Las adaptaciones televisivas del mito de Frankenstein

en Frankenstein (2)/SubDossiers por

Si bien las aproximaciones a la novela de Mary Shelley que más han calado a nivel cultural han sido las cinematográficas, también la televisión ha intentado aportar su propia visión de la historia, basculando entre la fidelidad al modelo original y la necesidad de plantear una cierta diferenciación y/o innovación.


POR UNA MERA CUESTIÓN PRÁCTICA, HE OPTADO por renunciar a un completismo imposible dentro del (ajustadísimo) espacio del que dispongo: esa reducción del objeto de estudio me ha permitido centrarme exclusivamente en las adaptaciones (más o menos) literales del original, y establecer así, a partir de los rasgos característicos de cada una de ellas, la evolución que han tomado esas aproximaciones al mito con respecto a las visiones canónicas que nos han legado, principalmente, las series cinematográficas de la Universal y la Hammer. De ahí que haya dejado fuera tanto cameos y/o parodias como homenajes más o menos encubiertos a la obra de Shelley como el que suponía el Herman Munster (Fred Gwynne) de La familia Munster (The Munsters, 1964-1966), pero también acercamientos animados que, por regla general, intentan aproximar la historia al público más joven a través de la simplificación –Frankenstein Jr. y los Imposibles (Frankenstein, Jr. and the Impossibles, 1966-1968)– o de la actualización cyberpunk –el anime Argento Soma (Id., 2000-2001)–.



A LA SOMBRA DE LA UNIVERSAL

Si algo comparten las dos primeras relecturas televisivas de la novela original es la imposibilidad, por culpa de las limitaciones técnicas de la época, de ofrecer algo más que una versión condensada, y notablemente simplificada, de la historia original. Ambas se produjeron para dos espacios dramáticos de las cadenas estadounidenses ABC y NBC, respectivamente, Tales of Tomorrow (1951-1953) y Matinee Theatre (1955-1958), de estructura especialmente cerrada y condicionantes de producción muy específicos porque se emitían en riguroso directo. Lo que, además de determinar (y restringir) la utilización de la cámara –que no podía permitirse movimientos complicados, al darle preferencia al seguimiento de los actores en el plató–, también obligaba a reducir la variedad de escenarios y, lo que es peor, a dar como buenas tomas, en realidad, erróneas o deficientes. No se ha conservado, eso sí, más que material fotográfico de Matinee Theatre, así que no hay manera de comparar qué es lo que proponía Walter Grauman respecto a la versión que rodó Don Medford para Tales of Tomorrow, y que no era más que una especie de resumen, un tanto caótico y atropellado, de El doctor Frankenstein (Frankenstein; James Whale, 1931). Su mayor interés reside, por lo tanto, en la posibilidad que ofrece de ver a Lon Chaney Jr. ofreciendo una variación del papel que ya interpretara en El fantasma de Frankenstein (The Ghost of Frankenstein; Erle C. Kenton, 1942) sin tener que cargar, en esta ocasión, con la herencia de Boris Karloff, sobre todo por el uso de un maquillaje, como era inevitable para eludir litigios de Universal (1), completamente reconcebido y cuyas características básicas –ausencia de pelo, cicatrices bien visibles en la cara, físico voluminoso– se repetirían en la versión que el exboxeador Primo Carnera abordó en Matinee Theatre. Gracias a esa (relativa) libertad, el actor dota al personaje de una rabia contenida, de una peligrosidad –cfr. la manera en la que agita al pequeño William (Michael Mann)–, que no solamente lo alejan del modelo Karloff, sino que, lo que resulta incluso más interesante, lo convierte casi en un antecedente del bastante más posterior Hulk (2).



Debido a los desacuerdos entre Hammer y Columbia, «Tales of Frankenstein» acabó siendo un híbrido muy dependiente de la imaginería de la Universal.

Pero si allí John Newland interpretaba a un Victor Frankenstein mucho menos interesante que su propia criatura, en el piloto frustrado producido por Hammer Films que es Tales of Frankenstein (1959) se invierten las tornas: el monstruo prácticamente se convierte en un mecanismo narrativo más, y en quien se centra la acción es en la versión del Barón que aquí aborda, con notable prestancia (y presencia) dramática, Anton Diffring. Lo interesante es que, en las negociaciones que Michael Carreras llevó a cabo con Columbia para coproducir la serie –y debido a que la major estadounidense quería sacarle partido a los derechos que había adquirido sobre las versiones de la Universal: de ahí que la criatura (Don Megowan) luzca un maquillaje muy similar al de Jack Pierce–, no le quedó más remedio que transigir a la hora de distanciar el producto de la reconcepción de los personajes de Shelley que habían planteado en los largometrajes de Terence Fisher. Sin embargo, y a pesar de que se rechazaron las ideas que propusieron guionistas como Jimmy Sangster (3), en el guión que finalmente firmó el propio director del episodio, el veterano Curt Siodmak, junto al matrimonio formado por Henry y Catherine Kuttner, Frankenstein es tan manipulador y tan sociópata como en las interpretaciones de Peter Cushing –cfr. su forma de mirarle las manos al moribundo Paul Halpert (Richard Bull), pensando ya en su posible utilidad para sus experimentos–, y, lo que es más, no tiene ningún personaje secundario a su alrededor que ejerza como voz de su conciencia. Eso genera un contraste muy interesante entre la estética de terror gótico que Siodmak, con la ayuda de su director de fotografía, Gert Andersen, aplica sobre el material: aunque formalmente la intención es aproximarse a la fórmula Universal, detrás de sus imágenes en blanco y negro late una sensibilidad mucho más moderna que pugna por salir por debajo de esa moralidad impuesta por los productores estadounidenses, y que obliga a que Frankenstein acabe siendo arrestado por sus crímenes.


Para evitar litigios con la Universal, se tenían que usar maquillajes para el monstruo

que se alejaba de la imagen de Karloff, y que liberaban de su sombra a los actores


Ian Holm interpretó a Frankenstein y a su criatura.Una (excesiva) dependencia de la iconografía clásica de la que, en cambio, intentaba distanciarse, con resultados más que defendibles pese a las discutibles opciones estéticas tomadas a partir de un presupuesto evidentemente ajustado, la adaptación que firmó el diseñador de producción Voytek (4) para la serie antológica Mystery and Imagination (1966- 1970) de la ITV británica. De ahí que, quizás para evitar que una figura tomara más preeminencia que la otra, y más que probablemente con la mirada puesta en «El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde» de Robert Louis Stevenson, el guionista Robert Muller tomara la provocadora decisión de transformar a la criatura en una especie de doppelgänger monstruoso del propio Victor Frankenstein, permitiendo así al mismo actor, Ian Holm, abordar de forma simultánea ambos papeles, como si fueran variaciones del mismo individuo generadas por sus investigaciones científicas: cfr. la secuencia del experimento, en la que Frankenstein adopta idéntica postura –con los brazos abiertos a la manera del Hombre de Vitruvio– a la que el monstruo tiene mientras recibe la descarga eléctrica que le dará vida… Esa alteración provoca que, incluso cuando las escenas del telefilm remiten de forma directa al original de Shelley –siempre, claro está, mediatizadas por las limitaciones de producción–, adquieran una nueva dimensión dramática a partir de la inquietante posibilidad de que la criatura sea un pedazo desgajado de la psique de su propio creador, que ejecuta, sin que pueda controlarlo, sus deseos más inconfesables.


Ian Holm interpretó a Frankenstein y a su criatura.

ACERCÁNDOSE (O NO) A SHELLEY

Un lustro más tarde coincidían en la pequeña pantalla dos producciones, una perteneciente al espacio The Wide World of Mystery (1973-1978) y la otra, la miniserie Frankenstein: Su verdadera historia (Frankenstein: The True Story, 1973), que como evidencia el título de esta última, se promocionaron a partir de su (supuesta) fidelidad a la letra de Mary Shelley, a pesar de que ambas, a la hora de la verdad, proponían variaciones que alteraban, en sentidos muy distintos, las intenciones de la novela original. Así, la primera, dirigida por Glenn Jordan bajo la atenta supervisión de Dan Curtis como coguionista y productor –y limitada, de nuevo, por un presupuesto paupérrimo, de ahí que se rodara en el mucho más barato formato vídeo–, releía la relación entre Victor Frankenstein (Robert Foxworth) y su criatura (Bo Svenson) desde un prisma paternofilial, enfatizando la inocencia y la vulnerabilidad del monstruo para subrayar así la responsabilidad de su creador al negarle lo que todo hijo necesita de su progenitor: guía, comprensión y una mínima empatía hacia una emocionalidad de carácter casi infantil. En cambio, la miniserie firmada por Jack Smight es una especie de batiburrillo de las diversas adaptaciones cinematográficas de la novela –incluyendo el sosias del Dr. Pretorius que interpreta James Mason, o la particularísima versión de la novia que propone– que, para su concepto sobre la criatura (Michael Sarrazin), se apropia de una idea planteada por Jimmy Sangster en La venganza de Frankenstein (Revenge of Frankenstein; Terence Fisher, 1958). Me refiero a la del monstruo inicialmente bello que se degenera física y mentalmente, y que, además, como en El cerebro de Frankenstein (Frankenstein Must Be Destroyed; Terence Fisher, 1969), lleva los sesos del compañero de experimentos de Frankenstein (Leonard Whiting), el aquí mucho más veterano Henri Clerval (David McCallum) –y con quien pretende, de alguna manera, llenar el hueco íntimo de un hermano prematuramente fallecido: en este caso también laten de fondo los lazos familiares inconclusos–. Así, mientras en la versión de Mystery and Imagination el enfrentamiento final de Frankenstein y su criatura era, en cierta manera, un suicidio metafórico, en las adaptaciones de Jordan y Smight se trata más bien de una venganza por el vínculo emocional mutilado, y la necesidad del científico de hacerse responsable de sus propias decisiones a ese respecto.


La versión de Jordan y Curtis enfatizaba lo paternofilial de la relación Frankenstein/criatura.

Curiosamente, también Frankenstein (Id., 1984) pretendía genera un vínculo similar entre su Victor Frankenstein (un Robert Powell que parecía canalizar la energía de Peter Cushing) y su creación (David Warner). Pero esa intención chocaba frontalmente con la condensación de la historia en una duración de apenas 73 minutos, que llevó al director, James Ormerod, a darle al telefilm un ritmo casi vertiginoso, que no le permitía más que rascar apenas la superficie de los temas planteados por Shelley. No hay, de hecho, demasiado que salvar de lo derivativo del guión de Victor Gialanella, carente de la más mínima originalidad, excepto que le da la oportunidad a Warner de construir una criatura para la cual toma la vulnerabilidad de Svenson y le añade un detalle sorprendente: una velocidad y una rotundidad de movimientos que no habían aportado ninguno de sus compañeros, y que le hacen mucho más amenazante –y más creíble– precisamente por el carácter físico del que dota al personaje. En su caso, su deformidad la provoca un accidente que quema gran parte de su rostro, pero en el del monstruo (Randy Quaid) de Frankenstein (Id., 1992), se trata de una consecuencia directa de la reconcepción casi absoluta del método de creación que propone el guión de David Wickes, y que sustituye a las figuras construidas a base de cadáveres cosidos por una especie de clones orgánicos generados a través de magnetismo –un concepto, sobre el papel, menos gore, pero que da lugar a una imagen muy desagradable: la del cuerpo desechado de una posible novia que se deshace y se pierde, hecho migajas sanguinolentas, por un desagüe del laboratorio–… Lo que permite al telefilm plantear una vuelta de tuerca respecto a la idea alrededor de la que giraba la adaptación de Mystery and Imagination, esto es, transformar a Victor Frankenstein (Patrick Bergin) y su criatura en dobles el uno del otro. Pero si allí se trataba de algo solamente sugerido por el doble papel de Holm, aquí se convierte en el centro de la propuesta dramática, al establecer un vínculo mental entre ambos –tan poderoso que el científico llega a somatizar incluso las heridas que recibe su creación– que explica la angustia existencial compartida y, sobre todo, la inacabable persecución, casi un tira y afloja continuo que roza lo cartoonesco, entre ambos.



Las adaptaciones televisivas contemporáneas de la novela hacen el esfuerzo

de contemporaneizar el mito, modernizando sus rasgos básicos


«Frankenstein: Su verdadera historia» tomaba ideas prestadas de las películas Hammer.

MODERNIZACIONES Y/O VARIACIONES

El estreno de la ambiciosa Frankenstein de Mary Shelley (Mary Shelley’s Frankenstein; Kenneth Branagh, 1994) frenó durante una década la producción de adaptaciones televisivas, hasta que, nuevamente, llegaron a la pantalla de forma casi consecutiva sendos productos de intenciones (y resultados) prácticamente opuestos, Frankenstein Evolution (Frankenstein, 2004) y Frankenstein (Id., 2004). Y es que, si el primero partía de un concepto básico, a todas luces, insuficiente –una reconceptualización de la obra original de tono abiertamente procedural, y en realidad inspirada en una mediocre serie de novelas de Dean Koontz–, elevado a través de la energía de la puesta en escena de su director, Marcus Nispel, en cambio el segundo intentaba sostener la que sea, seguramente, la adaptación más fiel que se ha planteado del libro de Shelley, sobre la profesionalidad nada entusiasta de un Kevin Connor, a esas alturas, de vuelta de todo. Lo que no deja de ser curioso es que, siento tan diferentes, ambas planteaban una visión de la criatura mucho más atractiva de lo habitual: en el primer caso, porque Deucalion (Vincent Perez) parece más bien una reconcepción del personaje de Ron Perlman en la serie La bella y la bestia (Beauty and the Beast, 1987- 1990) –al fin y al cabo, crea con su partenaire en la ficción, Parker Posey, una tensión similar a la que Linda Hamilton tenía con Perlman–; y en el segundo, porque el monstruo (Luke Goss) que dibuja el libreto de Mark Kruger está cargado de un angst vital –incluso con su supuesto afán de fidelidad, el guionista se resiste a culpabilizarlo de sus crímenes– que lo convierte casi en una especie de adolescente gótico. Esa superficialidad con la que se aproximan a la novela original es la que provoca que, a nivel global, ambas versiones fracasen a la hora de aportar algún rasgo distintivo, más allá de la reiteración de ideas ya (mejor) exploradas.


De izq. a der., y de arriba abajo, las versiones de «Frankenstein» de James Ormerod, David Wickes, Marcus Nispel y Jed Mercurio.


Al menos, cuando Jed Mercurio recibió el encargo de la ITV de darle una vuelta de tuerca al concepto en Frankenstein (Id., 2007), optó por llevárselo al terreno de una sci-fi a medio camino entre Alien, el octavo pasajero (Alien; Ridley Scott, 1979) y Doctor Who (Id., 2005-), concibiendo una criatura (Julian Bleach) surgida del experimento genético de una experta en biotecnología, Victoria Frankenstein (Helen McCrory), a la hora de crear un donante artificial para su moribundo hijo –de ahí su aspecto profundamente inhumano, matizado de forma espléndida por el uso de efectos digitales–. Lo que nos devuelve, de nuevo, al terreno de la responsabilidad y de los vínculos familiares que ya habían explorado, desde una perspectiva distinta, Curtis y Jordan, en este caso desde el matiz de la segunda oportunidad vital que supone la aparición del monstruo para Frankenstein y su marido, Henry Clervall (James Purefoy). Otra relectura de la novela de Shelley que ahonda en el vínculo paternofilial entre sus dos personajes principales es la adaptación teatral que llevó a cabo Nick Dear –y en la que Benedict Cumberbatch y Jonny Lee Miller se alternaban los papeles de Victor Frankenstein y la criatura–, y que el director de su primera producción, Danny Boyle, rodó para que se pudiera disfrutar más allá de sus representaciones teatrales. Algo similar a lo que ocurrió con «Frankenstein’s Wedding», revisión en clave de drama musical de un segmento muy concreto de la obra original, la boda de Victor (Andrew Gower) con Elizabeth (Lacey Turner) –con el acento puesto, de nuevo, en el monstruo, interpretado por un actor negro, David Harewood, lo que le daba una carga étnica muy sugerente–, que también emitió la BBC en directo desde la Abadía de Kirkstall, en Leeds.



Claro que, en fecha todavía más reciente, la novela ha recibido otros dos acercamientos en formato serial que han reaprovechado alguno de sus elementos para construir el tipo de ficción que, en realidad, le interesaba a sus respectivos responsables: una intriga policíaca decimonónica en The Frankenstein Chronicles (Id., 2015-), que más allá de su propia trama, propone un interesantísimo acercamiento a la época en la que el original fue escrito –de ahí el detalle de que Shelley aparezca como personaje, interpretada por Anna Maxwell Martin, lo que sitúa a la serie en un plano distinto al de otras adaptaciones más literales–; y un desprejuiciado monster mash en Penny Dreadful (Id., 2014-2016), cuya concepción del terror gótico está más que inspirada en la estética Hammer –lo que también se traslada a la perversidad que empapa las relaciones entre los protagonistas que dibuja su creador, John Logan–. Lógicamente, en la primera no tienen tanta importancia las criaturas en sí que aparecen como la actitud moral que adopta su creador, ese sosias de Victor Frankenstein que es ese científico enloquecido que resulta ser el potentado Daniel Hervey (Ed Stoppard), pero en cambio, en la segunda resulta fundamental la relación que se establece entre el monstruo, Caliban (Rory Kinnear), y Victor Frankenstein (Harry Treadway). En el tercer capítulo de la primera temporada, «Resurrección», la propia criatura narra su nacimiento, momento en el que alude, de nuevo, a la responsabilidad moral y afectiva a la que se refería la versión de Curtis/Jordan, convirtiendo al personaje de Kinnear, de forma todavía más evidente que en la interpretación de Bo Svenson, en una especie de bebé gigante, tan aterrador como desvalido –cfr. sus desgarradores gritos, absolutamente escalofriantes–… ¿Cómo podía acabar el personaje, sino convirtiéndose él mismo en padre y teniendo que asumir una decisión equivalente a la de su creador?

Tonio L. Alarcón

(1) Como es bien sabido, al ser la obra de Mary Shelley de dominio público, lo único que pudo registrar la major es la imagen del personaje concebida por el maquillador Jack Pierce.

(2) Lo que no es tan aleatorio como puede parecer: al fin y al cabo, el diseño inicial del personaje que realizó Jack Kirby se parece, y además mucho, al monstruo de Frankenstein de la Universal.

(3) No se desperdiciaron, eso sí: algunas de ellas fueron recicladas en posteriores entregas de la franquicia frankensteiniana de Hammer Films.

(4) Nombre artístico de Wojciech Roman Pawel Jerzy Szendzikowski.