La representación de la caída de los dioses

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La divulgación de innumerables imágenes fastuosas capturadas en los distintos actos del multitudinario funeral de Fidel Castro coincide con la presentación de varios largometrajes que abordan, en un registro radicalmente opuesto, la caída de distintos mitos. Las láminas extraídas de la realidad y las compuestas en el terreno de la ficción chocan a priori con virulencia. Empero, la fusión de determinados fragmentos consigue concretar un texto apasionante.


EL 25 DE NOVIEMBRE DE 2016 fallece a los noventa años en La Habana Fidel Castro, con permiso del uruguayo José Mujica, el último, y discutido, símbolo sobreviviente de la resistencia revolucionaria de Latinoamérica. Mientras el mundo dramáticamente tuerce hacia la derecha con el imparable avance, en destacadas localizaciones, de analfabetos nacionalistas fanáticos, acorazados tras un vehemente y tramposo parloteo, la izquierda más combativa, desorientada e inclusive herida de gravedad, encadenada a severas dificultades intrínsecas, y lógicamente de contexto, que frustran la irrupción de reformadores herederos contemporáneos, presencia con la muerte del comandante la desaparición de uno de los más batalladores, idiosincrásicos y longevos emblemas. Ocho años antes, a causa de su precario estado de salud, decide ceder máximas responsabilidades gubernamentales a su hermano Raúl y abandonar la vida pública, inaugurando entonces un nuevo ciclo político en Cuba enfocado a precisar considerables mutaciones internas en busca de modernos posicionamientos internacionales. Revelado al fin públicamente su forzoso cambio a presencia fantasmagórica, iniciado probablemente mucho antes, Fidel deambula, obstinadamente vigilante, por estancias y pasillos, emulando tal vez a un doliente Arturo encerrado en un Camelot en decadencia, observando las alteraciones socio-políticas expuestas por el siglo XXI en su primer acto y la desaparición de avejentados camaradas. Metamorfoseado en casi una abstracción ideológica, una suerte de idolatrada entelequia guerrera, es definitivamente fagocitado por la maquinaria de un Partido, algo apergaminado y dependiente, que gestiona a continuación con estudiada precisión las escasas apariciones, el valioso legado ideológico y el tratamiento de la crónica histórica a fin de conservar intacta, en un afectado espejismo, la significación completa de la dañada personalidad.


Custodiados por el artefacto monstruoso, Castro y el Hughes de Beatty

huyen de las miradas del mundo y se resignan a representar

un papel artificial sobre unos escenarios adulterados


Arriba: imagen de «Comandante», de Oliver Stone. Abajo: «La excepción a la regla», de Warren Beatty.

Ante la proximidad de la muerte del tutor, los mecanismos oficiales se esfuerzan, mientras en paralelo administran los cambios producidos por el desarrollo de la nueva etapa, por enaltecer teatralmente sonoras ideas y victorias del pasado y combatir adversas habladurías organizando, con la suma de documentos visuales, una representación crepuscular. Carentes de la lírica virulencia de las piezas militantes estructuradas, a partir de la fusión de material heterogéneo, por el realizador Santiago Álvarez, De América soy hijo y a ella me debo (1972) o Mi hermano Fidel (1977), durante más de dos dé-cadas, en las coyunturas más favorables y comprometidas, los frágiles reportajes institucionales manufacturados tras la renuncia evidencian, en un plano registro pedagógico, a los manifiestos esfuerzos de los coordinadores, el agotamiento del capítulo final sin lugar a dudas, de la biografía del personaje. La inconsciente entonación cuasi luctuosa atada a las fotos producidas es anticipada por el director neoyorquino Oliver Stone en su malogrado díptico documental sobre el dirigente, Comandante (2003) y Looking for Fidel (2004). En la entusiasta dupla, unida por un tosco montaje vociferante, antónimo de los presentados antes por Álvarez, aparece un superviviente sagaz más tocado, un anacronismo algo aturdido, a la manera de los viejos cowboys de los films publicados en los setenta, quizá por la construcción de un artefacto ególatra y superficial a su costa. Pese a todos los esfuerzos destinados, primero por Stone y luego por los artífices locales, las numerosas imágenes fabricadas en el nuevo siglo y desperdigadas después por noticieros convencionales, informes audiovisuales o portales de internet anuncian la inminente defunción del hombre-símbolo.

En su película La excepción a la regla (2016), Warren Beatty se refiere precisamente a los distintos artificios ideados por un gran organismo con el objetivo de preservar la imagen oficial de un lastimado individuo-núcleo, derivado ya en valioso producto, y defender, incluso impugnando órdenes, sus intereses. Semblanza cínica y fúnebre, acomodada en el periodo comprendido entre 1958-1964, alrededor en efecto del triunfo revolucionario en Cuba y la crisis de los misiles, muestra al excéntrico multimillonario Howard Hughes como una escurridiza sombra trasnochada y acobardada enclaustrada en un artificioso laberinto inaccesible. Otro Camelot caduco levantado alrededor de un espectro. Aislado del mundanal ruido entre la penumbra de varios habitáculos, el Hughes de Beatty, de manera involuntaria, traza vínculos con el anciano Castro. Custodiados por el artefacto monstruoso creado por ellos mismos, años atrás, huyen de las miradas del mundo y se resignan a representar un papel artificial sobre unos escenarios adulterados. Las fotografías difundidas del comandante jubilado le exhiben, frágil, reproduciendo al detalle los movimientos y textos planificados probablemente en una estancia similar a las mostradas en la película norteamericana. Beatty, entretanto, establecido en el terreno de la ficción, examina la dimensión secreta de las imágenes autorizadas de una celebridad. La aparición última del Hughes de celuloide no puede ser más elocuente. Sujeto a una cama en un lujoso hotel de Acapulco, agotado tras una actuación extraordinaria para los medios, decide cerrar un ficticio telón y perderse en la oscuridad. La suma de las instantáneas tomadas del revolucionario y el capitalista trastornado, bajo enfoques radicalmente opuestos, logran completar un acertado, e inesperado, escrito acerca de las argucias de las sombras y la fulminación en soledad de los restos de humanidad del mito.


«Jackie»

LA DISECCIÓN DE LAS ENTRAÑAS DE CAMELOT

A finales del pasado noviembre el gobierno cubano planifica un sentido programa para homenajear al fallecido. Raúl Castro, perfectamente integrado en una espartana composición mortuoria lanzada a modo de prólogo, anuncia desde la televisión estatal al mundo en un breve vídeo, con escrúpulo planificado y astutamente rematado con la sentida y utópica máxima «¡Hasta la victoria siempre!», la defunción del comandante en jefe de la Revolución. Los distintos actos del multitudinario funeral vulneran seguidamente el tono sobrio del mensaje esclarecedor. Provisto de una aparatosa escenografía dramatúrgica, inspirada en exuberantes ceremonias proyectadas antes según reconocibles modelos del pasado, el ceremonial resulta, públicamente, una emocional aclamación del carácter revolucionario y la metamorfosis del símbolo en deidad eterna. Mayestática obra melodramática, recogida en imágenes conmovedoras, subrayadas y manipuladas, y observada por gigantescas efigies de Che Guevara y el propio Fidel, supone asimismo una engañosa danza de máscaras ejecutada por antagónicas personalidades locales e internacionales. La representación de una estudiada reproducción de atávicos rituales con la posterior peregrinación de las cenizas por varias poblaciones hasta Santiago de Cuba, además de rememorar el itinerario triunfal de finales de los cincuenta, resalta sin ambigüedades la conquista del fabuloso estatus en el conjunto de la Historia. El hombre Fidel Castro, muchos años antes tragado por el ente metafísico y devorador que es el Partido, es indiscutiblemente suprimido de los homenajes. La trascendencia histórica y política de la vigorosa figura teórica invalida la intromisión de la fastidiosa imperfección del vulgar sujeto. Las imágenes producidas están subordinadas a las singularidades de una artificiosa y grandilocuente ficción mortuoria.

Las fotografías de los funerales del dirigente configuran una oda triunfal que contrasta con las obras compuestas en los espacios de una ortodoxa representación fílmica por los cineastas Albert Serra y Pablo Larraín según cuestiones análogas. En La muerte de Luis XIV (2016), análisis introspectivofantasmagórico de la agonía del Roi Soleil, Serra cierra, casi claustrofóbicamente, el relato destruyendo la divinizada figuración del soberano absolutista y exponiendo la frágil humanidad de un golpeado anciano consumido por la gangrena. Desestimando la ilustración de las intrigas palaciegas, la enumeración de los preparativos de las pomposas exequias y la suma de engolados parloteos fingidos, la mirada del realizador, apoyado en la fabulosa creación del actor-símbolo Jean-Pierre Léaud, restaura al hombre, en un aposento lóbrego, similar al utilizado por Hughes/ Beatty y probablemente Castro, y le muestra tan desamparado y aterrorizado como el resto de mortales ante la proximidad de la muerte. La jactanciosa celebración de los efectismos orquestados por el poder es sustituida por un cuidadoso desfile de lienzos humanistas. Los fotogramas del largometraje niegan con rotundidad la delirante suntuosidad amarrada a la reverencia estatal al emblema caído.


Las imágenes de «La muerte de Luis XIV» niegan con rotundidad la delirante

suntuosidad amarrada a la reverencia estatal al emblema caído


«La muerte de Luis XIV»

El chileno Pablo Larraín, redactando Jackie (2016), prolonga, a su vez, la tesis de Albert Serra. Instalando, prácticamente durante todo el metraje, los cuadros referidos al símbolo JFK fuera de campo, opta por abordar el hundimiento a través del retrato afligido de Jacqueline Kennedy. Incrustada en el fúnebre decorado de la Casa Blanca, en las jornadas posteriores al magnicidio de Dallas, intenta, presionada por los grotescos deberes gubernativos, gestionar el dolor de la pérdida, permanentemente vigilada, mientras procura retrasar el desvanecimiento de un quimérico Camelot montado en Washington por el poderoso clan. Los encuentros de la viuda con un periodista, en el puzle dramático conjugado, enseñan pasajeros fragmentos de amarga realidad aprisa censurados a fin de no enturbiar la puntualización de una luminosa leyenda.

Las instantáneas transmitidas del funeral de Fidel Castro nacen en realidad de la sabida aseveración, tantas veces adoptada por el cinematógrafo, de que si la leyenda es mejor que la verdad debe escribirse la leyenda. Serra y Larraín impugnan con severidad la sentencia procurando descubrir valiosas ideas ocultas en la muerte de los mitos. La figura del endiosado líder cubano, tras el fallecimiento, reclama la escritura de imágenes repletas de nuevos significados. ¿Cuáles son las láminas por definir ahora en el laberinto del ciclo contemporáneo? ¿Acabará la efigie enquistada, privada de alcance, al igual que la de Guevara, en un vulgar producto de consumo o seguirá inspirando solemnes fotografías nostálgicas?

Ramón Alfonso