El retorno del virtuoso hedonista
Más de dos décadas después de alzarse con la Palma de Oro en Cannes y cambiar el cine estadounidense para siempre, la obra cumbre de Tarantino vuelve a reestrenarse en salas españolas de la mano de 39 Escalones. Una buena ocasión para analizar las claves de un terremoto cuyas réplicas llegan hasta nuestros días.
HOY EN DÍA, PULP FICTION ES UN cadáver cultural (lo cual no tiene nada que ver con que sea una gran película). Su cartel puede verse en las paredes de bares, clubes nocturnos y pisos compartidos de varias generaciones de eternos jóvenes. El rostro de sus protagonistas aparece en camisetas, tazas y otros artículos de merchandising. Sus frases forman parte del lenguaje popular. En apariencia, esta continua presencia en la vida cotidiana debería hacerla siempre presente, pero al mismo tiempo, ha provocado que el largometraje que lanzó a la fama internacional a Tarantino sea visto antes como un hito de la cultura popular que como una película. Aunque quizá sea un síntoma claro de por qué sigue causando tal fascinación una generación después: el carisma de sus personajes, su capacidad de generar momentos inolvidables y la sensualidad de sus imágenes permanecen incólumes al paso del tiempo.
Resulta por lo tanto llamativo que la mayor parte de exégesis de Pulp Fiction se haya centrado en sus juegos temporales y de estructura, así como en la enumeración interminable de citas génericas y referencias cinematográficas o literarias, quizá porque resulta mucho más fácil trasladar esto a palabras que el hedonismo visual, sonoro y narrativo que define al cine de su autor. Buena muestra es que, de hecho, el propio director haya dejado de lado los juegos temporales –no el carácter episódico, esencial en su obra– en sus películas más recientes. 23 años después, ¿qué sobrevive de Pulp Fiction?
1 Tarantino es quizá el gran cineasta del placer de las últimas décadas. Un hedonismo que muchos han querido ver como visual y sonoro –el travelling lateral que sigue a Mia Wallace (Uma Thurman) mientras baila «Girl You’ll Be a Woman Soon» en versión de Urge Overkill es un buen ejemplo de ello–, pero también catártico a través de su uso de la violencia, o lingüístico por el trabajo constante con las palabras y, a través de ellas, con el tiempo de la secuencia. Pero todos estos elementos, en apariencia epidérmicos, son los que dan forma a la gran liberación que ofrece el cine de Tarantino: la de lo accesorio por encima de lo (en teoría) esencial, la de superponer el placer de la narración por encima de las obligaciones castradoras de la trama, la de hacer prevalecer la forma por encima del tema. Pulp Fiction es, aún más que Reservoir Dogs, una buena muestra de ello, con sus constantes digresiones, cambios de tono y rupturas en la narración.
Un placer que es más patente que en ningún otro momento en su primer episodio, la historia de amor (truncada) entre Mia y Vincent Vega (John Travolta). El episodio funciona como un ballet o, por su duración, como un disco de rock. Se basa, ante todo, en dos procedimientos: la conversación y la música. La primera, a través de un inteligente empleo de la planificación: merece la pena reparar en la manera en que Tarantino emplea un recurso en apariencia manido como el plano-contraplano (encuadre, composición, etc.), para convertir sus charlas en una sinfonía. La segunda, como un abstracto complemento/ respuesta a la profusión de palabras, una ruptura en el discurrir de la conversación que, como las escenas de acción de Kill Bill (2003) o Death Proof (2007), devuelven al cine contemporáneo el placer de lo casual. Curiosamente, el proceso reciente ha sido el opuesto. Quizá por influencia de la narrativa televisiva, la trama y los diálogos que la hacen avanzar vuelven a determinar los manuales de guión; Pulp Fiction demostró que la palabra podía funcionar por sí misma, más allá de la caracterización del personaje o el desarrollo de la trama. El aparente exceso de las películas de Tarantino (o las de los Coen o David Lynch de la época) puede verse como un desesperado esfuerzo por sacudirse de encima la clásica subordinación del cine a la trama, la psicología y el cierre de sentido.
EL PLACER CONDUCE FÁCILMENTE
A LA COMPLACENCIA, PERO ESO
NO OCURRE EN PULP FICTION,
UNA PELÍCULA CONSTRUIDA
ALREDEDOR DE LA FRUSTRACIÓN
2 El placer conduce fácilmente a la complacencia, pero esto no ocurre en Pulp Fiction, una película construida alrededor de la frustración. No tan solo la de los personajes, incapaces de alcanzar lo que persiguen, sino también la del espectador, a través de los abruptos cambios de tono. Ocurre ya en el primer episodio, el de Mia y Vincent, cuando la primera sufre una sobredosis y el matón la conduce a casa de Lance (Eric Stoltz) para darle un chute de adrenalina. Frente a la sensual sofisticación de la improvisada cita, la secuencia en casa del camello está imbuida de un sentido del absurdo casi a lo Ionesco, con sus repeticiones de palabras y ritmo abrupto. La capacidad de Tarantino para deslizarse de un tono a otro –una de las influencias más claras del novelista Elmore Leonard– y seguir resultando verosímil es propia de un virtuoso, una cualidad que ha seguido perfeccionando a lo largo de las últimas dos décadas.
Más patente aún resulta en el segundo episodio, «El reloj de oro». El célebre monólogo de Christopher Walken parte de hecho de dicha premisa, al reventar con la revelación del detalle de dónde lo había guardado la heroicidad de la familia de Butch (Bruce Willis). El episodio completo, en el que tuvo una mayor implicación Roger Avary, funciona de una manera similar. La historia del boxeador vendido que busca su redención al romper el trato con el mafioso que había amañado su combate parece, de entrada, la más convencional de todas. O, al menos, la más heroica. La elocuente retroproyección en el taxi que le conduce al motel y el encuentro con la amante Fabienne (María de Medeiros), así como la motivación del luchador por reconciliarse (simbólicamente) con sus antecesores familiares, lo acercan a un noir urbano. El aparente clasicismo se viene abajo cuando Butch se cruza con Marcellus (Ving Rhames) y descienden al esperpento grotesco tras ser capturados por un sádico policía y un dependiente redneck. Frente a la sobria dignidad de Butch, la violación de Marcellus matiza el significado trascendente de los gestos del boxeador en busca de perdón. Pero también le ofrecen la posibilidad de expiar sus pecados en tan peculiar contexto, al volver a la habitación y liberar a su enemigo. De ahí que el último plano del capítulo, en el que Butch parte hacia el horizonte en su motocicleta con Fabienne a cuestas, habría podido ser una buena conclusión… si hubiese sido otra película.
NO SE TRATA DE UNA TRAGEDIA, SINO DE
UNA COMEDIA NEGRA. ESTO EXPLICA BIEN
LA FASCINACIÓN QUE PULP FICTION SIGUE
EJERCIENDO ENTRE LOS ESPECTADORES
CASI UN CUARTO DE SIGLO DESPUÉS
3 El pulp, como ocurre con otros géneros narrativo de derribo, es particularmente autoconsciente: tensar la verosimilitud de la narración para causar la carcajada del lector es un recurso habitual. Aún más si se trata de una vuelta sobre el mismo, como ocurre en Pulp Fiction, cuyo último acto es una irónica reflexión sobre la intervención del autor en el universo diegético. Lo dice Jules (Samuel L. Jackson) cuando la ráfaga que disparos que le deberían haber matado a Vincent y a él no les causa ni un rasguño. Tan solo la intervención divina puede haberles salvado la vida y, por lo tanto, debe haber alguien velando por ellos. Una revelación que le llevará, en última instancia, a cambiar su vida y a perdonar a los dos atracadores interpretados por Tim Roth y Amanda Plummer.
Una reflexión un tanto irónica, cuando la mayor parte de los personajes, como los protagonistas de Atraco perfecto (The Killing, Stanley Kubrick, 1956), son embestidos una y otra vez por los azares del destino. Vega, quien se había salvado milagrosamente el día anterior, es eliminado por Butch porque, fiel a su reloj interno, pasa al cuarto de baño a hacer de vientre y deja fuera la pistola; Butch es arrastrado a una espiral de violencia simplemente por cruzarse de casualidad con Marcellus en la calle; en el episodio final, la pistola de Vega (esa que no podrá salvarle la vida) se dispara sin querer, lo que provoca que los dos matones tengan que buscar la ayuda del Señor Lobo (Harvey Keitel), un hombre- para-todo que limpia su coche de los sesos del finado. Este episodio es particularmente irónico: los tres hombres deberán trabajar a toda prisa ante la amenaza de que la mujer de Jimmie (Quentin Tarantino) vuelva a casa. El destino, una vez más, muestra el vacío de los actos cotidianos, incluso los relacionados con la vida y la muerte, y la ironía de la existencia humana; pero no se trata de una tragedia sino de una comedia negra. Esto explica bien la fascinación que Pulp Fiction sigue ejerciendo entre los espectadores casi un cuarto de siglo después. En un mundo al mismo tiempo codificado e incierto, en el que el sentido se nos desliza entre los dedos o parece forzado por intereses ideológicos o comerciales, Tarantino fue capaz de celebrar el absurdo y compartir el placer que experimentaba como director en una obra nada solipsista. Quizá un juguete, pero desde luego, una excepción incluso hoy, cuando el cine vuelve a tener miedo de ser valioso por sí mismo y no a través de justificaciones externas.
Héctor G. Barnés
USA, 1994. T.O.: «Pulp Fiction». Director: Quentin Tarantino. Productor: Lawrence Bender. Producción: A Band Apart Productions, Jersey Films para Miramax Films. Guión: Quentin Tarantino, según un argumento de Quentin Tarantino y Roger Avary. Fotografía: Andrzej Sekula, en color DeLuxe. Diseño de producción: David Wasco. Música: Karyn Rachtman. Montaje: Sally Menke. Duración: 153 minutos. Intérpretes: John Travolta (Vincent Vega), Samuel L. Jackson (Jules), Uma Thurman (Mia), Harvey Keitel (Wolf), Tim Roth (Pumpkin), Amanda Plummer (Honey Bunny), Bruce Willis (Butch), Maria de Medeiros (Fabienne), Ving Rhames (Marsellus Wallace), Eric Stoltz (Lance), Rosanna Arquette (Jody), Christopher Walken (Koons)