CRIMINAL

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El panóptico y el cuerpo del individuo

DURANTE LOS ÚLTIMOS AÑOS PARECE HABER RESURGIDO un viejo conocido del cine de acción. Se trata del héroe de brutal fuerza física, casi sobrehumana, cuyo cuerpo es su arma y cuya mera presencia desestabiliza el equilibrio geopolítico global, pero también el statu quo cotidiano e íntimo. Quizá el ejemplo más claro sea el de The Guest de Adam Wingard, cuyo protagonista era la expresión perfecta de esa violencia inhumana, a punto de desatarse constantemente, que ha resurgido en el thriller contemporáneo. En muchos casos, como en aquel, hay algo de nostálgico en esta reivindicación de la violencia, que conecta con pasadas épocas en las que el cuerpo musculoso era objeto de adoración y no un tabú. No ocurre lo mismo con el protagonista de Criminal, Jericho Stewart (Kevin Costner), un peligroso presidiario al que en un experimento se le implantan los recuerdos de un agente de la CIA que ha fallecido en una misión (Ryan Gosling). Cuando este roba su camioneta a un conductor como hacía Schwarzenegger en la célebre secuencia de Terminator 2: El juicio final (Terminator 2: Judgement Day, James Cameron, 1991), no es tanto un guiño (que también) como una respuesta por oposición a las amenazas invisibles y sin forma que definen el terror global del siglo XXI, y que aquí toman el rostro de dos personajes: por un lado, el hacker conocido como el Holandés (Michael Pitt), una especie de Snowden capaz de controlar cualquier armamento militar desde su ordenador portátil, y Xavier Heimdahl (Jordi Mollà), una mezcla española de Steve Jobs y Julian Assange. Sintomáticamente, este se define a sí mismo como pacifista a pesar de su deseo de derrumbar el orden mundial: es el opuesto perfecto, absolutamente hipócrita, de la violencia justiciera de Jericho, brutal pero sincera.

Criminal explota el viejo tema del héroe de dos caras; en este caso, es una inversión de Jekyll y Hyde en la que es el lado bueno –es decir, familiar y responsable– el que termina imponiéndose al oscuro y violento o, mejor dicho, sintetizándose en una nueva clase de supersoldado. También una crítica a la utilización del individuo como máquina de matar por parte del Estado, en sintonía con distopías como Robocop (Paul Verhoeven, 1987), solo que en la era de la disolución de las identidades. Ahí es donde se encuentra lo más atractivo de esta película en muchos aspectos bastante convencional: en ser capaz de aunar las formas y los lugares comunes más manoseados de los estertores de la era Bourne con un punto más sci-fi, lo que la convierte en una película muy propia de su momento y lugar, pero también en una buena guía para tomar el pulso a los tiempos modernos. Por ejemplo, los agentes de la ley dirigidos por Quaker Wells (Gary Oldman) siguen a Jericho desde un centro de mando compuesto por inacabables hileras de monitores. Es una imagen que hemos visto hasta la saciedad en el thriller moderno: el planeta es un lugar hipervigilado en el que nadie puede escapar al control de la mirada. Jericho, sin embargo, no responde tanto al perfil del héroe extremadamente dúctil y en eterno movimiento de tiempos recientes, sino que escapa por su propia brutalidad como un incontrolable elemento disonante de ese panorama global hiperconectado y supuestamente omnipotente, exponiendo sus fallas.

Más allá de su carácter de película-síntoma, Ariel Vromen –director de la aclamada The Iceman (2012)– es capaz de aprovechar el lado más perturbador de su protagonista sin abandonar las convenciones genéricas. La relación entre Jericho y Jill (Gal Gadot), la viuda del agente de la CIA cuyos recuerdos porta, es una perfecta ilustración de lo siniestro según Freud, como ocurre en la perversa secuencia en la que este le explica detalladamente los secretos de su relación que tan solo ambos conocían. Vromen cita a Orwell, como han hecho tantos directores de thriller recientes, pero ante todo, para poner de manifiesto la importancia que tiene el individuo (concretamente su cuerpo, la violencia física y los recuerdos; en definitiva, la parte más irracional de su identidad) en el devenir del mundo. Es posible que muy pocos reparen en Criminal, puesto que está completamente desinteresada por los lugares comunes del thriller «de calidad» y abraza sin complejos las convenciones más epidérmicas del género, lo que no le convertirá en una película-acontecimiento, pero gracias a un reparto privilegiado y a un tono bronco y frío, poco complaciente, Criminal se convierte en un interesante thriller que pulsa unas cuantas teclas disonantes. Lástima que uno termine de verla con la sensación de que sus inequívocos defectos pesan más que sus innegables virtudes.

Héctor G. Barnés

USA-GB, 2016. T.O.: «Criminal». Director: Ariel Vromen. Productores: Chris Bender, Christa Campbell, Mark Gill, J.C. Spink y Jake Weiner. Producción: BenderSpink, Campbell Grobman Films, Lionsgate, Millennium Films. Guión: Douglas Cook y David Weisberg. Fotografía: Dana Gonzales, en color. Diseño de producción: Jon Henson. Música: Bryan Tyler y Keith Power. Montaje: Danny Rafic. Duración: 113 minutos. Intérpretes: Kevin Costner (Jericho Stewart), Gary Oldman (Quaker Wells), Tommy Lee Jones (Dr. Franks), Ryan Reynolds (Bill Pope), Jordi Mollà (Xavier Heimdahl), Gal Gadot (Jill Pope), Michael Pitt (Jan Strook, el holandés), Amaury Nolasco (Esteban Ruiza), Alice Eve (Marta Lynch), Antje Traue (Elsa Mueller)