de «suspense» que fue el único trabajo de los guionistas Alejandro García Planas y Antonio Cotanda Arnal, y La casa (1968), coescrito con Juan Tébar, quien también sería autor del cuento en el que se inspira el episodio El vidente (1967) y del argumento del primer largometraje para el cine de Ibáñez Serrador, La residencia. Pero, a imagen y semejanza de las series de Hitchcock y Serling, la de Ibáñez Serrador también se caracterizó por su sentido del gimmick, o si lo prefieren, del «golpe de efecto final», y por la presencia recurrente de un determinado equipo técnico –cf. el decorador Fernando Sáenz– y artístico: el compositor Waldo de los Ríos y un elenco de notabilísimos intérpretes encabezado por el padre de Ibáñez Serrador, Narciso Ibáñez Menta (prácticamente por sí solo una seña de identidad de la serie), seguido de otros habituales como Estanis González, Lola Lemos, Pedro Sempson o José María Caffarel, por citar unos pocos.


A IMAGEN Y SEMEJANZA DE LAS SERIES DE ALFRED HITCHCOCK Y

ROD SERLING, HISTORIAS PARA NO DORMIR SE CARACTERIZÓ POR SU

SENTIDO DEL «GIMMICK» O «GOLPE DE EFECTO FINAL»



De los episodios escritos por Ibáñez Serrador, cinco partían de cuentos de Ray Bradbury: La bodega (1966), El doble (1966), El cohete (1966), La espera (1966) y La sonrisa (1966). Otros cuatro se inspiraban en Poe: El tonel (1966), según «El barril de amontillado»; El cuervo (1966), que, más que una adaptación del poema homónimo, es una semblanza sobre los últimos años de la vida del escritor; y el citado El pacto, a partir de «El caso del Sr. Valdemar», reversionado en 1982, a los cuales cabría añadir un quinto, La promesa (1968), que versiona muy libremente «El entierro prematuro». El resto o bien eran originales suyos, o bien adaptaciones de Tébar, Robert Arthur, Robert Bloch, Fredric Brown, Carlos Buiza, Henry James, W.W. Jacobs, Harlan Ellison y el popular parasicólogo Fernando Jiménez del Oso. A pesar de que en la serie hicieron acto de presencia algunos pocos episodios de temática policíaca –los por lo demás excelentes El cumpleaños (1966), La oferta (1966), La broma (1966) y El aniversario (1966)–, por regla general el terror y la ciencia ficción se fueron alternando. Dentro del primer grupo, los de horror más o menos gótico se hallan entre los más logrados. Tal es el caso de El tonel, que recrudece el clímax de «El barril de amontillado» con el vinatero (Antonio Casas) mostrando el cadáver de su infiel esposa sumergida en el amontillado (Gemma Cuervo) al amante de esta última (Jesús Aristu) al que está emparedando vivo. El pacto, cuyo tenso tercio final compensa el exceso de metraje de esta adaptación de Poe. El muñeco (1966), que mezcla elementos de «Otra vuelta de tuerca», de Henry James, con toques de brujería sacados de Robert Bloch: en el clímax, Alicia (Teresa Hurtado) muerde la cabeza del muñeco de cera de su padre, Hugo Wilbur (Ibáñez Menta), y luego Ricardo (sic) Wilbur (Fernando Delgado), tío de Alicia, descubre el cadáver de Hugo con un enorme mordisco en la frente (1). La pesadilla (1967), con un estupendo gimmick, en virtud del cual todo lo que hemos presenciado no es sino… el mal sueño de un vampiro (Fernando Guillén) a punto de levantarse de su ataúd (sic). La zarpa (1967), uno de los mejores episodios de la serie, que adapta con eficacia –pese a no llevarlo hasta sus últimas consecuencias– el escalofriante relato de W.W. Jacobs «La pata de mono». El regreso (1967), en torno a la venganza de ultratumba de un anciano asesinado (José Orjas), que atesora una imagen –la silla de ruedas vacía que se desplaza sola– que parece anticipar Al final de la escalera (The Changeling, 1980, Peter Medak). Y La casa, una efectiva ghost story con ecos del cine de terror italiano.


Rodaje del episodio «La promesa», libre adaptación del relato de Poe «El entierro prematuro»

Una temática recurrente en los episodios de ciencia ficción es la invasión alienígena, presente en los interesantes aunque alargados –están dividido en dos partes– La bodega, en la que el ataque extraterrestre se produce mediante una sutil intromisión en los hogares a través de unos misteriosos hongos que se apoderan de la voluntad de los niños (anticipando, si cabe, la trama de su segundo largometraje, ¿Quién puede matar a un niño?), y La alarma (1966), en el que una mujer (María Massip) oculta en su cuerpo un artilugio triangular que la mantiene joven durante cientos de años y cuya extirpación podrá en marcha un ataque extraterrestre; así como el excelente El vidente, en torno a una invasión «invisible» de seres de otro mundo. En cambio, El cohete es un relato sentimental en torno a un hombre (Ibáñez Menta) que finge haber construido una nave espacial para hacer felices a sus hijos, y La sonrisa, una alegoría postapocalíptica en torno a la destrucción de la cultura. La temática de la vida artificial está presente en el estupendo El doble, y sobre todo, en el magnífico El trasplante (1968), en el que un hombre (José María Prada) vende todas las partes de su cuerpo para subsistir en una sociedad futura habituada a la cirugía estética sin rechazos, y acaba siendo enterrado en un ataúd… vacío, en uno de los episodios «metafóricos» más famosos de la serie junto con el no menos célebre El asfalto (1966), relato satírico con decorados reducidos a la mínima expresión sobre un hombre (Ibáñez Menta) que se hunde paulatinamente en el socavón de una calle sin que la burocracia llegue a tiempo de salvarle (sic), y con el espléndido El televisor, crónica del proceso a la locura de un hombre (Ibáñez Menta) obsesionado con ver televisión, y que concluye con uno de los clímax más inquietantes de su creador –los cadáveres del protagonista, su mujer (María Fernanda D’Ocón) y sus dos hijos, descubiertos por la policía en una habitación repleta de señales de balazos, flechas de indios y cañonazos salidos… ¿de la televisión?–, el cual erige a El televisor en el que posiblemente sea el mejor telefilm español de terror de todos los tiempos, junto con el no menos admirable La cabina (Antonio Mercero, 1972).



TERROR EN EL INTERNADO

El primero de los dos únicos largometrajes para el cine de Narciso Ibáñez Serrador, La residencia, cuya copia está fechada en 1969 pero estrenado en 1970, es un film que deja ver a las claras su influencia del cine fantástico europeo del momento de su realización, principal aunque no exclusivamente el cine de la productora británica Hammer Films y la escuela de horror gótico italiana. En este sentido, La residencia se desmarca, sobre todo a nivel formal, del cine de terror que se practicaba en España en ese momento –cf. Jacinto Molina/ Paul Naschy estrenó por esa época La marca del hombre lobo (Enrique Eguiluz, 1968), Las noches del hombre lobo (René Govar, 1968) y Los monstruos del terror (VV.AA., 1970)–, en gran medida gracias a sus ambiciones comerciales: presupuesto holgado, rodaje en inglés, presencia en el reparto, encabezándolo, de la actriz británica Lilli Palmer, y fotografía del reputado Manuel Berenguer (reemplazando, al principio de la filmación, a Godofredo Pacheco). El resultado fue y sigue siendo una producción formalmente impecable, de un nivel insólito de ver en el cine de terror nacional de su época, por más que sus características de producción internacional provocaran una muy airada crítica negativa de Miguel Marías, quien desde las páginas de «Nuestro cine» denunció que el gran apoyo financiero que tuvo la película era irrespetuoso con el cine y con el público, porque «lo insultan, y lo consideran un retardado cuya subnormalidad [sic] necesita ser alimentada» (2).

Desde luego que no había para tanto, como tampoco hay razones para entusiasmarse demasiado con un film que, aunque interesante en sus líneas generales y lleno de ideas y momentos que merecen reseñarse, resulta relativamente insatisfactorio si se tiene en cuenta el notable bagaje que arrastraba consigo Ibáñez Serrador a la vista del gran resultado global de Historias para no dormir, y en particular, el todavía superior nivel demostrado en su posterior ¿Quién puede matar a un niño? Dicho de otro modo: quizá podía esperarse más de su director en La residencia, un más que esforzado relato gótico que está resuelto haciendo gala de un indiscutible conocimiento de los mecanismos del género, pero aquejado de una frialdad que le impide ser la gran película que podría haber sido.



Tres escenas de «La residencia», primer largometraje de Ibáñez Serrador, deudor del cine gótico británico e italiano del momento

Pese a todo, hay como mínimo un aspecto que, particularmente, resulta muy interesante, y que está relacionado con la construcción narrativa del film. A simple vista, La residencia hace gala, aparentemente, de un planteamiento, nudo y desenlace muy clásico, dicho sea sin intención peyorativa. Siguiendo un procedimiento narrativo heredado sobre todo del cine norteamericano, la película sigue, principalmente, las vicisitudes de un personaje ajeno al escenario principal donde se va a desarrollar la trama, en este caso la joven Teresa (Cristina Galbó), quien al principio del film es internada por un caballero, Pedro Baldié (Tomás Blanco), en una residencia para señoritas «descarriadas» dirigida con mano de hierro por la Sra. Fourneau (Lilli Palmer). De este modo, siguiendo las peripecias y vicisitudes de Teresa en la residencia, vamos descubriendo a la vez que este personaje el funcionamiento del lugar, incluyendo, claro está, sus aspectos más sombríos. Sin embargo, hacia el tercio final del relato, y después de la inesperada muerte de Teresa a manos del misterioso asesino que ha acabado con la vida de otra alumna, la quinceañera Isabelle (Maribel Martín), y presumiblemente con la de otras muchachas misteriosamente desaparecidas, el punto de vista principal del relato deja de ser, por tanto, el de Teresa, y pasa a serlo, asimismo inesperadamente, el de otro personaje: la pérfida Irene (Mary Maude), alumna de confianza de la Sra. Fourneau y una lesbiana que disfruta azotando con una vara la espalda desnuda de sus condiscípulas siguiendo órdenes de la directora. Es decir, el punto de vista del personaje, digamos, «positivo» (Teresa), deja paso al del personaje, sigamos diciendo, «negativo» (Irene), por más que la perspectiva de esta última no se prolongue en demasía, dado que será asesinada cerca del final de la proyección. Naturalmente, el prematuro asesinato de Teresa puede entenderse como un guiño hacia el famoso golpe de efecto, en su caso inicial, de Psicosis (Psycho, 1960, Alfred Hitchcock); de la misma manera que el clímax de La residencia, el horrible descubrimiento por parte de la Sra. Fourneau de la momia confeccionada con despojos de distintas chicas por su demente hijo Louis (John Moulder-Brown), hace pensar, vagamente, en la famosa madre de Norman Bates.


LA RESIDENCIA ES UNA PRODUCCIÓN FORMALMENTE

IMPECABLE, DE UN NIVEL INSÓLITO DE VER EN EL

CINE DE TERROR NACIONAL DE SU ÉPOCA


«La residencia» recoge determinados aspectos heredados del cine de Alfred Hitchcock.

La residencia es, a nivel visual, una película de agudos contrastes, sin que eso sea, necesariamente, una virtud. Por un lado, resulta admirable la impecable planificación de la cual hace gala Ibáñez Serrador en no pocos momentos del film. El cineasta demuestra en numerosas ocasiones que sabe encuadrar en formato panorámico, gracias a lo cual crea elegantes planos que establecen brillantes relaciones visuales entre los personajes dentro de un mismo encuadre. En cambio, por otro lado, hay momentos que «afean» (quizá deliberadamente) toda esa pulcritud. Pienso, por ejemplo, en ese primer plano con zoom al rostro del criado Brechard (Víctor Israel), que parece destino a «asustar» al espectador y sembrar en él la sospecha de que puede tratarse del misterioso asesino de la residencia que está al acecho. O la irregular resolución de los asesinatos: el primero, el de Isabelle en el invernadero, por lo demás bien construido, culmina en una rara combinación de planos de detalle encadenados al ralentí (La residencia es famosa por contener el primer asesinato en cámara lenta de la historia del cine español), pero el resultado es puramente esteticista, aunque mejor que lo que luego perpetraría Juan Antonio Bardem en la terrible La corrupción de Chris Miller (1973); en cambio, el segundo, el de Teresa, atesora una idea de puesta en escena más atrevida: en primer plano, una mano sujeta a la joven por el cabello, mientras que la otra mano, empuñando un cuchillo, se apoya sobre su garganta indefensa; la imagen se congela, como si, por un momento, fuera a producirse un corte de montaje que nos llevaría al siguiente plano; pero no: la imagen recobra la velocidad normal, y asistimos a la degollación de Teresa en todo su horror.

EL JUEGO DE LOS NIÑOS

¿Quién puede matar a un niño?, cuya copia está fechada en 1975 pero se estrenó en 1976, arranca con una larga secuencia documental, sobre la cual se superponen los títulos de crédito, en la cual vemos –con acompañamiento de la voz en off de un locutor– una serie de crudísimas imágenes en blanco y negro de los campos de exterminio nazis, la independencia de la India, las guerras de Corea y Vietnam y la guerra civil en Nigeria, las cuales informan sobre los estragos de dichos conflictos en la población civil, y sobre todo, en los niños, principales víctimas de todas esas desgracias. En muchas ocasiones, se ha interpretado ¿Quién puede matar a un niño? como una alegoría en torno a la venganza de la infancia contra la crueldad de los adultos, extremo este que Narciso Ibáñez Serrador, firmando el guión, como siempre, como Luis Peñafiel, y partiendo en esta ocasión de la novela de Juan José Plans «El juego de los niños» (1976), negaba con contundencia: «No hablo exactamente de niños maltratados. Lo que yo creo es que siempre que sucede algo gordo, por lo general guerras, hambrunas y cosas así, las primeras víctimas y en masa son los niños. (…) Es decir, los niños son siempre víctimas de los adultos. Y en mi película algo pasa que deciden defenderse de sus enemigos» (3).



Si, en el caso de La residencia, los modelos a seguir eran el cine de terror gótico británico e italiano, en el de ¿Quién puede matar a un niño? sus modos fílmicos se encuentran plenamente inscritos en los del cine fantástico contemporáneo de su época. Su primera secuencia tras los créditos guarda ciertos ecos de un famoso giallo de Aldo Lado, ¿Quién la ha visto morir? (Chi l’ha vista morire?, 1972): si, en este, una serie de planos de los canales de Venecia acababan descubriéndonos un cadáver flotando entre las góndolas, en la película de Ibáñez Serrador una serie de planos generales y de detalle de personas veraneando en una concurrida playa, y en particular de niños y niñas de aspecto saludable, que contrastan con los pequeños famélicos o muertos de las escenas documentales de los créditos, acaban convergiendo en la escena en la que un niño descubre, inocentemente, el cadáver de una muchacha, flotando boca abajo en la orilla. En cierto sentido, ese contraste entre inocencia y maldad, niños y adultos, juego y violencia, será continuo a lo largo del relato.

Tom y Evelyn, unos excelentes Lewis Fiander y Prunella Ransome, son una pareja de turistas ingleses que visitan la costera ciudad –ficticia– de Benavís, con la intención de irse a continuación a la isla –también ficticia– de Almanzora, a cuatro horas de navegación en barca, en la cual Tom veraneó once años atrás. Antes de emprender viaje hacia la isla, el film recalca el carácter cotidiano de los ambientes en Benavís con vistas, precisamente, a establecer un agudo contraste con el cambio de situación y, sobre todo, de atmósfera, que se producirá cuando los protagonistas arriben a Almanzora. En Benavís, todo es ruido, alegría y jolgorio; el pueblo está en fiestas y por las calles, abarrotadas día y noche, se oyen risas, gritos, música, petardos y fuegos artificiales; en una de sus calles, la chiquillería juega a la piñata; Tom se queja del mucho ruido que hay en el ambiente, y Evelyn acaba dándole la razón. En cambio, en Almanzora, todo está cubierto por un inquietante manto de silencio; las calles están desiertas, salvo la presencia esporádica de algunos niños y niñas silenciosos, sonrientes, esquivos; allí, los pequeños también juegan a la piñata… pero sustituyendo el saco de tela y paja repleto de golosinas por el cuerpo sin vida de un anciano asesinado por una niña que –aunque fuera de campo– acabará destripado…


«¿Quién puede matar a un niño?», segundo y último trabajo para el cine de Ibáñez Serrador, y una de las mejores películas fantásticas del cine español.

AL CONTRARIO QUE LA RESIDENCIA, ¿QUIÉN PUEDE MATAR A UN NIÑO?

SE ENCUENTRA PLENAMENTE INSCRITA EN LOS

MODOS FÍLMICOS DEL CINE FANTÁSTICO DE SU ÉPOCA


Hay en ¿Quién puede matar a un niño? vagos ecos de Los pájaros (The Birds, 1963, Alfred Hitchcock), algo reconocido indirectamente por el propio Ibáñez Serrador en esas mismas declaraciones: «Pasa lo mismo que con los pájaros, aunque a los pájaros el hombre no les hace daño, pero de repente los pájaros nos atacan, no sabemos por qué» (4). Ambas películas coinciden en la idea del viaje a una localidad costera/ una isla, entendido como un viaje hacia un peligro antinatural. Y, a pesar del uso –pero nunca abuso– de recursos formales característicos del cine setentero, como el zoom y el reencuadre con teleobjetivo, con todo mucho más mesurados y justificados que en La residencia, donde parecían mucho más forzados, ¿Quién puede matar a un niño? hace gala de una fuerza visual y de una capacidad de sugerencia que la erigen, sin duda alguna, en la mayor aportación de Ibáñez Serrador al cine fantástico español (y al cine en general), y en una de las mejores muestras del género nacional en esos años, a la altura –si no más…– de Pánico en el Transiberiano (Eugenio Martín, 1972) y No profanar el sueño de los muertos (Jorge Grau, 1974).

Las primeras escenas de Tom y Evelyn en la isla se encuentran entre lo más bello e inquietante que haya legado Ibáñez Serrador al cine. Con el apoyo de una espléndida fotografía de José Luis Alcaine, gran especialista en transmitir ambientes sofocantes como hace aquí, momentos como la escena de la niña que toca y apoya su oído en el vientre de la embarazada Evelyn, o las sucesivas apariciones/ desapariciones de niños y niñas por las calles del pueblo de blancas paredes, tejen una atmósfera pegajosa e incómoda, que alcanza su cénit en momentos tan espléndidos –y aterradores– como la escena en la que una niña arrebata el bastón a un anciano para golpearle repetidamente el cráneo hasta la muerte –y que, contrariamente a lo que puedan pensar algunos, resulta mucho más eficaz, precisamente, porque Ibáñez Serrador construye el plano de manera que tan solo veamos los golpes de la niña pero no quién los recibe detrás de la esquina–, o la ya mencionada de la «piñata» hecha con el cadáver del anciano: los gritos y las risas de triunfo que oímos en off expresan, sin verlo, el desparramiento de las tripas del cadáver del viejo utilizado en tan macabro juego.



«¿Quién puede matar a un niño?», un film valiente que hoy se consideraria «políticamente incorrecto».

A todo ello hay que añadir detalles de realización y puesta en escena tales como el magnífico travelling a ras de suelo en el colmado donde Tom entra a comprar víveres y que le descubre al espectador, sin que Tom se dé cuenta, el cadáver de una mujer tumbado detrás de una de las estanterías; o ese momento de aterrador «suspense » en el que un chiquillo, armado con un revólver, intenta volarle la cabeza a Evelyn a sus espaldas, resuelto asimismo con gran habilidad: plano desde el punto de vista subjetivo del niño, con la pistola –un poco, de nuevo, a lo Hitchcock: el de Recuerda (Spellbound, 1945)– apuntando a la cabeza de la protagonista / contraplano de Tom, armado con una metralleta, acompañado del sonido en off de un disparo / contraplano del ventanuco enrejado donde se asomaba el niño: este está muerto (el disparo que hemos oído era de Tom), y la sangre del pequeño empieza a gotear, deslizándose por la pared. Huelga decir, a estas alturas, que ¿Quién puede matar a un niño? hoy en día estaría considerada, probablemente, como «políticamente incorrecta», ese cáncer del pensamiento único que Ibáñez Serrador subvierte aquí con valentía y rigor, como demuestra contundente y brillantemente en el espléndido tercio final del relato: la muerte, o mejor dicho, el asesinato de Evelyn, víctima del hijo que lleva en sus entrañas y que, acaso contagiado por el insólito «virus» de maldad de sus pequeños compañeros, asesina a su propia madre aunque eso le suponga su propia muerte; la escena en la que un desesperado Tom ametralla a varios niños y niñas para abrirse paso entre ellos hacia el puerto; o la pelea final del protagonista contra los diabólicos chiquillos sobre la barca con la que intenta huir de la isla… ¿Conocía Stephen King esta admirable película cuando escribió su cuento «Los chicos del maíz», recogido en el volumen «El umbral de la noche» (1978)? Yo no pondría la mano en el fuego.

Tomás Fernández Valentí

(1) La banda sonora incluye el tema principal del film de Jack Clayton Suspense (The Innocents, 1961), compuesto por Georges Auric, lo cual refuerza el vínculo con la obra de James.

(2) Citado en la página en inglés de Wikipedia dedicada a la película: https://en.wikipedia.org/wiki/The_House_That_Screamed_( 1969_film)#CITEREFWillisL%C3%A1zaro- Reboll2004

(3) Narciso Ibáñez Serrador a Sara Torres, en el volumen colectivo «Cine fantástico y de terror español. 1900-1983» (Carlos Aguilar, coord.). Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, 1999, pp. 251-252.

(4) Op. cit. infra, p. 252.