Entre la maravilla y el vitalismo
La edición por parte de Divisa, de la magnífica El ladrón de Bagdad en edición combo, nos ofrece por un lado una copia restaurada de una de las primeras obras maestras del cine de aventuras. Pero al mismo tiempo, la complementa con diversos extras, entre los que cabe destacar el documental que relaciona la película y el esfuerzo del auténtico artífice de la misma, el actor Douglas Fairbanks por llevar a cabo este proyecto, verdadera cima de su aportación cinematográfica. |
HUBO UN TIEMPO EN EL QUE EL CINE estuvo teñido de inocencia. En el que sus imágenes desprendían una extraña y mágica convicción, aunque sus ficciones describieran las más peregrinas de sus historias. Es algo que tuvo un especial caldo de cultivo en el periodo silente, marco propicio a una especial liturgia, y uno de cuyos exponentes más relevantes lo ejemplifica El ladrón de Bagdad, que aparece como el exponente más logrado en la muy valiosa filmografía de la gran estrella del cine hollywoodiense de aventuras en dicho periodo; Douglas Fairbanks. Artífice de una producción de notable calado, que más de una década después sería retomada por su relevo en el género –Errol Flynn–, se tuvo el acierto en confiar la que sería la primera película en alcanzar el millón de euros de presupuesto a un cineasta como Raoul Walsh, que ya entonces había albergado no pocos títulos de interés –recuerdo casi una década ante, la vibrante Regeneration (1915), auténtica precursora del cine de gángsteres–, y que prolongaría durante décadas una de las filmografías más vibrantes de Hollywood.
Envuelta por la magnificencia de la escenografía creada por William Cameron Menzies, cuya recreación del palacio por momentos casi parece elevarse al infinito hacia el cielo, y en la que no cuesta mucho encontrar ecos de algunas de las más celebres producciones rodadas hasta entonces por Fritz Lang en Alemania, sin duda la presencia de Fairbanks como máxima estrella proporciona a su conjunto a una extraña y al mismo tiempo vitalista musicalidad. En no pocos de sus instantes, tenemos la sensación de que aparece como un ser que emerge al margen del contexto que habita, libre, pícaro, sonriente, contrastando con los semblantes, casi de fantasmagoría, del resto de personajes. Será todo ello un oportuno contraste, que servirá al ya experimentado realizador para jugar con una magnífica utilización de dicha escenografía y, a partir de la misma, dotar de entidad propia a sus personajes, en una perfecta simbiosis con los lujosos elementos de producción del relato. Así pues, el film de Walsh destacará en una primera mitad, donde tendrá una especial relevancia el protagonismo de la opulencia de este palacio de Bagdad, al tiempo que sabrá definir sus principales personajes, integrándolos en sus propias escenografías y caracterizaciones –el subterráneo en el que vive el vitalista pero humilde ladrón protagonista; la opulencia de los tres príncipes que visitan el palacio, en especial la casi asfixiante que desprende el maléfico mongol Sojin (Sôjin Kamiyama)–. Pero junto a ello, en sus instante más líricos, El ladrón de Bagdad destacará por su apego al romanticismo, centrado en la evolución de la historia de amor desplegada entre el ladrón y la princesa (Julanne Johnston). Fruto de esa inesperada relación, surgirán algunas de las escenas más hermosas de este admirable film de aventuras, que se degusta en sus dos horas y media de duración con creciente placer. La belleza de la secuencia en la que el ladrón accede al palacio para robar, contempla en picado a la heredera entre las gasas que conforman su lujoso lecho, el instante en el que este saja con su espada en dos el anillo que la princesa le ha entregado como promesa, entregándoselo a ese clérigo árabe del que inicialmente se había burlado, para devolverle la mitad del compromiso a su amada. Y si esa primera mitad destacaba por la fuerza expresiva de sus decorados –ese maravilloso plano general fijo que nos describe el anochecer en Bagdad–, al tiempo que nos transmite las motivaciones de sus personajes, nos adentraremos en una segunda mitad absolutamente deslumbrante. Será un extenso fragmento, en el que el sentido de lo maravilloso nos conducirá a la búsqueda de los tres nobles en pugna, buscando esa joya singular que les haga partícipes del amor de la princesa, en medio de escenarios tan deslumbrantes como esa recreación de una deidad de gigantescas dimensiones, a la que se extraerá un mágico ojo de cristal. Sin embargo, será nuestro ladrón quien más lejos llegue en su afán por encontrar ese objeto singular, que finalmente, y tras la advertencia del viejo guardián, aparecerá en forma de cofre que puede hacer realidad cualquiera de sus deseos. Escenarios dotados de una irresistible fantasía –ese fondo submarino lleno de monstruosos animales, e incluso peligrosas criaturas femeninas–, hasta confluir en esa deslumbrante batalla contra la invasión de las tropas de Sojin, por medio de la multiplicación de soldados surgidos de la nada, y que en su planificación casi parecen preludiar las formas narrativas de Einsentein en el cine soviético muy poco después. El conjunto del film de Walsh es, en definitiva, una muestra casi esencial no solo del asentamiento en la consolidación del cine de aventuras sino, sobre todo, una pieza irrepetible, que casi un siglo después mantiene vigente su vitalista y contagiosa fuerza cinematográfica.
Juan Carlos Vizcaíno Martínez
USA, 1924. T.O.: «The Thief of Bagdad». Director: Raoul Walsh. Productor: Douglas Fairbanks. Producción: Douglas Fairbanks Pictures para United Artists. Guión: Lotta Woods, según un argumento de Elton Thomas [Douglas Fairbanks], adaptado por James T. O’Donohue. Fotografía: Arthur Edeson. Dirección artística: William Cameron Menzies. Montaje: Mortimer Wilson. Duración: 139 minutos. Intérpretes: Douglas Fairbanks (El ladrón), Snitz Edwards (El genio), Charles Belcher (El santón), Julanne Johnston (La princesa), Sôjin Kamiyama (El príncipe mongol), Anna May Wong (La esclava), Brandon Hurst (El califa), Noble Johnson (El príncipe indio), Tote Du Crow (El adivino), Laska Winter (La esclava del laúd)