Frankenstein en el siglo XXI

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Desde el año 2000 y hasta el momento actual, el mito creado por Mary Shelley no ha dejado de aparecer en las pantallas del cine y de la televisión con insistencia digna de mejor causa, al menos, en lo que se refiere a las producciones cinematográficas, a pesar de la presencia, y relevancia, de largometrajes tan interesantes (y poco apreciados) como Frankenweenie (Tim Burton), Frankenstein (Bernard Rose) y Victor Frankenstein (Paul McGuigan).


 1 Desde que en 2000 publicara junto con Antonio José Navarro «Frankenstein. El mito de la vida artificial» (Nuer. Madrid), el mito ha continuado perpetuándose no solo en los escenarios –cf. el ballet en tres actos, con música de Lowell Liebermann y coreografía de Liam Scarlett, representado en 2016 en el Royal Opera House de Londres (1); el montaje de Carme Portaceli, con libreto de Guillem Morales y protagonizado por Joel Joan (la criatura) y Àngel Llàcer (Dr. Victor Frankenstein), estrenado el 15 de febrero de este año en el Teatre Nacional de Catalunya en Barcelona–, sino también en el cine y la televisión. En lo que llevamos del presente siglo, Frankenstein, al igual que otros mitos de la literatura y el cine fantásticos como Drácula o el hombre lobo, ha acabado siendo víctima de la más recalcitrante posmodernidad: «Signo de los tiempos, los mitos del terror gótico, recuerdo del pasado arrogantemente “superado” por una sociedad que se vanagloria de su incredulidad ante los sueños oscuros que han alimentado durante siglos el pensamiento y el alma humanos, y cuya única función parece ser ahora la de erigirse en una estampa meramente decorativa equivalente, salvando las distancias, a la de un copyright o una especie de marca de fábrica» (2).


En «Van Helsing», el monstruo de Frankenstein es un mero comparsa.

La posmodernidad ha sido, y sigue siendo, la nota predominante a la hora de abordar el mito en el siglo XXI, dejando aparte subproductos como Frankenstein vs. the Creature from Blood Cove (William Winkler, 2005), y aportaciones residuales en géneros como el erótico-pornográfico –Mistress Frankenstein (John Bacchus, 2000)–, o la comedia juvenil –Stan Helsing (Bo Zenga, 2009), The Frankenstein Brothers (Lee Roy Kunz, 2010)–, pasando por propuestas arty como Szalíd teremtés: A Frankenstein-terv (a.k.a. Tender Son: The Frankenstein Project, 2010), del reputado firmante de White God (Fehér isten, 2014) y Jupiter’s Moon (Jupiter holdja, 2017) Kornél Mundruczó. Posmoderna es Van Helsing (ídem, 2004), en la que Frankenstein (Samuel West) y su criatura (Shuler Hensley) centran el momento más curioso de tan desenfrenado tebeo: sus primeros cinco minutos, aproximadamente, en los cuales el guionista y realizador Stephen Sommers evoca, mediante el blanco y negro –como Mel Brooks o Tim Burton–, la estética de los viejos films de la Universal, incendio del molino incluido. Desde la perspectiva del mito shelleyano, poco más se puede decir de esta película que convierte a Van Helsing (Hugh Jackman) en un superhéroe y al monstruo de Frankenstein en un monstruito más bueno que el pan, y brinda a Richard Roxburgh la posibilidad de interpretar al peor Drácula de la historia.

2 Y hablando de Tim Burton, este tuvo la «osadía» de atreverse a rehacer su celebrado cortometraje Frankenweenie (ídem, 1984), ahora en formato largometraje y animación stop-motion, en la línea de Pesadilla antes de Navidad (Tim Burton’s Nightmare Before Christmas, 1993, Henry Selick) y La novia cadáver (The Corpse Bride, 2005, codirigida con Mike Johnson). Frankenweenie (ídem, 2012), además, reincide en la misma trama argumental –el joven Victor Frankenstein resucita a su perrito Sparky, realizando un experimento con electricidad idéntico a los del díptico de James Whale– y en los ambientes de clase media norteamericana, modelo Frank Tashlin, que salían a relucir en la primera versión y en su insuperada obra maestra, Eduardo Manostijeras (Edward Scissorhands, 1990). A ello hay que sumar la reutilización del blanco y negro –como, también, en Ed Wood (ídem, 1994)–, o los guiños a la cultura que conforma el substrato de su cine: el de terror de la Universal, los ecos del expresionismo alemán, el de ciencia ficción estadounidense de los 50, los cómics, el cartoon, las referencias al impagable Vincent Price y al majestuoso Christopher Lee, al kaijueiga y a Edward Gorey.



«Frankenweenie», magnífica nueva versión de Tim Burton de su corto homónimo de 1984.

Frankenweenie 2012 es un paso adelante en el estilo «deconstructivo» que Burton ha venido explotando de un tiempo a esta parte, y que ha dado pie a combinaciones genéricas, o si se prefiere, a películas sin género determinado como Big Fish (ídem, 2003), Sweeney Todd: El barbero diabólico de la calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, 2007) o la incomprendida Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012). Se trata, además, de un film «envenenado»: bajo su apariencia inofensiva esconde un feroz discurso sobre la clase media estadounidense, aquí convertida más que nunca en una grotesca comunidad de rarezas, magníficamente representados por personajes/ muñecos tan expresivos como el alcalde de la población de Nueva Holanda, quien obliga a su hija, Elsa Van Helsing (sic), a interpretar en público una canción para celebrar la grandeza de la localidad de tonalidades filo-fascistas (¡); o los «monstruosos» condiscípulos de Victor: la horrenda niña rubia («Weird Girl») con ojos de muerto viviente siempre acompañada de un repelente gato llamado no menos repulsivamente… Bigotitos (sic); el antipático niño japonés, Toshiaki; el niño jorobado, Edgar «E.» Gore; o Bob, el chico con aires de monstruo de Frankenstein. No resulta de extrañar que, a los ojos de esta comunidad vulgar y mediocre, el nuevo profesor de ciencia del instituto local, el Sr. Rzykruski, se convierta en alguien «raro» y «maldito» por el mero hecho de intentar arrojar la luz del conocimiento entre tanta medianía; tampoco resulta casual que este personaje sea un émulo furioso de Vincent Price, personificación de una cultura de tiempos pasados como en Eduardo Manostijeras.


El cine de terror de bajo presupuesto ha tenido algo que decir mediante la técnica narrativa

del found footage, como demuestran The Frankenstein Theory y Frankenstein’s Army


Frankenweenie 2012 recupera al Burton más creativo en este bonito cuento moral sobre el valor de la diferencia, con momentos tan logrados como la muerte de Sparky (resuelta mediante una elegante elipsis), el experimento de resurrección del perro modelo James Whale (que tiene la virtud de no cargar las tintas sobre la obviedad de la referencia); el resucitado «pez invisible» cuya siniestra sombra (solo la espina, la cabeza y los dientes) se refleja en la pared del garaje a la luz de una linterna; y una media hora final extraordinaria, en la cual los experimentos de resurrección de Edgar (unos «monos de mar» convertidos en una versión renovada de los gremlins), «Weird Girl» (un horrendo cruce entre un murciélago y Bigotitos), Bob (un perro transformado en una especie de momia agusanada) y Toshiaki (una tortuga a lo Gamera), dan pie a un brillante encadenado de paroxismos que alcanzan su clímax –como en Frankenweenie 1984– en un molino en llamas (3).

3 Dejando aparte las apariciones, secundarias y anecdóticas, del monstruo de Frankenstein en la producción animada de Genndy Tartakovsky Hotel Transilvania (Hotel Transylvania, 2012) y sus secuelas, y films direct-to-video como The Frankenstein Syndrome (Sean Tretta, 2011), el cine de terror de bajo presupuesto ha tenido algo que decir mediante la técnica narrativa del found footage. Es el caso de The Frankenstein Theory (Andrew Weiner, 2013), que gira en torno al hallazgo de una supuesta «filmación encontrada», obra de un equipo de documentalistas que se trasladaron al círculo polar ártico con la finalidad de demostrar algo que ya apuntaron Brian Aldiss y Roger Corman, es decir, que la novela de Mary Shelley está basada en hechos reales y que el monstruo creado por el doctor sigue rondando por la zona; y de Frankenstein’s Army (2013), coescrita y dirigida por el holandés Richard Raaphorst. Esta rara coproducción norteamericana con los Países Bajos y la República Checa, de la cual Raaphorst ya había hecho una primera versión en formato cortometraje –Woensdag Gehaktdag (2008)–, también se presenta como un falso documental filmado por el operador de una patrulla de soldados soviéticos que, en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, descubren que los nazis contrataron los servicios de un demente descendiente del doctor Frankenstein (Karel Roden) para que construyera un ejército de invencibles soldados-monstruo usando los cadáveres de alemanes caídos en combate. El film de Raaphorst es mediocre, pero a pesar de ello curioso, y a ratos bastante insano.


«Frankenstein’s Army», terror de serie B estilo «found footage».

Yo, Frankenstein (I, Frankenstein, 2014) no es ni pretende ser una adaptación de Shelley, ya que adapta un relato gráfico de Kevin Grevioux. Sea como fuere, esta coproducción norteamericano-australiana es un despropósito de principio a fin. Lo único que, hasta cierto punto, tiene cierta gracia son, como en el caso de Van Helsing… sus cinco primeros minutos: una secuencia a base de imágenes fragmentadas y voz over en las cuales el monstruo (Aaron Eckhart), al que luego conoceremos –qué original– como Adam («Adán»), narra qué ocurrió después de lo que relató Shelley en su libro, tras la muerte de Victor Frankenstein y la desaparición de la criatura/ Adam en el gélido paisaje polar. Pero el encanto de este arranque se desvanece a partir del minuto seis, sumergiendo al espectador en una soporífera epopeya de aventuras fantásticas en la cual el monstruo se convierte poco menos que en un superhéroe metido en una guerra maniquea entre gárgolas y demonios, que el guionista y realizador Stuart Beattie resuelve echando mano de toneladas de CGI y sobreabundancia de planos aéreos, y que culmina en un ridículo final, con Adam reconociendo el legado de su creador –y ahondando, sin pudor, en la eterna confusión entre los apelativos del monstruo y del doctor– al grito de: «¡Yo, Frankenstein!».

Otra aportación de serie Z, bastante mala pero relativamente curiosa, a pesar de ello (en parte, gracias a ello), es Frankenstein Vs. The Mummy (2015), una desvergonzada, pero por eso mismo también desprejuiciada, mezcla de mitos del terror, cuyo principal, prácticamente único atractivo, consiste en su esfuerzo por reformular el mito de Shelley y el de la momia desde una perspectiva contemporánea. Damien Leone, director y guionista del film (además de su montador y responsable de los special makeup effects), brinda ideas teóricamente interesantes que, por desgracia, no rebasan su enunciado por culpa de una puesta en escena tan pobre como los escasos recursos con los cuales la película ha sido realizada: presentar a Frankenstein como un joven profesor universitario de filosofía de la medicina, el Dr. Victor F. (Max Rhyser); y al monstruo (Constantin Tripes) no como una víctima, sino como una criatura malvada a consecuencia del traspaso a su cuerpo del cerebro de un criminal.



4 Ya tuve ocasión de comentar en su momento que el Frankenstein (2015) escrito y dirigido por el londinense Bernard Rose me parece una de las mejores versiones contemporáneas de la novela de Shelley (4). Partiendo de un coste de producción que se adivina escaso, pero con notable conocimiento de causa, Rose replantea el relato de Shelley (y el mito literario/ teatral/ cinematográfico creado a su alrededor) ambientándolo en la actualidad. La universalidad del mito demuestra que el mismo sigue funcionando en época presente, y más a partir del inteligente tratamiento que le da el realizador, a medio camino entre lo fantástico y lo realista, lo bizarro y lo cotidiano, con resultados atractivos pese a cierta irregularidad, casi me atrevería a decir que inevitable, dado lo arriesgado del planteamiento. Aquí el monstruo (Xavier Samuel) es un joven atractivo, aunque su cuerpo no tarda en degenerar horriblemente hasta convertirle en un ser repulsivo, que ha sido creado por un matrimonio de científicos, Viktor Frankenstein (Danny Huston) y Marie (Carrie-Anne Moss), a la que la criatura llama «mamá». Precisamente Marie se resiste a destruir al monstruo, por el cual siente afecto, en contra de los deseos de su marido, que lo considera un experimento fallido. La criatura huye del laboratorio donde ha sido creado y, enfrentado al exterior, aprende en sus carnes lo bueno (poco) y lo mucho (malo) de nuestro mundo: la belleza del bosque, el frescor del agua, la bondad incondicional de un perro, la inocencia de una niña, pero también la incomprensión, la crueldad de unos agentes de policía, la imposibilidad de ser feliz en un entorno que le rechaza. Bernard Rose, cineasta desigual pero cuyos trabajos más interesantes se inscriben en el terreno del fantastique –cf. las curiosas Paperhouse (La casa de papel) (Paperhouse, 1988) y Candyman: El dominio de la mente (Candyman, 1992)–, recrea con habilidad y sensibilidad el mito de Frankenstein, insuflando frescura a las escenas clásicas –cf. la mencionada de la niña junto al lago, la relación del monstruo con un indigente ciego (Eddie: Tony Todd, el protagonista de Candyman) y una prostituta que intenta, ay, iniciarle en el sexo (Wanda: Maya Erskine)–, y aportando ingeniosas ideas. Señalo la brillante primera media hora, desarrollada en el laboratorio, y punteada por los planos subjetivos de los párpados de la criatura abriéndose y cerrándose; que sea en esta ocasión el propio monstruo quien, retomando una idea de la novela (y voz en off mediante), narre todo el relato, asimismo, desde su punto de vista, en detrimento de la figura de su frío y despiadado creador; el convertir a la criatura en un marginado social: un homeless al que nadie quiere; y la patética relación con su «madre», Marie, que da pie a una poderosa inversión de la clásica imagen de la Piedad: en la magnífica escena final, el monstruo carga con el cadáver de Marie y se interna con él en la hoguera, y mientras ambos son devorados por las llamas: Adán. Una referencia al primer hombre que, al contrario que en Yo, Frankenstein, aquí sí que tiene toda su fuerza reivindicativa.


La versión de «Frankenstein» de Bernard Rose

Junto con el remake de Frankenweenie a cargo del propio Tim Burton, las mejores lecturas

modernas del mito son Frankenstein (Bernard Rose) y Victor Frankenstein (Paul McGuigan)


«Frankenstein Vs. the Mummy«

5 A pesar de su título, Victor Frankenstein (ídem, 2015) –nada que ver con la curiosísima versión homónima de Calvin Floyd (1977)–, esta nueva vuelta de tuerca del mito llevada a cabo por el escocés Paul McGuigan no gira alrededor del personaje que presta su nombre y su apellido al título (y que aquí corre a cargo de James McAvoy), sino en torno a su ayudante, el joven al que acabaremos conociendo –pues no es ese su nombre verdadero– como Igor (un excelente Daniel Radcliffe). Como bien saben los lectores de Shelley, el popular ayudante contrahecho del doctor es un personaje que no aparece en «Frankenstein, o el moderno Prometeo ». Aceptando, por tanto, que estamos hablando de una convención establecida por una larga tradición teatral y fílmica, lo que propone Victor Frankenstein resulta simpático. ¿Qué pasaría si la historia que todos conocemos estuviese explicada desde el punto de vista de otro personaje testigo de esos mismos hechos, en este caso Igor? El guionista Max Landis plantea el asunto con habilidad y desparpajo. El primer encuentro entre Victor Frankenstein y Igor tiene lugar en un circo. En ese decorado, asistimos a cómo Igor, el joven jorobado del circo donde trabaja como payaso, salva con la ayuda de Frankenstein la vida de la trapecista Lorelei (Jessica Brown Findlay); Igor ha estudiado medicina en sus ratos libres, y Frankenstein percibe en él a alguien con un talento natural en esa materia. Entre Igor y Frankenstein se produce una corriente de simpatía: Frankenstein le ayuda a escapar del circo, se lo lleva a su casa y le libra de su joroba; a cambio de eso, Igor, viendo en Frankenstein no solo a un protector sino incluso algo que jamás ha tenido, un amigo, le presta esa ayudantía.

El planteamiento que hace McGuigan apunta a la naturaleza de la relación entre los protagonistas: no solo por la escena en la que Frankenstein endereza la espalda de Igor tras colocarle un arnés apretando su cuerpo contra el de él, sino porque le molesta –y mucho– el amor que Igor profesa hacia Lorelei: su reacción tiene mucho de celosa. Frankenstein e Igor, tan distintos por separado, forman juntos una unidad. No es casual que el experimento final de creación de vida humana sea exitoso, precisamente, porque la criatura no es sino un hombre con un tamaño que es el doble del normal, y que, además, necesita dos corazones y dos pares de pulmones: el monstruo es la suma de dos hombres: de sus creadores. Del dibujo de esa relación se deriva otro aspecto que en Shelley también se encontraba anotado: la diferencia de clases sociales. También cabe destacar el hecho de que el Victor Frankenstein de McGuigan distingue claramente entre la tesis «blasfema » del mito frankensteiniano, según la cual el libro de Shelley y buena parte de sus adaptaciones al cine –sobre todo, las de la Universal– serían advertencias sobre las consecuencias de intentar arrobarse el papel de Dios; y, por otro lado la tesis «prometeica», según la cual –como mostraron las adaptaciones de Hammer Films– Frankenstein es un incomprendido adalid de la ciencia y un portavoz del progreso tan adelantado a su tiempo que no cosecha sino oposición y rechazo a su paso.


A pesar de su título, «Victor Frankenstein» replantea el mito contándolo desde el punto de vista de un personaje inexistente en la novela: Igor.

Victor Frankenstein es una interesante película y una más que digna revisión del mito desde una perspectiva posmoderna, a pesar de que en esta ocasión los guiños están bien dosificados y no resultan cargantes: cf. la escena en la que Frankenstein le enseña a Igor cómo se mueven unos ojos sumergidos en un líquido siguiendo la luz de una vela, como en La maldición de Frankenstein (The Curse of Frankenstein, 1957, Terence Fisher). Las set pieces funcionan a nivel de planificación y ritmo, como la resurrección del primer «prototipo» creado por Frankenstein, un deforme chimpancé llamado Gordon; o la creación del monstruo, a pesar de su consabido carácter de grand finale destinado a insuflar espectáculo a un relato que, en sus líneas generales, se mueve más, y mejor, en el terreno del intimismo (5).

Tomás Fernández Valentí

(1) Que en España pudo verse en sesiones especiales en salas de cine, como la que ofreció el circuito CINESA, en directo desde el Royal Opera House, el 18 de mayo de 2016.

(2) En mi capítulo Sombras retorcidas. Drácula, Frankenstein y el Hombre Lobo a la luz de la posmodernidad, incluido en el volumen colectivo «Pesadillas en la oscuridad. El cine de terror gótico» (Antonio José Navarro, ed.). Valdemar (colección Intempestivas, núm. 23) – Sitges (Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya). Madrid, 2010. Pág. 441.

(3) Para un comentario más extenso de este film, véase mi blog El Cine según TFV, entrada «Frankenweenie, de Tim Burton (Telegrama núm. 18)», de 29 de octubre de 2012: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/10/frankenweenie-detim- burton-telegrama.html

(4) DIRIGIDO POR…, núm. 465 (abril 2016), Sección Cine On-Line.

(5) Para un comentario más extenso de este film, véase mi blog El Cine según TFV, entrada «Extraña amistad: Victor Frankenstein, de Paul McGuigan», de 7 de mayo de 2016: http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2016/05/extrana-amistadvictor- frankenstein-de.html